Cap. 10

Peter solo tenía doce años, pero se había visto obligado a convertirse en adulto. Su padre lo había obligado, justo como hizo conmigo. Después de que lo alejaran de mi lado, no tuve la fuerza suficiente para seguir luchando por él. Sabía que sería en vano porque Garfio siempre había sido más poderoso. Pero se suponía que yo era su madre y debería haber luchado por él, aunque se me fuera la vida en el intento. Mi propio miedo, una vez más, me había paralizado, y esta vez Garfio le había robado la infancia a mi hijo. Y aunque Peter había vuelto, ya no era Peter Pan y él lo sabía. ¿Cómo iba a impedirle yo que intentara recuperar al niño que siempre había llevado dentro? El rey de los piratas lo hizo saltar por la borda y separó al niño que nunca quería crecer de su esencia, dejando una simple sombra que vagaba como un adulto perdido en busca de su dueño.

—Cariño, espérame aquí. Deja que llame a alguien —le supliqué, mientras mis propias lágrimas me impedían limpiarle las suyas.

Me fui a la otra habitación, buscando mi móvil inquieta, para llamar a alguien. Cuando lo encontré tirado por el suelo, marqué el primer número que encontré. Se suponía que él era médico y, aunque Peter ya no era un niño, sabría qué hacer. Tenía que saberlo.

—Mi amor, por favor, ven a casa, Peter no está bien —le rogué entre lágrimas al que llevaba siendo mi esposo desde hace tres años.

Y entonces escuché un ruido y mi mente estaba petrificadapetrificada Dejar inmóvil de asombro o de miedo. para darse cuenta de lo que estaba sucediendo y mis piernas fueron demasiado lentas para llegar hasta él. Cuando llegué al balcón, hecha un mar de lágrimas, vi cómo Peter saltaba desde nuestro quinto piso para volar. Él tenía fe y confianza de que conseguiría volar para volver a Nunca Jamás, pero no tuve tiempo de decirle que ya no me quedaba el suficiente polvo de hadas para ayudarlo a conseguirlo. Peter seguía creyendo en las hadas, pero hacía mucho que yo había dejado de hacerlo. Eso hizo que cayera en picado hasta estamparse contra el suelo. Mis amigas siempre me dijeron que un quinto piso era demasiado alto para un niño, que podría caerse, pero Peter ya no era un niño. Nunca pensé que lo haría. Ahora sé cuán equivocada estaba, una vez más. A día de hoy sigo soñando con Nunca Jamás y con el niño que se reencontró con su sombra para nunca crecer. Sé que Peter está allí, cuidando de los niños perdidos por mí, aunque él finalmente se convirtiera en uno. No sé si recordará a su madre, pero estoy segura de que cada vez que vuela, se acuerda del hada que lo enseñó a volar.

Érase una vez un niño que nunca quería crecer, así que voló hacia la segunda estrella a la derecha y siguió todo recto hasta el amanecer, para llegar al país donde los sueños se cumplen y los niños siempre son niños. Lo que no sabía este niño es que un hada lo seguía de cerca porque siempre que él creyera en ella, ella estaría a su lado. El niño se llamaba Peter y el hada Campanilla, y este fue el día en que llegaron juntos al País de Nunca Jamás.

—Mamá, ya te he dicho que no le cuentes esos cuentos a los niños. Los vas a asustar —me regañó Peter, al ver la cara de desconcierto de los pequeños cuando cerré el libro que yo misma había escrito durante su infancia.

—A ellos les gusta, ¿verdad? —le pregunté a mis nietos y todos asintieron al unísono, demasiado emocionados por las aventuras del cuento y demasiado inocentes para entender su verdadero significado.

—Eso es porque aún son niños y no lo entienden —Él, que había vivido parte de esa historia, sí que conocía su verdadera moralejamoraleja Enseñanza que se deduce de algo, especialmente de un cuento o de una fábula..

—Solo les enseño a apreciar más a su madre, ya me lo agradecerás.

—No tienes remedio. —Negó con la cabeza, pero con una sonrisa en el rostro. —Feliz día de la madre, mamá. —Me abrazó y me dio un beso en la mejilla, y los tres niños pequeños corrieron a imitarlo.

—Abuela, ¿entonces Peter Pan no creció? —me preguntó Jane, la mayor, que era muy perspicazperspicaz Que es capaz de percatarse de cosas que pasan inadvertidas para los demás. y veía la similitud entre el protagonista de mi cuento y su propio padre.

—Oh, sí que creció, cariño, aunque siempre seguirá siendo mi niño —le confesé, pellizcándole un moflete a su padre y sacándole una mueca. —Solo que no fue por culpa de Garfio, ya que las hadas son más pequeñas, pero más fuertes que los piratas.

—Entonces, ¿por qué creció? —preguntó confusa, pero llena de curiosidad.

­—Porque conoció a Wendy, pero ese es otro cuento —dije con una sonrisa, viendo cómo su madre entraba en la habitación.



TABLERO PARA JUGAR EN GRUPO

Cap. 9

Cuando se abrió la puerta del juzgado, todo sucedió a cámara lenta. Lo vi a él, tan regioregio Que impresiona o destaca por su gran calidad o por su belleza y lujo. como siempre, vistiendo el traje que heredó del abuelo y la corbata que le había regalado en el día del padre y que se había convertido en su favorita. Y la vi a ella, que me miró. Vi la tristeza en sus ojos, y supe que quería pedirme perdón, pero mi padre le apretó la mano para que dejara de distraerse. «Ya es una mujer», escuché a lo lejos que le susurraba, y no lo consideré un cumplido. ¿Qué hacían ellos ahí, después de tanto tiempo? Hacía mucho que yo no me consideraba su hija, pero, al verlos ahí, tan elegantes como en cada Nochebuena, me teletransporté a aquellos tiempos en los que mi única preocupación era espiarlos para averiguar dónde escondían los regalos y hacerme la sorprendida cuando abría la mañana del veinticinco de diciembre aquellos que ya había encontrado. Me pregunté si ellos también me recordarían así, tan pequeña y sempiternasempiterna Que durará siempre., o si desde el día que me fui le abrían dicho a todos los vecinos que su hija había muerto y nunca la iban a recuperar.

—Venimos a contar la verdad sobre cómo nosotros conocimos a Peter —anunció mi padre, al que siempre le había gustado que todos se callaran para escucharlo hablar. Yo nunca le había hablado a Peter de sus abuelos, ¿para qué hacerlo si ellos no lo querían antes de que naciera? Por ello, me encontraba completamente confundida antes las palabras del que un día fue mi padre. —Una semana después de que Peter naciera, nuestra hija vino a visitarnos, sin ni siquiera avisarnos. La vimos acercarse al portal de nuestra casa, mientras fuera estaba nevando y todas las farolas parpadeaban, a punto de apagarse. Ella no supo que la vimos, pero nosotros estábamos allí. Desde que nos enteramos de su embarazo hasta que Peter nació, no habíamos sabido absolutamente nada de ella. Ni siquiera sabíamos si estaba viva todavía. Pero esa noche, la vimos acercarse sigilosamente a nuestra puerta y dejar un bulto envuelto en una manta delante de ella. Luego, tocó el timbre y pensábamos que esperaría a que le abriéramos, pero nos equivocamos. Cuando vio que las luces de la casa se encendían, salió corriendo y se escondió detrás de una farola, en la completa oscuridad, hasta que comprobó que abríamos la puerta y cogíamos a su hijo, protegiéndolo de la nieve.

Hace mucho tiempo que había decidido olvidar esa historia. A ninguna madre le gusta admitir que cuando vio a su hijo no se sintió preparada para ser madre, que sintió miedo, que no se sintió suficiente y que, por eso, decidió dejarlo con alguien que sabía que lo cuidaría mejor. Abandoné a mi hijo cuando este tenía una semana de nacido, pero no lo hice porque no lo quisiera, sino porque creía que conmigo no sobreviviría. Descubrí demasiado tarde cuán equivocada estaba.

—¿Y cómo volvió Peter a reencontrarse con su madre? —preguntó la jueza, claramente sorprendida.

—Mi mujer, que siempre ha sido un alma compasiva, cuidó de Peter durante un par de meses, en los que no volvimos a ver a nuestra hija. Cuando el niño ya era lo suficientemente grande como para darse la vuelta en la cuna, fue a buscar a nuestra hija. A día de hoy no sé lo que le dijo, pero la convenció para que se quedara con Peter, y esa fue la última vez que vimos a nuestro nieto y a nuestra hija.

Mi madre me asaltó en mi apartamento tres meses después de haber dejado a Peter con ellos. Me encontró muy delgada, con ojeras de noches sin dormir y sin haberme bañado en casi una semana. La culpa de haber abandonado a mi hijo no me permitía cerrar los ojos, pero el miedo a hacerle daño si yo lo criaba me impedía volver a buscarlo. Ese día mi madre me explicó qué era la depresión postparto y me confesó que también había pasado por ella después de mi nacimiento, pero mi padre siempre había estado allí para evitar que se derrumbara. Pero yo no tenía a nadie. En ese momento ni siquiera tenía a Peter, y, poco a poco, eso me estaba consumiendo. Tras abrazarme y asegurarme que sería una buena madre, me dejó a mi hijo entre mis manos, y, sin mediar ninguna palabra más, se fue para nunca regresar. Ese día me despedí de mi madre por última vez y me convertí en la verdadera madre de Peter. Mi madre me apoyó durante aquel momento. Por ello, no entendía por qué en ese momento, cuando querían alejarme de mi hijo y cuando más la necesitaba, no decía la verdad.

Entonces me miró y vi en sus ojos el arrepentimiento. Se arrepentía de haberme abandonado a mí y de haber abandonado a su nieto. Sabía que yo no la perdonaría porque era incapaz de volver con mi familia después del daño que me hicieron. No obstante, ellos aún tenían una oportunidad con Peter. Y entonces lo supe. Garfio les había prometido compartir con ellos el tesoro, su nieto, y ellos, como todos, lo habían creído.

