A veces asomaba un rayito de sol, y los pingüinos de la colonia paseaban y hacían amigos. Eso sí, prestando mucha atención en mantener el equilibrio para evitar la caída del huevo. En tierra se desplazaban con torpeza. Sin embargo, en el agua eran unos magníficos nadadores.
Aker era muy sociable. Se hizo amigo de muchos papás que esperaban a que sus bebés nacieran. Especialmente de Berni, con quien solía hablar del momento en que sus pequeños rompieran el cascarón y salieran a la vida. También hablaban de sus próximos viajes hacia el océano. Tan pronto llegasen las mamás, ellas se encargarían de cuidar a los polluelos. Los padres irían al mar para alimentarse y traer comida a la colonia.
–Cuando mi pequeño nazca vendrá conmigo –dijo Berni–. Le enseñaré a llegar hasta el mar. Aprenderá a nadar. Deberá hacerlo lo mejor posible, va a pasar una buena parte de su vida en el agua –Berni inclinó la cabeza hasta la bolsa para comprobar que el huevo estaba perfectamente colocado, luego sonrió–. Conozco un lugar donde viven los cangrejos. Son crustáceos exquisitos, le gustarán.
–Cuando el mío salga del cascarón, espero que su mamá esté por aquí para verlo nacer. Será un momento muy emocionante para Ámbar y para mí –Aker pensaba en ella. Ámbar sería su pareja para toda la vida. Desde que llegó a la colonia la había elegido para madre de sus hijos. Ella había aceptado inmediatamente–. Yo le enseñaré a deslizarse por la nieve sobre la panza. A utilizar los remos bajo el agua. A raspar el krill de los bloques de hielo… –Berni no escuchaba. Miraba a lo lejos como si esperase ver a las mamás de vuelta.
–Será emocionante cuando regresen –continuó Aker con su charla–. Ojalá el tiempo pase rápido. Se avecina el invierno. No creo que venga con buena cara.
Berni estaba de acuerdo. Cada día se notaba el descenso en las temperaturas. La oscuridad llegaba más temprano. Pronto empezarían las tormentas. La colonia de anidamiento tendría que soportar los fríos gélidos que vendrían acompañándola.