Capítulo 1

Naia
Siempre he visto algo especial en las plantas y verduras, me parece fascinante la forma en la que se desarrollan y acaban siendo preciosas y dando frutos para que nos podamos alimentar. ¿En qué momento descubrimos que todo eso era comestible? Supongo que seré la única que piensa eso, ya que estoy acostumbrada a trabajar con vegetales en las tierras familiares. Siempre estaré conectada de alguna forma u otra a la naturaleza, al igual que mi único familiar, o al menos con el único con el que vivo, mi abuelo.
Se llama Isauro José, tiene dos nombres, como la mayoría de las personas mayores. ¿Acaso no les valía con poner un solo nombre? Sé que era un tema religioso, como llamar a todas las mujeres con María de segundo o primer nombre, pero es algo que para mí es totalmente inútil. Es el hombre más noble y trabajador que conoceré en toda mi vida. Le admiro demasiado, ojalá ser tan buena persona como él. Es mi padre, bueno, no, pero como si lo fuera. Mis padres se fueron cuando tenía nueve años a la península Ibérica a trabajar, desde entonces no he sabido nada de ellos, así que mi abuelo es lo único que tengo.
—¡Arriba, que ya es tarde, Naia! —suelta mientras abre mi puerta. Normalmente me despierta de esta manera, así que no me sobresalto.
—¡Ya voy! Déjame espabilarme al menos, yeyo —digo justo antes de bostezar para levantarme despacito, sin prisa.
—¡Venga, que los mejores plátanos del mundo no se riegan solos, anda! —Tiene la costumbre de llamar así al plátano de Canarias. Para él, estamos en el mejor lugar del mundo. Y por supuesto, la comida, sobre todo la que plantamos nosotros, es la mejor del universo.
Después de haberme vestido, salgo de mi habitación y voy hacia la cocina para desayunar. Lo escucho tararear mientras bajo las escaleras, sonriendo.
—¿Qué desayunamos hoy?
—Leche con gofio, paquetillo. Ya sabes, esto hace que seas superfuerte como yo —dice mientras me guiña un ojo presumiendo de sus músculos.
Luego de unas risas y algo de conversación, salimos de la casa hacia las tierras para repartirnos las tareas. Yo riego los plátanos, él las papas ,y el millo lo regamos entre los dos. La verdad es que es un terreno muy grande, y a veces, cuando pega el sol, me canso mucho. Estamos en marzo, y es verdad que siempre suele haber buen tiempo, pero el cielo está un tanto nublado y puedo trabajar tranquila.
Tenemos en total unas cuarenta y siete plataneras en el terreno. De pequeña pensaba que eran árboles, sobre todo porque lo parecen, pero mi abuelo me explicó que es una planta herbácea y fibrosa, con un fuerte tronco que tiene hojas de gran tamaño. Necesitan un clima suave donde permanezca el sol y tengan humedad constante, es decir, Canarias.
Cojo la manguera que está en la esquina del muro y comienzo a pasearme por todos lados echando agua a todas las plataneras. Me tardo bastante, ya que son muchas y no es que vaya rápido, la verdad. Cuando termino, vuelvo por donde ya había ido y por el camino voy dejando en la cesta que encontré en la tierra los racimos de plátanos maduros para llevarlos a la cocina.
Después de dejar la manguera en su sitio, voy hacia la puerta que divide el terreno de plátanos con el del millo y la abro haciendo un ruido inmenso. La puerta es más vieja que la casa entera, así que cada vez que se abre no hace otra cosa que chirriar. Cuando por fin la cruzo, me dirijo directamente hacia donde está mi abuelo junto a las dos mangueras del terreno de millo y dejo la cesta en el suelo.
Cuando ya hemos terminado de hacer toda la rutina de mañana, vamos directos a casa para preparar el almuerzo. Suelto la cesta en la encimera y me lavo las manos.
—Naia, pon el canal 1 para ver a Karlos Arguiñano —dice mi abuelo sacando el sobre de sopa Maggi de la despensa.
—¿Dónde está el mando de la televisión?
—Encima de la mesa, como siempre. Te voy a tener que llevar al oculista, estás casi tan ciega como yo.
—Qué exagerado eres, yeyo —digo mientras cojo el mando y hago lo que me había dicho.
Cuando empieza a sonar la gruesa voz del presentador y cocinero que tanto le gusta a mi abuelo, me dirijo hacia la despensa y cojo la garrafa de agua del HiperDino y un medidor de mililitros del cajón. Mido un litro de agua para la sopa y se lo echo al caldero. Mientras el agua se calienta, dejo la garrafa en su lugar y me giro hacia la tele.
Mi abuelo, que está sentado en la mesa atendiendo a todos los pasos que dicta Arguiñano para hacer una receta que tiene todos los ingredientes que te puedas imaginar y más, está cortando un pimiento verde para que se lo eche a la sopa y coja más sabor. Es una costumbre que tenía mi abuela, que falleció hace unos años, y él no la ha querido dejar de hacer porque le gusta recordarla en detalles pequeños como este.
Ya el agua está hirviendo, así que cojo el pimiento que ya había cortado mi abuelo y lo echo al agua junto con el sobre de sopa. Pongo un temporizador de diez minutos en mi móvil y me siento junto a él para ver cómo cocina Arguiñano mientras la sopa se hace.
—Algún día deberíamos de probar una de esas recetas. Seguro que siguiendo sus pasos nos saldría hasta mejor que a él.
—Sigue soñando, abuelo, que es muy bonito. Podríamos intentarlo, pero no sé si sería desastre o maravilla.
—Tienes que aprender a confiar en las habilidades de tu abuelo, nena. Yo soy todo un manitas y encima buen cocinero —dice con una sonrisa pícara mientras yo me río y voy a revisar el caldero.
Como ya la sopa está hecha, apago la vitrocerámica y la dejo reposar unos minutos. Voy cogiendo el cucharón y dos platos para servirla.
Ya sentados y comiendo, observo a mi abuelo y le noto una expresión rara. Me preocupo, ya que, como tiene setenta y tres años, podría tener alguna enfermedad por su edad.
—Yeyo, ¿estás bien? Di la verdad. —Siempre aparenta estar bien y me da miedo que por mantener esa faceta no podamos prevenir algo.
—Sí, ¿por qué no iba a estarlo?
—No me mientas, abuelo. Si te duele algo o te encuentras mal, dilo. Ya sabes que no puedes estar bromeando ni jugándotela con tu salud a esta edad.
—Solo me duele en la parte baja del abdomen y tira un poco de la espalda, nena, no te preocupes.
—Tenemos que ir al médico. Y ni se te ocurra decir que no porque te llevo a rastras.
—Si insistes.

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