—Ante esas nuevas declaraciones, me veo obligada a cambiar mi sentencia. —La jueza me miró con una combinación de pena y reproche, pero no la culpaba, la situación la había superado. —El niño vivirá con el padre hasta nuevo aviso y no volverá con su madre hasta que tenga la edad suficiente para decidirlo por él mismo.

Ese fue el día que vi a Peter por última vez, porque, aunque años después de navegar a la deriva con su padre, volviera a mis brazos, ese ya no era Peter Pan. Ya no era mi niño, que nunca quería crecer. Garfio, tal y como había prometido, lo había convertido en un hombre.

—Mamá, quiero volar —me dijo una mañana, sin previo aviso, tras haber estado semanas en casa sin dirigirme la palabra ni salir de su habitación.

—Cariño, ya eres muy mayor para volar —le recordé, percatándome del peligro de sus palabras.

—Tú tienes polvo de hadas. —Él veía el terror en sus ojos y la súplica en los míos, pero su determinación era más grande. —Ayúdame a volar, por favor. —Su voz era quebradiza y su pecho subía y bajaba con desesperación.

—Peter, cielo, ¿qué sucedió con tu padre? —Era la primera vez que se lo preguntaba desde su llegada. No sabía si me daba más miedo hacer la pregunta o conocer la respuesta.

—Quiero volver a Nunca Jamás, mamá, el lugar donde los niños nunca crecen.

—Aunque hayas crecido, tú siempre serás mi niño —le recordé, desesperada, mientras me acercaba para abrazarlo, pero él retrocedió, abrazándose a sí mismo, asustado de que lo tocara.

—Quiero volver a ser un niño, mamá —me rogó, deshaciéndose en llanto.



Cap. 8

—Conocí a Peter el veintisiete de diciembre de hace seis años. Yo nunca había querido ser madre y mucho menos en estas condiciones, pero todo cambió cuando él llegó a mi vida. Nadie te prepara nunca para tener un bebé entre tus brazos, pero mucho menos te preparan para soltarle la mano cuando es necesario. Desde que la llegada de Peter, he hecho todo lo posible para que pudiera ser un niño feliz o simplemente solo un niño. Nunca Jamás apareció el día que Peter me hizo la pregunta más dura que nunca he escuchado y yo, que no estaba preparada para que descubriera lo cruel que podía ser el mundo, le conté el cuento que ahora ustedes oirán.

Érase una vez un niño llamado Peter Pan que soñaba con conocer a las hadas. Desesperado por cumplir su sueño, siguió la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el amanecer y llegó a una isla que flotaba sobre el más bonito de los océanos. Se construyó una casa en un árbol en medio de un frondosofrondoso Que tiene mucha vegetación. bosque, con la buena suerte de que, en ese árbol, también vivía un hada. Así fue como Campanilla conoció a Peter Pan.. Desde el primer momento que el niño pecoso le permitió dormir sobre su pecho, oyendo los latidos acompasados de su corazón, ella supo que gastaría todo su polvo de hadas en cumplir cada uno de sus deseos. Al principio solo vivían Campanilla y Peter en esa isla, a la que juntos bautizaron como Nunca Jamás, pero un día empezaron a llegar niños perdidos que no sabían dónde estaban y que recordaban tener madre, pero no su nombre. A medida que llegaron más niños, Campanilla empezó a contar cuentos sobre las aventuras del grandioso Peter Pan, que terminaron por hacerse realidad. No sabemos si fue magia o simplemente el destino, pero poco a poco Nunca Jamás se fue llenando de criaturas cada vez más extraordinarias, y Peter se convirtió en el protagonista de las historias que Campanilla creaba por y para los niños. Si Campanilla contaba que Peter había salvado a la princesa de los indios del cocodrilo Tic Tac, al día siguiente los indios nombraban a Peter su jefe. Si Campanilla contaba que una de las sirenas había hechizado a Peter con su canto, al día siguiente las sirenas enseñaban a Peter a nadar. Pero entonces llegaron los piratas y Campanilla nunca le había hablado a Peter de ellos. Peter, que nunca había visto a un hombre con un garfio en la mano y una pata de palo, se quedó cautivado por el capitán del barco; y el capitán Garfio, que sabía que el niño era el rey de Nunca Jamás, lo engatusó con promesas de tesoros que se encontraban más allá del horizonte, y que podían encontrar juntos. Campanilla le rogó a Peter que no se marchara, que aún no le había enseñado a volar lo suficiente y que sin su polvo de hadas no llegaría muy lejos. No obstante, Peter ya estaba convencido. Le preguntó a Campanilla por qué no lo acompañaba, pero ella le recordó que sus alas se habían roto tiempo atrás. Peter hizo una gran fiesta de despedida con los niños perdidos esa noche y fue entonces cuando Campanilla contó su última historia sobre Peter Pan, el niño que nunca quería crecer,

—Gracias. —La jueza tenía los ojos cristalinos, pero no lo dejaba mostrar. ¿Qué dirían de su credibilidad si admitía que un cuento la acababa de emocionar? Sin embargo, ese cuento decía más verdad que todo lo que se había contado en esa sala a lo largo del día.

— Ya tenemos un veredicto.

Cerré los ojos con fuerza y, aunque ya sabía que iba a pasar, le pedí a la segunda estrella a la derecha, como hacía Peter cada noche, que me permitiera seguir estando con él durante más tiempo. Él decía que, si tenía fe, confianza y polvo de hadas, estas cumplirían mis deseos, y yo solo esperaba que fuese cierto.

—Peter se quedará con su madre, la mujer que lo ha criado hasta este momento. Su padre lo podrá ir a visitar los fines de semana y en vacaciones, siempre con la aprobación previa y supervisión de la madre. Es solo un niño y no necesita tantos cambios en su vida. —No podía ser verdad. ¿Acaso me había muerto y estaba en el cielo? Ya estaba empezando a dar saltos, eufórica, cuando la jueza me cortó. —Pero, señorita, le aconsejo que consiga un trabajo para poder darle una calidad de vida a su hijo y, por favor, cambie de pediatra. —Compartió una mirada de reproche con el doctor y conmigo y ambos no pudimos evitar reír.

—Señorita Pan, suba al estradoestrado Tarima sobre la que se pone la presidencia en un acto solemne. a recoger su diploma —El rector de la universidad me miraba con odio mientras mi vestido revoloteaba con cada paso que daba para recoger, al fin, mi título de graduada universitaria tras seis duros años. Mientras caminaba hacia el escenario, pensaba en todo lo que me había conducido hasta allí y todo lo que me había hecho frenar para darme cuenta de lo que realmente importaba en mi vida. Y entonces vi a Peter con su sonrisa mellada entre el público, y supe que todo había merecido la pena. No se estaba quieto. Veía cómo se agarraba a la silla, intentando aguantar las ganas de salir volando para venir a darme un abrazo. Me preguntaba cuánto le duraría esa fuerza de voluntad, pero lo comprobé cuando extendí una mano hacia él y vino corriendo en mi dirección, pasando por encima de los zapatos de los presentes y dando un par de pisotones de más. Lo cogí de la mano y juntos, como siempre habíamos estado, subimos al escenario para recoger mi diploma. Desde allí arriba, casi rozando las nubes, pude ver a mis amigas aplaudiéndome. A pesar de que habían dudado de mis capacidades, también sabían que sería capaz de conseguirlo. A lo lejos también vi a Daniel, nuestro antiguo pediatra y nuevo buen amigo, sosteniendo una cámara que había comprado simplemente para aquella ocasión animándonos a sonreír, aunque hacía mucho que lo estábamos haciendo. En ese instante supe que estaba viviendo el segundo momento más feliz de mi vida, puesto que el primero fue cuando vi a Peter por primera vez. Parecía que Peter también lo sabía, porque mirándome a los ojos y sin soltarme la mano, me dijo cuánto me quería. Nunca pensé que las hadas cumplirían mis deseos. Yo ya no era una niña para soñar, pero ahí estábamos juntos, Peter y yo, y por primera vez junto al mundo.

Sin embargo, para los adultos los sueños terminan cuando uno abre los ojos, y yo no pude tenerlos cerrados durante mucho tiempo. Al cabo de un mes me llegó otra citacióncitación Aviso por el que se convoca a una persona para que acuda a un juzgado en día y hora determinados para realizar una diligencia. del juzgado. Garfio nunca se rindió y haría lo que fuera por robarme mi mayor tesoro.

—Que pasen los testigos a la sala —pidió la jueza, que estaba tan cansada como yo de esta situación.



Cap. 7

Sentía que la cabeza me daba vueltas, ¿o era la habitación la que estaba girando? Tuve la imperiosa necesidad de marcharme, así que me levanté de golpe, me quité la chaqueta de traje que llevaba puesta y la tiré al suelo. De repente hacía demasiado calor en la sala y sentía que no podía respirar. Varias personas me estaban hablando, pero era incapaz de oírlas, porque un estruendoso pitido se había instalado en mis oídos de manera permanente. Vi cómo la puerta del juzgado se abría para que pudiera entrar un miembro que había llegado tarde, y sin pensarlo corrí hacia allí, como si se tratara de una salida de emergencia. Por el camino, se me cayó uno de esos incómodos tacones que no me ponía hace años, pero que me había puesto para que me tomaran en serio. Al parecer seguía siendo demasiado joven para ser una buena madre, pero era demasiado adulta como para ser una mala madre. Una vez fuera, me encogí y apoyé mis brazos sobre mis rodillas, mientras abría la boca intentando respirar. Mi ritmo respiratorio era cada vez más frenético y desesperado, y sentía que me ahogaba. Un sudor frío me recorría la frente y se juntaba con las lágrimas que empezaban a estropear mis ojos maquillados, dejándome surcos negros por las mejillas. Una vez más él había conseguido poner las cartas a su favor y ni siquiera había necesitado defender su derecho como padre. Tan solo tuvo que hundirme a mí. Tenía la visión borrosa y ya no sabía si era por las lágrimas o porque realmente me estaba muriendo. ¿Cuántos minutos podía estar una persona sin respirar? Mi garganta subía y bajaba, y mi cuello se sentía cada vez más estrecho y rígido. Llevé una mano a mi pecho, intentando aplacar la gran masa que se había instalado en él, impidiéndole a mi corazón latir con normalidad. Sentía mi pulso acelerado, pero iba demasiado rápido como para mantenerme con vida. ¿Acaso estaba sufriendo un infarto? En mi familia había antecedentes de ataques al corazón, pero nunca pensé que me pasaría tan pronto. De repente recordé todo lo que había visto en las series sobre medicina que echaban en la televisión mientras Peter dormía. «Síndrome del corazón roto», lo llamaban. ¿Era eso lo que me estaba sucediendo? ¿Mi corazón no podía soportar la idea de no a ver a Peter nunca más? Era muy probable. No sabía lo que era perder a un hijo, pero si conocía el dolor de perder a una madre. Apostaría el poco dinero que tenía ahorrado a que el dolor que había sentido anteriormente, no se podría comparar con lo que sentiría si me alejaban de mi hijo. Él era mi vida y, si no estaba, ya yo no sería capaz de vivir. A pesar de que la angustia de aquel día me había impedido comer, tenía ganas de vomitar y el ácido me quemaba la garganta. Todo se estaba volviendo cada vez más oscuro y yo solo lamentaba que me iba a morir sin poder decirle a mi hijo por última vez que lo quería. ¿Qué pasaría cuando creciera sin su madre? ¿Realmente se olvidaría de mí? ¿Si yo no estaba, quién le iba a enseñar que siempre puede ser un niño?

—Estás teniendo un ataque de ansiedad —me dijo una voz conocida, apoyando su mano en la parte alta de la espalda, para darme el apoyo que necesitaba para no caerme de rodillas. —Respira, no te vas a morir. —¿Él qué sabía? ¿Cómo no me iba a morir si estaba a punto de perder a mi hijo?

—¿Por qué no me lo dijiste? Se suponía que éramos amigos. —Fue lo único que conseguí articular, mientras me apartaba de su lado, aunque eso significase caerme por mi propia inestabilidad.

—Yo no sabía cómo decírtelo —admitió evitando mi mirada.

—¿Desde hace cuánto? —Me miró, y un mar de pena y tristeza se mezclaron en sus ojos. Sentí la necesidad de abrazarlo, pero el enfado y el miedo del momento me lo impidieron.

—¿Desde hace cuánto? —repetí con la voz quebrada por el llanto.

—Desde hace tres años. —Sus palabras fueron como una colisión frontal imposible de evitar. Parpadeé rápidamente, sin poder creérmelo y me llevé una mano a la cabeza, sintiendo que me desvanecía. —¡No, no te acerques! —le grité al ver cómo se dirigía hacia mí para agarrarme. —Ya has hecho suficiente por hoy. —Sin decir nada, le volví a dar la espalda y me dirigí hacia el baño, intentando tener un paso firme. Sin ni siquiera comprobar si era el de señoras, solté todo lo que tenía dentro. Finalmente, conseguí vomitar.

—¿Tiene algo que decir antes de que demos nuestro veredicto, señorita? —me preguntó la jueza, dándome una última oportunidad. Me había lavado la cara y me había vuelto a poner el maldito tacón que había dejado atrás, pero ni todo el maquillaje del mundo habría sido capaz de ocultar mi palidez, mis ojos hinchados y el temblor de mi cuerpo.



Cap. 6

Había elegido mi mejor traje esa mañana, ese que no me había puesto desde el primer día de universidad y que pretendía reservar para mi graduación. Sí, ese que había sido un regalo de mi padre por haber entrado a la carrera de mis sueños y que mi madre decía que me quedaba tan bien porque resaltaba el color de mis ojos. Sí, ese que estás pensando, el traje que él recorrió de arriba abajo nada más entrar al aula número catorce. Exacto, ese traje que escondí en lo más profundo del armario porque me sentía desnuda con él. Ese mismo traje que hoy había elegido porque era el mejor que tenía y debía causar buena impresión. Aunque yo odiara, esperaba que al resto les siguiera pareciendo tan bonito como el primer día. A Peter le había gustado. Fue a su padre a quien no le había gustado tanto que le mintiera al dejarlo en el colegio, diciéndole que me lo había puesto para una entrevista de trabajo.

—Señorita, ¿puede hablarnos de su hijo?

—Mi hijo se llama Peter, Peter Pan. Es un pequeño niño pelirrojo pecoso con un hoyuelo en la mejilla izquierda y una cicatriz en la nariz de aquella vez que se cayó en el parque por ir corriendo con los ojos cerrados, a pesar de que le había repetido sin cesar que no lo hiciera. A él no le gusta esa cicatriz, pero a mí me parece adorable. La cicatriz, aunque Peter también. No es porque sea mi hijo. Debería verlo, de verdad. Es una auténtica monada. Cuando llega del colegio con los ojos como supernovassupernovas Estrella en explosión que libera una gran cantidad de energía; se manifiesta por un aumento notable de la intensidad del brillo o por su aparición en un punto del espacio vacío aparentemente. en plena explosión, emocionado porque ha aprendido algo nuevo, me dan ganas de mirarlo durante todo el día. —La jueza me miraba con una ceja levantada, confusa, pero a la vez divertida. Al parecer, había hablado de más. Solía hacerlo cuando me ponía nerviosa, y ese día lo estaba.

—¿Lleva a su hijo al colegio todos los días?

—Sí, claro, quiero que mi hijo aprenda. Es muy listo, ¿sabe? Le encanta el colegio. Bueno, es cierto que antes no le gustaba, pero ahora le juro que le encanta.

—¿Y por qué no le gustaba antes?

—Bueno, usted sabe que los niños a estas edades pueden ser muy crueles sin pretenderlo, y Peter simplemente no acababa de encajar.

—¿Por qué no encajaba? —Esa mujer sabía exactamente adonde quería llegar.

—Pues porque nuestra familia no era del todo normal, y eso era algo que no todos los niños eran capaces de entender.

—Sea más específica, por favor—Sí que era insistente.

—Los otros niños no lo aceptaban porque no tenía padre.

—Eso tenía fácil solución ya que, en realidad, sí que tenía padre —saltó él, mientras la rabia lo empezaba a dominar.

—Tú nunca fuiste su padre —le respondí, cayendo en su provocación.

—¡Silencio, por favor! —nos regañó la jueza, dando varios golpes con su mazo para recuperar el orden. —Le doy el testigo al abogado de la parte acusatoria. Puede realizar sus preguntas

—¿Por qué, si Peter realmente tenía un padre, usted le mintió al respecto? —inquirió un esbelto hombre vestido con un traje impolutoimpoluto Que está completamente limpio o no tiene ninguna mancha. y irada inquisitivainquisitiva Que muestra la actitud de inquirir o investigar detalladamente., que parecía haberse dedicado a defender a criminales desde que iba en pañales.

—Yo nunca le mentí sobre ello. —Claro, solo le oculté una parte muy importante de la información.

—Por favor, hagan pasar a la primera testigo a la sala. —Tras unos instantes interminables en los que intenté adivinar inútilmente a quién podían haberme traído para hacerme la vida imposible, entró una señora maquillada en exceso, incluso más de lo normal.

—Señoría, le presento a la profesora de Peter. Dígame, ¿qué contestaba la acusada cuando se le preguntaba acerca del paradero del padre de la criatura.

—Sus respuestas siempre eran evasivas, y lo único que pude sacar a través de Peter fue que el pobre niño creía que su padre luchaba contra marineros.

—Piratas —la corregí al instante.

—¿Perdone? —inquirió el abogado, que desde que llegó estaba sacándome de mis casillas.

—Que luchaba contra piratas, no marineros.

—¿Por qué le contaba eso a su hijo, señorita? —me demandó la jueza con auténtica curiosidad.

—Porque los cuentos lo ayudaban a seguir soñando. Prefería que viviese pensando que su padre era un héroe, pero, tras esto, no sé qué pensará de él, ni de mí.

—¿A qué edad empezó Peter a ir al colegio? —le preguntó el abogado a la profesora. Pude ver cómo ambos compartieron una mirada gatuna de complicidad.

—A los seis años, como cualquier otro niño —me apresuré a decir.

—A los seis años y medio —recalcó la maestra. —Y a duras penas, porque entre los días que llegaba tarde, y aquellos en los que su madre se lo llevaba sin justificación alguna…

—Yo no quería que él faltara a clase. Sin embargo, tengo un horario escolar muy apretado, y a veces tengo que ir a la universidad antes de dejar a Peter.

—Ya que ha sacado usted el tema, llamemos al siguiente testigo.

Unos zapatos de Lacoste rechinaron sobre la moqueta de la sala, e inmediatamente supe de quién se trataba.

—Señor rector, bienvenido —saludó Garfio a su mayor compinche, el señor Smith.

—Buenos días, señor. Dígame, ¿alguna vez ha llevado la señorita a Peter a la universidad? —inquirió el abogado, hilando una vez más la estrategia perfecta.

—Así es.

—¿Cree usted que ese es el sitio más adecuado para el desarrollo de un menor?

—Claro que no. El sitio ideal para un niño es la escuela, y no precisamente la de su madre.

—El sitio ideal para un niño es donde está su madre —le rebatí.

—¿Hace cuánto la señorita es alumna de su universidad? —Me había ignorado por completo.

—Alrededor de seis años, la edad que parece tener su hijo. Se suponía que su carrera duraba cuatro años, pero ha repetido un par de cursos. Esperemos que el niño no haya heredado su inteligencia —soltó una carcajada y los otros dos hombres lo siguieron, con sornasorna Tono irónico y burlón con que se dice una cosa..

—No es fácil graduarse cuando tienes que cuidar de un niño —refuté, hastiada de sus comentarios despectivos que no aportaban nada al caso.

—¿Por qué tardó tanto Peter en comenzar la escuela? —preguntó la jueza, desviando el tema de la conversación a quien de verdad importaba: mi hijo.

—Porque no estaba listo.

—¿No estaba listo él usted? —Sabía que la jueza no quería perjudicarme. Probablemente ella también era madre; lo veía en sus ojos. Sin embargo, esa pregunta me cortó la respiración y el silencio reinó en la sala. No hizo falta que respondiera.

—Puede entrar ahora el testigo de la parte defensora —anunció mi abogado, que había estado sentado en una esquina hasta ese momento, sudando como un pollo. No le culpaba. Seguramente era la primera vez que ejercía, pero con el dinero que tenía ahorrado no podía permitirme nada mejor.

El pediatra de mi hijo entró a paso lento en la sala, vistiendo otro traje impoluto, pero que me imponía menos que el de los demás y, por supuesto, mucho menos que su bata de médico. A pesar de que me hubiera acusado en numerosas ocasiones de maltratar a mi hijo, con el paso de los años nos acabamos entendiendo. Él siempre intentó ayudarme a ser una buena madre, aunque yo nunca pudiera seguir los consejos que me daba.

—Buenos días, doctor. ¿Puede decirnos hace cuántos años trata a Peter?

—Hace ya seis años más o menos.

—¿Cuál fue el motivo de su primera consulta?

—Una contusión. El niño se había caído de la cuna. —No pudo evitar dirigir una mirada cómplice. Él nunca creyó la mentira de la cuna y yo nunca le dije la verdad, pero ambos sabíamos cuál era.

—¿Recuerda el caso más grave que tuvo con el niño?

—Sí, fue una vez que se cayó por las escaleras y tuve que darle un par de puntos en la frente.

—¡Qué curioso! Otra caída —se burló, perspicazperspicaz Que es capaz de percatarse de cosas que pasan inadvertidas para los demás., dirigiéndome una mirada acusatoria.

—Los niños son así. Siempre están corriendo y nunca saben por dónde.

—¿Ha tenido algún otro paciente que haya sufrido tantos accidentes?

—Bueno, ninguno ha estado en su situación… —intentó desviar el verdadero significado de la pregunta hacia un lugar más seguro.

—Conteste a la pregunta, doctor —insistió la jueza con semblantesemblante Expresión que tienen las facciones de una persona y que revelan su estado de ánimo. ensombrecido.

—No, señoría. No había tenido a ningún paciente así —contestó por fin después de tragar en seco y de mirarme, afligido.

—¿Desde cuándo intima usted con la madre del niño? —soltó sin previo aviso el abogado. Todos los presentes nos sorprendimos, yo la primera.

—¿Disculpe? —pregunté, tan asombrada como ofendida. ¿Quién se creía que era?

—En la pantalla se muestra una foto de usted y la madre de Peter en una cafetería de la ciudad. ¿Puede decirme que hacían allí? —¿De dónde diantresdiantres Se utiliza para enfatizar el sentido de una expresión interrogativa e indica extrañeza, incomprensión, contrariedad, etc., por parte del hablante. habían sacado esa foto?

—Estábamos tomando un café —contestó, como si fuera lo más normal del mundo. Su mandíbula se había tensado al instante, al igual que su espalda, la cual mantenía recta como un palo. Sus manos se agarraban con fuerza a los reposabrazos.

—¿Y por qué en la imagen acaricia el hombro de la señorita mientras le entrega un sobre que parece contener billetes?

—Yo solo… —¿Cómo iba a explicarle que me ayudaba a comprarle la comida a Peter cuando me despedían de cada uno de mis trabajos por llegar tarde, ya que tenía que ir a recoger a mi hijo a clase?

—¿Le estaba pagando por algún tipo de favor?

—¡¿Está insinuando que soy…?! —Podía aguantar que me llamaran mala madre, a pesar de que no fuese cierto, pero no iba a permitir que me faltasen al respeto.

—Señorita, cálmese, por favor —me aplacó la jueza, pidiéndome que me volviera a sentar.

—Solo la estaba invitando a comer —se apresuró en contestar el médico.

—No es lo que parece en la imagen —refutó el abogado, que parecía estar pasándoselo en grande.

—Usted no estuvo allí.

—¿Mantiene alguna relación fuera del ámbito profesional con ella? —insistió él, acusante.

—¡Claro que no! —gritamos los dos a la vez.

—¿Tiene sentimientos por ella más allá de la preocupación por su hijo?

—¡Eso es una tontería! —Su respiración estaba agitada y se había levantado de la silla, sonrojado.

—Recuerde que ha jurado decir la verdad y solamente la verdad —mencionó el abogado con una mirada acusadora.

—¿Tiene sentimientos por ella? —repitió la jueza, mirándolo tan fijamente como yo. «Por favor, que diga que no…» me repetía a mí misma mentalmente, como si fuese una especie de mantramantra Repetición constante y monótona de una idea o una serie de ideas., mientras cerraba los ojos y esperaba el golpe.

—Estoy enamorado de ella. —¡Bum! Yo sabía que no me sacaba tantos años, que no estaba casado, pero me conoció siendo una niña, por lo que pensaba que lo seguía siendo para él. Sin embargo, ya no era la niña que llegó a su consulta aterrorizada porque su hijo tenía un chichón enorme, ya que se le había caído de las manos. Y él no ya no era el médico que me había juzgado por tener un bebé en brazos cuando yo era a la que tenían que cuidar. Con el paso del tiempo habíamos establecido una amistad ocasional que, en muchas ocasiones, me había ayudado a volver a la superficie cuando sentía que mi alrededor me ahogaba. Pero era tan solo eso, una amistad. O al menos eso había creído hasta entonces.



Cap. 5

El día antes de la tragedia, Peter y yo estábamos tirados sobre el césped del parque, solos por primera vez desde que Garfio había vuelto a nuestras vidas, intentando adivinar las criaturas que se escondían en las nubes.

—¡Mira, mamá, una sirena! —gritó emocionado señalando una nube que más bien parecía una croqueta. —¿En Nunca Jamás también hay sirenas, mamá?

—Claro que las hay, y también hay indios.

—¡Hala, qué guay, mamá! —Sus ojos brillaban tanto como las estrellas a las que les pedía un deseo cada noche.

—Si vivieras en Nunca Jamás, ¿qué te gustaría ser?

Se quedó dubitativodubitativo Que tiene o muestra duda. durante unos segundos hasta que llegó a la conclusión de que no podía decidirse.

—No lo sé, supongo que me gustaría ser Peter Pan. — Por alguna extraña razón que nunca entenderé, esa era la respuesta que esperaba escuchar desde lo más profundo de mi corazón.

—¿Y por qué seguirías siendo Peter Pan? —pregunté extrañada. Los niños solían soñar con ser piratas, indios o incluso niños perdidos, cualquier cosa que les permitiera escapar de la dura y cruel realidad en la que vivíamos.

—Porque si fuera cualquier otro niño no podría seguir siendo tu hijo. —Me había dejado callada, al igual que hacía siempre su padre, pero por una razón opuesta. Por un momento sentí que era una nube, que volaba ligera, sin preocupaciones, sin nada que me aferrase a la Tierra. A veces me sorprendía cómo el ancla que me mantenía viva podía hacerme volar.

—Yo seguiría siendo tu madre fuese quién fueses, Peter.

—¿Me lo prometes?

—Promesa del dedo meñique —le aseguré levantando mi dedo meñique.

—Promesa del dedo meñique. —Él me imitó y entrelazamos nuestros dedos.

Cerré los ojos, disfrutando del canto de los pájaros de fondo, del ruido de los timbres de las bicicletas que pasaban a nuestro lado, de la brisa que me acariciaba la cara y del calor de la mano de Peter, que todavía se aferraba a la mía.

—Yo no quiero crecer, mamá. El otro día aprendí que crecer significa olvidar, y yo no quiero olvidarme de ti nunca.

Yo tampoco quería que creciera, pero el tiempo cada vez pasaba más y más rápido. Ojalá hubiera podido realizar un conjuro para congelarnos en ese instante y preservarnos ahí para siempre, juntos y felices. Pero la realidad era que a mí ya no me quedaba polvo de hadas y el barco de los piratas cada vez estaba más cerca de la orilla. Pronto Peter descubriría que en realidad su padre era el rey de los piratas y yo no podría hacer nada para evitar que se viera tentado a ir en busca de tesoros junto a él. Cuando estamos muy cerca de algo o alguien, nos cuesta percatarnos de que el verdadero tesoro siempre ha estado delante de nosotros. Por eso, a veces solo necesitamos cerrar los ojos, como estaba haciendo yo justo en ese momento, para entender qué es lo que realmente anhelamos. Yo había encontrado mi tesoro hacía ya casi siete años, pero las hadas somos demasiado pequeñas para luchar contra el filo de una espada.

—¿Cómo te atreves a demandarme? —le inquirí, llena de rabia, al hombre parado frente a mí.

—No te he demandado, solo te he pedido la custodia de nuestro hijo.

—Es mi hijo y por tanto lo cuido yo y vive conmigo. ¿No te bastaba con pasar tiempo con él?

—Ver a mi hijo un par de días a la semana y con constante supervisión no es pasar tiempo con él. Ni siquiera me dejas llevarlo al parque y eso que está a cinco minutos de aquí.

—¿Por qué será? —exclamé con ironía.

—¿Qué piensas que voy a hacer con él? ¿Secuestrarlo? —No le contesté porque eso era justo lo que pensaba. Él sabía perfectamente por qué no podía estar a solas con Peter. Ya se lo había llevado del colegio en un par de ocasiones sin avisarme siquiera, ¿y pretendía que creyera que no iba a hacer lo mismo si iban juntos a los columpios

—Es mi hijo, no voy a hacerle daño. —En otra época de mi vida, en aquella en la que era más joven e ingenua, le hubiera creído. Sin embargo, fue él mismo quien me enseñó que nunca cumplimos lo que prometemos.

—Tampoco sería la primera vez… —susurré, siendo consciente de que aun así me oiría.

—Peter también es mi hijo. Si tu no me dejas ser su padre, será el juez quien decida qué es lo mejor para él.

—No podemos hacerle esto, es solo un niño. —Tenía la respiración agitada y sentía cómo mi cuerpo temblaba, como si fuese una gelatina.

—No puedes protegerlo de todo siempre. Ya es hora de que se convierta en un hombre.

Tenía razón. No podía proteger a Peter de todo ni de todos, pero al menos podía protegerlo de él, y haría cualquier cosa para conseguirlo. Desesperada y cerrando los ojos para disipar la imagen que acababa de volver a instalarse en mi mente, siempre acechándome, desabroché los botones de mi camisa lentamente. La dejé resbalar por mis hombros, sintiendo cómo el frío de la tela me ponía la piel de gallina. Estaba sudando frío y sentía como mis pezones se endurecían bajo el sujetador, no por excitación, sino por miedo. Tragué la bilisbilis Sentimiento de cólera, irritabilidad o antipatía. que me subía por la garganta debido al asco que sentía hacia mí misma en aquel momento y bajé la cremallera de mi falda muy lentamente. Mis músculos se negaban a creer lo que estaba haciendo otra vez. Cuando solamente dos piezas cubrieron mi vergüenza, abracé mi piel desnuda intentando que el calor de mi propio cuerpo calmara mi alma congelada. Sin embargo, nada funcionaba. Mi mente, jugándome una mala pasada, me hizo verme a mí misma a los dieciocho años, con el cuerpo y el alma expuestos. Y esa niña que había dejado atrás me miró también y no se reconoció, pues hacía mucho que había empezado a cubrir con capas y más capas de puro acero lo que yacía debajo de su esternón. Solo Peter, que era tan minúsculo como para colarse entre mis costillas y hacerme cosquillas desde dentro, era capaz de coger mi corazón, abrazarlo y hacer que volviera a latir. Debía protegerlo a toda costa, porque mi vida dependía de él más de lo que la suya dependía de mí. Así que me tragué los sentimientos negativos —el miedo, la vergüenza, la rabia, la impotencia, el arrepentimiento, la decepción, la angustia y otros con los que había estado soñando desde que él irrumpió en mi vida— y los digerí, porque él ya no era una pesadilla, sino que estaba justo delante de mí, mirándome con una mezcla entre asco y pena en el rostro. Descubriéndome el pecho, me quité las dos últimas piezas de tela que me protegían de los cañones de su mirada, y dejé que me atravesaran como lo hizo desde la primera vez que me vislumbró en su clase. Si debía ser un cadáver en vida cada vez que él estuviera presente, lo sería; y si tenía que volver a morir con tal de salvar a mi hijo de su padre, lo volvería a hacer todas las veces que hicieran falta.

—Tápate, me das asco —me ordenó haciendo una mueca al ver mis pechos caídos tras la lactancialactancia Período de la vida de las crías de los mamíferos durante el cual se alimentan básicamente de leche, especialmente de la que maman de su madre. la mirada lentamente, analizando cómo los huesos de la cadera se me clavaban en la piel debido a los kilos que echaba en falta. Cerró la puerta sin dedicarme un segundo más de su atención. Mi cuerpo no le interesaba desde hacía mucho, pero una vez más quería robarme el alma, y Garfio sabía perfectamente que mi alma le pertenecía a Peter.

—Señorita, ¿puede subir al estradoestrado Tarima sobre la que se pone la presidencia en un acto solemne. para hacerle un par de preguntas?



Cap. 4

No supe si denunciar al colegio por dejar que un completo desconocido se llevara a mi hijo, si llamar a la policía porque Peter había sido secuestrado por su propio padre, o si debía culparme a mí por haber salido media hora más tarde de clase. Sin encontrar a nadie más a quien maldecir, decidí volver a casa. Cuál fue mi sorpresa al llegar y encontrarme a los dos tirados en el sofá viendo una película de piratas.

—Hola, mamá. Papá me ha llevado a comer helado —me anunció Peter con una gran sonrisa, como si fuera lo más normal del mundo que ese desconocido que había salido de mis peores pesadillas estuviera entonces en nuestra casa.

—Hola, cariño. Estaba muy preocupada… —Me disponía a darle un gran abrazo a Peter, como hacía siempre que volvía a casa, pero Garfio se levantó y se interpuso entre nosotros.

—Peter, vete a tu cuarto. Una vez más era él quien daba las órdenes y los demás quienes obedecían.

—Pero… —Peter estaba a punto de protestar. No obstante, le dirigí una sonrisa alentadora que lo hizo guardar silencio y marcharse a su habitación.

—¿Qué haces aquí? —le espeté mostrándole cuánto me desagradaba su presencia.

—Hola a ti también. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te ha ido en estos seis años? —preguntó con su condescendencia y altanería características. —A mí bien, pero parece ser que a ti mejor. —Se inclinó hacia la puerta de la habitación que acababa de cerrarse para referirse a Peter. —Déjame hacerte solo una pregunta: ¿cuándo pensabas decírmelo? Y no se te ocurra decirme que no es mío porque ese pelo rojo es pura genética.

—Pensaba contártelo —mentí como una criminal condenada a cadena perpetua.

—Permíteme dudarlo—Fingía estar tranquilo, como siempre, pero la rabia iba manifestándose en su voz poco a poco.

—Lo iba a hacer, pero luego te fuiste de la universidad y no supe dónde encontrarte.

—Nunca hice el más mínimo esfuerzo por buscarlo. Que se marchase de la universidad fue mi única esperanza de que él nunca nos encontrara.

—No te hagas la tonta, sabes perfectamente que me echaron.

—¿Qué? —Fue la primera verdad que dije en toda la conversación.

—Ya sabes de lo que hablo. Pusiste una queja anónima diciendo una sarta de mentiras y, sorprendentemente, me echaron. No sé cómo alguien creyó a una estúpida como tú. —Parecía que su afición favorita volvía a ser minarminar Consumir o destruir lenta y gradualmente una cosa inmaterial, especialmente la salud, las fuerzas o la alegría. mi autoestima continuamente. Nunca entendí como alguien como él, que lo tenía todo, necesitaba humillar a otros para reafirmar su superioridad.

—No sé de qué me hablas—Era cierto. Yo no sabía quién habría puesto esa queja, aunque me imaginaba que había sido otra de las muchas alumnas de las que ese desalmado se había aprovechado.

—Realmente eres una mentirosa patológicapatológica Que constituye enfermedad o es síntoma de ella., ¿no? Ahora entiendo por qué nuestro hijo ha salido así.

—No te atrevas a hablar mal de mi hijo ­—mi voz se empezaba a elevar

—¿Sabes que nuestro hijo cree que lucho contra piratas? Seguro que también fuiste tú quién le contó esa mentira.

—¿Y qué querías que le contara? ¿Que su padre ni siquiera lo conocía? —Sería una mentirosa, pero todo lo había hecho por el bien de mi hijo. ¿Qué iba a saber él, que nunca se había preocupado por nadie más que por sí mismo?

—¡Le podrías haber contado que su madre no quería que su padre lo conociera! —Ya habían empezado los gritos. Por más que mi parte lógica supiera que tenía razón en lo que decía, nunca iba a arrepentirme de las decisiones que tomé para proteger a Peter.

—Tú no eres su padre. Por mucho que lleve tus genesgenes Un gen es la unidad física y funcional básica de la herencia. Los genes están formados por ADN., nunca lo serás.

—¿Y acaso tú eres una buena madre? ¿Eso te dices todas las noches para poder dormir con la conciencia tranquila? —Había tocado la tecla adecuada. Tenía el don de saber dónde me dolía más.

Mi mente quería gritar que sí, que era una buena madre, que si Peter era tan feliz había sido gracias a mí. Pero mi boca, que siempre me traicionaba y me volvía más débil, no se movió. Solo pude apretar los puños con impotencia y mirar al suelo, tragándome la rabia junto con las lágrimas.

—No te necesitamos —conseguí decir al fin. Mi voz temblaba casi tanto como mi cuerpo.

—¿Estás segura? ¿Cuánto lleva Peter usando esa camiseta que tiene más de cinco agujeros en el mismo lugar? —me acusó sin una pizca de compasión.

—Es su camiseta favorita —farfullé entre dientes.

—¿Realmente lo es? ¿O es lo que le has hecho creer porque no tienes ni un centavo para comprarle una nueva? —soltó una carcajada que se clavó como un puñal entre mis costillas. —¿Y qué me dices de su mochila del colegio? Su profesora me dijo que lleva usando la misma todo el curso, aunque se le ha roto varias veces. ¿Y a comida? Por tu aspecto puedo decir que no comes muy bien, y no creo que sea porque quieras adelgazar. Solo mírate, das pena.

Mis lágrimas mojaban la alfombra de nuestro salón y ya no podía hacer nada por ocultarlo. Tal vez no éramos la familia más rica, pero habíamos estado bien, ¿cierto?

—Pero ahora estoy aquí para solucionar todos vuestros problemas —Mostró una sonrisa amplia, enseñando todos y cada uno de sus dientes. Sin embargo, en lugar de tranquilizarme, ese gesto me aterrorizó aún más.

—No. No estarás en la vida de Peter —dije, tajantetajante Que no admite discusión o que corta cualquier posibilidad de réplica..

—No puedes impedirme que esté en la vida de mi hijo—Dio un paso hacia delante y me cogió de la mejilla con tal rapidez que no tuve tiempo de retroceder. Simplemente me quedé inmóvil, petrificadapetrificada Dejar inmóvil de asombro o de miedo., viendo como una vez más se imponía sobre mí.

—¿Mamá? —dijo una vocecilla a nuestras espaldas. Esa fue la señal que él necesitaba para alejar ese garfio que tanto daño me había hecho y me hacía de mi rostro, no sin antes acariciarme, gesto que hizo que un escalofrío recorriera mi espalda.

—Será mejor que te vayas —le dije aún quieta, sin siquiera molestarme en abrirle la puerta, pero agarrando a Peter de la mano para que no se fuera de mi lado.

—Mañana vendré a verte, campeón. —A pesar de que Peter veía a su padre con un poco más de recelo, en ese momento supe que no podría hacer nada para evitar la tormenta que se cernía sobre nuestro mundo.

—Solo una última pregunta… —Lo detuve una vez que hubo atravesado el umbralumbral Pieza empotrada, escalón o espacio que constituye la parte inferior de una puerta, contrapuesta al dintel. de la puerta, con Peter ya lejos de su alcance. —¿Cómo nos encontraste?

—El rector. —Fue lo único que salió de sus labios yo comprendí que había sido una nefastanefasta Que es extraordinariamente mala. idea llevar a Peter a la universidad. ¿Cómo podía haber sido tan tonta para creer que su presencia no seguía allí?


Cap. 3

Los niños perdidos son aquellos a los que sus madres dejaron de vigilar por un segundo, de modo que se cayeron del carrito y sus madres nunca pudieron recuperarlos. Son aquellos a los que sus madres no cuidaron lo suficiente, por lo que se escaparon al País de Nunca Jamás.

—¿El País de Nunca Jamás es donde está papá? —De repente esperanza inundaba su voz.

—Sí. Así que diles a tus compañeros que tu papá no puede cuidarte siempre porque está en el País de Nunca Jamás protegiendo a los niños perdidos de los piratas. Y diles que tú tienes la buena o mala suerte, dependiendo de cómo se mire, de que tu madre siempre tiene un ojo puesto en ti para que no te caigas del carrito y te conviertas en uno de ellos. Así que deben ser tus amigos. De lo contrario, si algún día ellos se convierten en niños perdidos y tu papá se entera, no los protegerá de los piratas, y estos los harán saltar por la borda.

—¿Y yo nunca fui un niño perdido, mamá? —Me dieron ganas de decirle que, si fuera por su padre, lo sería desde hacía ya mucho tiempo. Una vocecilla en mi cabeza me hizo querer admitir que, muchas veces, yo también me vi tentada a dejar que se convirtiera en uno. Pero la realidad es que nunca lo abandoné. Por mucho que yo me hubiera convertido en una niña perdida, demasiado tonta por haberse caído del carrito cuando se suponía que las niñas eran más listas, y demasiado ingenua para creer que su madre no la dejaría caer, yo nunca hubiese dejado que Peter se convirtiera en uno.

—¿Y crees que esta vez me creerán, mamá? —Había aparecido un tono de duda en su voz. Yo solo esperaba que no llegara el momento en el que mis historias no bastaran para convencerlo.

—Más les vale, o el mismísimo Garfio vendrá a buscarlos. No era muy correcto que mi hijo amenazara a sus compañeros, pero, al fin y al cabo, eran ellos los que habían empezado.

—¿Puedo hablar con usted? —me preguntó la maestra de Peter cuando llegamos media hora tarde esa mañana, con aquel característico tono suyo: muy agudo para ser tan adulta pero muy condescendiente para ser tan joven.

—Tengo un poco de prisa. Intenté excusarme viendo cómo mi reloj marcaba las nueve en punto de la mañana. Las clases habían empezado hacía una hora. Necesitaba una asistencia de, al menos, el cincuenta por ciento para poder graduarme, y ya tenía veintinueve faltas. La profesora solo levantó una ceja, inquisidora, por lo que asumí que las faltas ascenderían a treinta.

—¿Sabe usted que su hijo anda contando cuentos acerca de su padre? Está engañando a todos sus compañeros —La latente vena que se distinguía en su cuello parecía estar a punto de explotar.

—¿Está diciendo que mi hijo es un mentiroso? —la acusé, mientras me imaginaba lo bien que se vería una reclamación en su historial impolutoimpoluto Que está completamente limpio o no tiene ninguna mancha..

—No, yo no he dicho eso. Tan solo me preguntaba quién le habría metido esas ideas tan descabelladasdescabelladas Que va contra la razón, la prudencia o la sensatez. en la cabeza. Su pestañeo lento pretendía ser dulce. Sin embargo, su mirada se clavó en la mía como mil agujas. No estaba echándole la bronca a mi hijo, sino a mí.

—Entonces, ¿me está llamando mala madre? —solté sin tapujostapujos Reserva o disimulo con que se disfraza la verdad., escupiendo mi rabia en su rostro excesivamente maquillado.

—No, no, yo no he dicho eso, pero…

—Pero lo cree, ¿verdad? —Debía comportarme, pero estaba cansada de que la gente siempre se creyera con el derecho de opinar sobre mi vida. Ya no tenía dieciocho años, sino veinticuatro, y por mucho que no tuviera un título universitario como ella ni el sueldo suficiente para llenarme la cara de potingues que me taparan las ojeras, yo era la madre de Peter, y nadie sabía cómo criarlo mejor que yo.

—Bueno, los hechos apuntan a que…

—Así que los hechos, ¿eh? Dígame, ¿usted estuvo con Peter cuando le empezaron a salir los dientes y se pasaba toda la noche llorando de dolor? ¿Estuvo ahí, preparándole mordedoresmordedores Objeto de goma, caucho, etc., para que los bebés lo muerdan en período de dentición. fríos a las cuatro de la mañana para calmarle el dolor, y sujetándoselos con las manos congeladas y los ojos cerrado porque había pasado más de veinticuatro horas sin dormir?

—No, supongo que no…

—¿Y estuvo usted cuando dio sus primeros pasos, uno tras otro hasta que salió rodando por las escaleras antes de que le diera tiempo a sujetarlo? ¿Estuvo después, cuando el pediatra que la conocía desde hace años la acusó una vez más de haberlo tirado a propósito por las escaleras, aunque la realidad fuese que le estaba preparando el biberón a ver si por fin se iba a dormir y podía estudiar? —Parecía que por fin la había dejado sin palabras. —¿Y estuvo usted, cuando, como consecuencia de esa caída, se le cayó su primer diente y tuvo que hacer horas extras para que el ratoncito Pérez le trajera algo de dinero, sacrificándolo de su ración de comida? Dígame, ¡¿estuvo usted?! —Había levantado demasiado la voz, de modo que la gente se empezaba a aglomeraraglomerar Reunir o acumular un gran número de cosas o personas de forma desordenada. en el pasillo y todos los niños del aula me miraban.

—Yo… —Ni siquiera quería oír sus disculpas, serían tan falsas como ella.

—Peter, vámonos. Me asomé a la clase y lo llamé con una mano. Esa mañana, él no quería estar ahí, al igual que yo tampoco quería que estuviera. Los niños eran crueles, pero los adultos lo eran más, y todos sabían que yo seguía siendo una niña.

—¿Qué pasa, mamá? —Peter salió extrañado de la clase. Todos los ojos estaban clavados en nosotros. Sentía sus miradas prejuiciosas, pero cuando Peter y yo nos mirábamos sabíamos que el resto del mundo no existía.

—Hoy te vienes conmigo. Creo que así aprenderás más —le anuncié con una sonrisa mientras cogía su mochila. Su cara se iluminó poco a poco. Nunca sentí tanto alivio como en ese momento. Al menos lo tenía a él.

Sin mirar atrás lo cogí de la mano y tiré de él hacia la salida.

—Tú y yo contra el mundo, mamá —me consoló, sonriente, una vez fuera. Después, me apretó la mano con fuerza para borrar las lágrimas que había dejado salir por primera vez en seis años.

—Tú y yo en nuestro mundo, Peter —repetí soltando un sollozo.

—Pero bueno, ¿y quién es este niño tan mono? —soltaron mis compañeras al verme entrar con Peter en brazos a las diez de la mañana. —No me digas que es el famoso Peter Pan.

Sorpresa, Pan era mi apellido. ¿Por parte de madre o padre? Ninguno de los dos. Cuando mis padres me echaron de casa decidí que, si ellos nunca más serían mis padres, yo nunca más sería su hija, así que fui al registro y me cambié el apellido.

Peter no pudo evitar sonrojarse. Avergonzado por tantos elogios, se ocultó tras mis piernas. Estaba acostumbrado a los cumplidos de su madre, pero nunca había recibido tanta atención femenina.

—Sí, este es Peter. Hoy va a pasar el día con nosotros.

Se oyeron gritos de júbilo por toda la sala mientras las chicas cogían a Peter de la mano y lo sentaban junto a ellas. De repente sacaron un par de folios, desconozco de dónde, ya que ellas escribían en portátil, y yo le di sus lápices de colores para que se pusiera a dibujar.

—Mamá, ¿puedo dibujar a papá luchando contra los piratas?

Las que yo quería considerar mis amigas compartieron una cara de extrañeza y, después, me miraron. No quería su compasión, nosotros nos las apañábamosapañábamos Sinónimo de arreglábamos. bien. Ellas eran muy jóvenes para entender lo que era ser madre, y tenían una edad demasiado cercana a la mía para considerarme a mí una. Para ellas, traer a Peter ahí había sido un juego. Para mí, había sido el mayor riesgo que había cometido en mi vida. Tal vez sí que era una mala madre, pero ¿qué madre tenía que proteger a su hijo de su padre? Por suerte, él ya no estaba ahí, en esa universidad, y no podía llevarse a Peter de mi lado. Tal vez no he sido suficientemente sincera con ustedes. No es que Garfio no quisiera conocer a Peter, es que ni siquiera sabía que existía. Era yo quien no permitiría que lo conociera porque, si se enteraba de que Peter existía, igual que supo que una vez que las hadas lo hacían, acabaría matándolo también a él, y ya nunca volvería a ser un niño.

—Mamá, ¿puedo cambiar el dibujo de la nevera? —me preguntó Peter con el fin de sustituir la representación idealizada de nuestra familia por otra con las mismas cualidades artísticas, mejores que las mías, por cierto, pero actualizada. Este dibujo tenía algo nuevo.

—¿Por qué papá no es calvo, Peter? —le pregunté, curiosa al percatarme de la nueva apariencia del hombre de la imagen.

—Los piratas no pueden ser calvos, mamá —soltó, como si fuera lo más normal del mundo.

Yo quise creerlo, de verdad que quise, aunque ese cabello pelirrojo del dibujo despertara mis mayores pesadillas, demasiado reales para ser un sueño, pero demasiado terroríficas para aceptar que existían. Esos ojos suyos color selva me volvieran atrapar, mientras la voz de mi pasado me susurraba: «Eres muy madura para tu edad». Fue a la semana siguiente cuando Peter volvió con un dibujo nuevo en el que el hombre no vestía un traje de pirata, sino una camisa de cachemircachemir Tela estampada con dibujos en forma de lágrima que se prolonga y curva por la parte estrecha y cuyo interior está cuajado de pequeños motivos. que conocía demasiado bien, lo supe. Supe que Garfio había vuelto y que había conocido a Peter. Por eso, cuando fui a buscar a mi hijo una tarde y la profesora me dijo que su padre ya se lo había llevado, no me sorprendí.



Cap. 2

—Mamá, no quiero entrar —me rogó, poniendo la mirada de cachorrito que yo misma le había enseñado.

—Peter, hicimos un trato. Hoy irías por primera vez al cole. Así, mamá podría ir a estudiar a la universidad y, a cambio, los dos iríamos a por un helado cuando mamá te viniera a recoger por la tarde.

—¿Por qué no podemos ir a por el helado ahora?

—Porque tenemos muchísimo que aprender; tú en el cole, y mamá en la universidad —intenté animarlo con una sonrisa.

—Pero a mí no me gusta aprender. Es aburrido.

—No digas eso, ya verás que te encantará. Descubrirás muchas cosas interesantes y me las contarás todas al volver a casa. A mamá le encantaba estudiar, aunque últimamente no pueda hacerlo tanto como le gustaría. —Al decir lo último, tragué en seco, intentando disolver el enorme nudo que se acababa de asentar en mi garganta. —Además, podrás hacer muchos amigos.

—Pero tú ya eres mi amiga, mamá, mi mejor amiga.

—Tú también eres mi mejor amigo, cariño, pero necesitas más amigos. Amigos de tu edad, y no una adulta aburrida como yo que te obliga a comer verduras y a dormir temprano.

—Solo te necesito a ti, mamá. —«Ojalá siempre fuera así», pensé y quise detener el tiempo en ese instante. Probablemente Peter solo me lo decía porque no quería que lo dejara solo en el colegio, pero en ese momento me necesitaba, y yo a él lo necesitaba más aún.

—¿Sabes qué? Vamos a por ese helado.

Tal vez fuera la madre más irresponsable del mundo. Sabía que ya había prolongado demasiado tiempo el inicio de la escuela primaria para mi hijo, pero ni él estaba listo para que lo dejara, ni yo estaba lista para dejarlo. Ya tendría mucho tiempo para conocer otro mundo. Por ahora, solo existiría el nuestro.

—Mamá, ¿qué son las estrellas? —me preguntó Peter una noche en la que estábamos viendo el cielo a través de la ventana de su habitación. Ni siquiera sabía que conociera las estrellas, pues, al vivir en medio de la ciudad, no se veían muchas desde nuestra casa. Al parecer habíamos entrado en la etapa de las preguntas.

—Son bolas de gas que están a miles de kilómetros de distancia.

—Qué aburrido —me dijo rodando los ojos y sacando la lengua. —Dime la verdad, mamá, ¿qué son las estrellas?

—Las estrellas son… —Me llevé una mano a la barbilla, pensativa. ¿Qué se suponía que le debería decir? —Las estrellas son el hogar de las hadas.

—¿Y que son las hadas, mamá? —Su curiosidad iba en aumento, al igual que el tamaño de sus ojos.

—Las hadas son personas pequeñitas que pueden cumplir tus deseos gracias al polvo mágico.

—Hala… ¿Y pueden cumplir todo, pero todo lo que desee?

—Todo, todo, Peter, pero para ello tienes que creer en las hadas.

—¿Y tú crees en las hadas, mamá?

—¿Yo? —Esa pregunta me tomó desprevenida. De pequeña suponía que sí creído, a pesar de que el hada de los dientes nunca me trajo más de un euro. Pero hacía mucho que yo había dejado de ser una niña, exactamente desde que Peter llegó a mi vida. Debía ser sincera y contestarle que no, pero algo me impulsó a mentirle. —Sí, yo sí creo en las hadas.

—¿Y por qué crees en las hadas, mamá? —La etapa de los «por qué» era aún mejor que la de las preguntas.

—Porque un día le pedí a una tener un niño tan bueno como tú —En ese momento pensé que mentía, ya que nunca había querido ser madre. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que nunca en mi vida había sido más honesta.

—Mamá, ¿por qué yo no tengo papá? —me soltó un día sin previo aviso, como un arma sin silenciador, al salir del colegio.

—¿Quién te ha dicho que no tienes padre?

—En el colegio nos pidieron que dibujáramos a nuestra familia y mis amigos me preguntaron por qué no dibujaba a mi papá. ¿Por qué yo no tengo papá? —repitió jugando con sus dedos, tal y como hacía yo cuando me ponía nerviosa.

—Sí que tienes papá, cariño. —Me agaché a su altura y le acaricié la mejilla para que me mirara a los ojos. —Claro que tienes papá.

—Entonces, ¿por qué no está conmigo como los papás de mis amigos? ¿Dónde está? ¿No me quiere? —soltó todas las preguntas de sopetónsopetón Golpe fuerte y repentino dado con la mano., mientras sus ojos esmeralda se tornaban llorosos.

—Tu padre está muy ocupado, cariño.

—¿Haciendo qué? El padre de María es bombero. María dice que se pasa el día ocupado apagando incendios o bajando al gato de alguna anciana de un árbol, pero siempre viene a verla a las obras del cole.

—Tu papá está muy ocupado luchando contra los piratas.

Lo que mi hijo no sabría hasta un tiempo después—un tiempo que llegó antes de lo que yo hubiera deseado—, era que su padre luchaba contra otros pirata sí, pero porque él era el mismísimo Capitán Garfio.

Al día siguiente volvió de clase muy orgulloso con un dibujo en la mano y, sin ni siquiera dejar la mochila, corrió a colgarlo en la nevera.

—¡Mira, mamá, es nuestra familia! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja a la que le faltaban hasta los dientes. —Esta eres tú. —Señaló a una señora con un cuello muy largo y un pelo demasiado bonito para ser el mío. —Este soy yo. —Se había dibujado sin las paletas y con su camiseta preferida. Jamás se la quitaba, ni siquiera para lavarla. Estaba claro que era él. —Y este es papá. —Hinchándose de orgullo señaló al desconocido de la imagen. Estaba claro que no era su padre. El de verdad media casi dos metros, no era calvo y era tan guapo que asustaba. Tampoco tenía bigote. No sé quién le diría, como me explico después, que todos los padres tienen. sobre todo, ese hombre del dibujo daba mucho menos miedo y se parecía más a un padre que el que yo conocí. Me alegraba que no conociera a su padre y que la única idea que tuviera sobre él fuera ese hombre amable, encantador y cariñoso al que había dibujado.

—Mamá, hoy no quiero ir a clase.

—Ya hemos hablado de esto, Peter. Tienes que ir al cole para hacerte un niño más listo que yo y para que a mí no me manden a los Servicios Sociales por querer que seas tonto—Tal vez no debía decirle esas cosas a un niño, pero solo era una broma entre nosotros.

—Pero… —refunfuñó, cruzándose de brazos y haciendo un puchero.

—Ni peros, ni peras, he dicho que tienes que ir al cole. Cada vez me parecía más a mi propia madre. Por una parte, eso me aliviaba, ya que siempre había creído que ella había sido una buena madre. Exceptuando, claro está, cuando dejó de ser mi madre

Sin mediar palabra, el pequeño cogió la mochila y se fue a una esquina de la habitación. Una vez allí, se sentó en posición fetal contra la pared, dándome la espalda. En un principio creí que se trataba de una rabieta, pero, al acercarme, me percaté de que se había colocado así para que no lo viera llorar.

—Cariño, ¿ha pasado algo en el cole? —le susurré con voz dulce mientras lo abrazaba desde atrás, rezando por que no se percatarapercatara Advertir o darse cuenta [una persona] de algo que le había pasado inadvertido. de que me temblaban las manos al pensar que alguien podría haberle hecho daño.

—Es que ayer le pregunté a Marta por qué tiene dos papás… —Marta era su mejor amiga o, al menos, eso parecía, ya que siempre iban a jugar juntos al parque. —Y se enfadó conmigo. —Podía entender el enfado de la niña. Me imaginé cuántas veces le habrían preguntado por qué su familia era diferente, tantas veces como nos lo habían preguntado a nosotros. Nunca esperé que fuera precisamente mi hijo el que preguntaría eso que tanto temía oír. —Y…—Peter titubeó un momento— y me dijo que al menos ella tenía un papá. —¡Auch! Los niños pueden ser muy crueles. Seguro que Marta no midió el impacto de sus palabras. Solo quería protegerse de alguien que, sin quererlo, le había hecho daño.

—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté, intentado alejar de mi mente una vez más los recuerdos que tenía de su padre y, con ellos, las lágrimas que amenazaban con empañar mis ojos.

—Le dije que mi padre estaba venciendo a los piratas, justo como tú me contaste. —Tal vez, aquella mentira piadosa se me había ido de las manos. Sin embargo, prefería que soñara con piratas a que viviera pensando que su padre nunca lo quiso, al igual que nunca me quiso a mí.

—Pero ahora todos me llaman mentiroso se ríen de mí porque no tengo papá. Definitivamente, no me gustaban los niños, aparte de mi hijo, claro está. Sabía que esos niños lo perdonarían pronto. No obstante, ¿cómo iba a convencer yo a Peter de que, hasta entonces, debía tragarse las lágrimas? ¿Cómo le podía hacer entender que, aunque no siempre iba a ser suficiente, yo siempre estaría ahí para él, por muy solo u odiado que se sintiera? Solo tenía siete años y ya había tenido que experimentar el lado oscuro de la vida.

—Cuéntales la historia de los niños perdidos —solté sin siquiera pensarlo.

—¿Quiénes son los niños perdidos, mamá? —gimoteó mientras se giraba, dejándome ver al fin sus mejillas empapadas.



Cap. 1

Dicen que las hadas nacen cuando un niño ríe por primera vez, pero yo nací de las lágrimas de un niño que no quería crecer. Contradictorio, ¿cierto? Pues este solo es el inicio de una historia tan efímeraefímera Pasajera, de corta duración. como la infancia y tan eterna como la niñez. ¿Quieres escucharla? Solo tienes que mirar al cielo y seguir a la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el amanecer.

—Cariño, espira, inspira y cuenta hasta diez. Ya queda poco —me animó la matrona con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero que a mí me aterrorizaba.

—No estoy lista, no puedo hacerlo, no es el momento… —me excusé cerrando los ojos, negándome a aceptar la realidad a pesar de que el inminente dolor que me anunciaba que se avecinaba otra contracción.

—Sí puedes hacerlo, cielo. Es la hora, el día y el momento. No sé si tú estás lista, pero él lo está. Así que respira y empuja —insistió con la misma sonrisa de antes, pero esta vez con un tono tajantetajante Que no admite discusión o que corta cualquier posibilidad de réplica..

Chillé desgarrando mis cuerdas vocales mientras sentía que mi interior se rompía, solo para posteriormente reconstruirse con la salida de una masa de pelo rojo de un kilo y medio de mi cuerpo, gritando más fuerte que yo, anunciando su llegada. Ya estaba aquí. Peter estaba aquí y mi vida nunca más sería mía.

Dicen que cuando una madre mira a su hijo por primera vez a los ojos siente un amor tan puro que ni los mejores poetas podrían describirlo. Sin embargo, cuando miré esos pequeños ojos avellanadosavellanados Ojos color avellana. color selva, sentí terror, un terror tan grande que me paralizó y me impidió tomar a Peter en brazos cuando la matrona me lo acercó para que lo abrazara por primera vez.

—¡Enhorabuena, mamá! Acabas de tener un precioso niño pecoso.

Lo había hecho. Ese era mi hijo. Yo, otra niña de apenas dieciocho años que acababa de empezar la carrera, era su madre. Y a partir de ese momento seríamos él y yo contra el mundo, él y yo y nuestro mundo.

—Peter, duérmete, por favor. Mañana tengo un examen muy importante —le rogué al niño que tenía entre brazos y que llevaba media hora de reloj invirtiendo sus horas de sueño en robarme las mías.Sé que estás cansado; yo también lo estoy, así que solo cierra esos ojitos saltones y los dos podremos descansar.

La gente asegura que los bebés son fáciles de cuidar: solo necesitan que les des leche y les cambies el pañal aproximadamente cada hora (o cada media hora en el caso de Peter, ya que tenía un tránsito intestinaltránsito intestinal El término "tránsito intestinal" se refiere al proceso por el cual los alimentos y los líquidos son transportados a través del sistema digestivo. acelerado). Pero créanme cuando les digo que negociar con un bebé no es para nada fácil. Puede parecer sencillo, tú les das lo que quieren y ellos dejan de llorar. Sin embargo, no lo es. Nunca sabes lo que quieren, aunque creas saberlo. Ellos, no obstante, tienen el don de saber siempre lo que tú supones que ellos quieren, y hacen todo lo posible para demostrarte lo equivocada que estás. Si bien se dice que la adolescencia es la época en la que los hijos viven por y para llevarle la contraria a sus madres, yo estoy segura de que mi hijo nació con ese don en los genesgenes Un gen es la unidad física y funcional básica de la herencia. Los genes están formados por ADN.. Seguramente lo heredó de su padre.

—Peter, cariño, por favor… —sollocé con los ojos cerrados, agotada, sintiendo como mis brazos se volvían cada vez más débiles y él más pesado (en el sentido literal y figurado de la palabra).

Juro que mis ojos se cerraron solo un momento y juraré durante toda mi vida que no lo hice a propósito, aunque mi mente en ese momento se empeñara en llamarme mala madre. No sé exactamente qué ocurrió, pero Peter dejó de llorar y, cuando abrí los ojos, lo encontré sangrando en el suelo.

—¿Puede repetirme una vez más qué le ha sucedido a su hijo, niña? —insistía el médico de guardia que, además de verme cara de tonta, creía que era una mala mentirosa.

—Se cayó de la cuna mientras yo estaba durmiendo, señor.

Lo admito, no estuvo muy bien por mi parte mentir, pero ¿qué habrías hecho en mi situación? Era una madre soltera de dieciocho años con un niño de seis meses al que la ropa empezaba a quedarle pequeña porque el sueldo que ganaba su madre en la cafetería de la universidad era insuficiente para comprarle ropa nueva; que no podía pedirles ayuda a sus padres porque al ver el primer test con dos rayitas la echaron de casa; y que mucho menos podía llamar al padre de la criatura porque hacía mucho que se había ido a comprar tabaco. ¿Era una mala madre? Probablemente en ese momento lo era. Una niña nunca puede ser madre, ella lo sabía y todos a su alrededor también. Sí, era una niña que jugaba a ser madre, pero era una madre que quería a su hijo. Lo quería desde que lo oyó llorar por primera vez, aunque al verlo callado también por primera vez una pequeña parte perversa de su subconsciente sintiera alivio.

—El crío está bien, pero déjame darte un consejo… —El médico levantó la vista del informe y suspiró. Ya sabía lo que venía a continuación: otra charla paternalista de un desconocido que no había pasado nunca por mi situación, pero que debido a su superioridad moral se creía con el derecho de decirme cómo criar a mi hijo.

—Gracias, doctor —­lo corté antes de que pudiera empezar a hablar. —Tendré más cuidado con mi hijo la próxima vez. —Recalqué la palabra «mi» con demasiada intensidad, pero Peter era mío y eso nadie lo cambiaría.

El pediatra me dejó marcharme, consciente de que esa solo sería una de las muchas veces que nos veríamos.

Ya les he hablado de lo difícil que es hacer que un niño deje de llorar, pero ¿qué haces cuando la que no puede dejar de llorar eres tú? ¿Quién te manda callar cuando sollozas contra la almohada, mordiéndola con todas tus fuerzas para que tu hijo no se despierte, y rezas para quedarte dormida con el fin de volver a tu vida anterior, aunque solo sea en sueños? Lloras una noche tras otra, te despiertas con los ojos hinchados de tanto sollozar, y al verte en el espejo y no reconocerte, vuelves a querer ahogarte en lágrimas. Sin embargo, no puedes, porque tu hijo se acaba de despertar y el que empieza a llorar es él para que le des leche. Entonces, tú, que ni siquiera cenaste anoche, tienes que sacarte un pecho adolorido y sensible para que él se alimente y se sacie, a ver si así deja de gimotear. Y mientras sus pequeñas manos se aferran a ti, tú te preguntas cómo has acabado aquí, qué te ha llevado a esta situación, o quién fuiste para acabar así. Y te ves a ti misma hace tan solo unos meses que parecen muy lejanos, y lo ves a él, tu profesor de universidad, ofreciéndote unas clases privadas en su despacho. Y te vuelves a ver a ti, cada vez más diminuta y asustada, ante un hombre que te saca diez años, cuyo poder te impide decir que no con la mirada. Y los ves a los dos, en su despacho, con la ropa en el suelo, y con tu cadera sobre la mesa, y la suya sobre la tuya. Y ya no ves nada más, porque a partir de ese momento todo se vuelve borroso y no eres capaz de recordar qué te llevo hasta allí. ¿Querías realmente hacerlo? Los gritos del 8M resuenan en tu mente y la palabra «violación» aparece pintada en rojo en una señal de neón que anuncia peligro. Entonces recuerdas que nunca le dijiste que no querías, aunque tampoco le dijiste que sí. Pero ¿cómo no ibas a querer? Era un hombre atractivo, maduro, y lo que hicieron no fue desagradable. Si es así, ¿por qué sientes una opresión en el pecho al recordarlo? ¿Lo culpas a él por tener un hijo ahora?

¿O culpas a tu hijo por parecerse a él?

Y entonces tu hijo vuelve a llorar porque ya se cansó de comer, al igual que su padre se cansó de ti tras un par de polvos que tú no quisiste. Y vuelves a la realidad y él ya no está, solo está tu hijo. Y, aunque está llorando, de repente le sale una sonrisa al verte. Y mirándolo detenidamente te das cuenta de que él también se parece a ti

—M—a—m—á —enfaticé cada una de las letras por separado, abriendo la boca como un pez que intenta respirar fuera del agua, con la esperanza que el niño frente a mí me imitara. No obstante, él solo se ríe. —Venga, Peter, repite conmigo: M-a-m-á —insistí, recibiendo a cambio una pedorretapedorreta Sonido que se hace con la boca imitando el ruido de un pedo.. —¡Me rindo! A partir de ahora te llamaré Mudito ya que, al parecer, no quieres hablar. —Apagué la cámara que tenía en la mano y me dirigí a la cocina a buscar la comida del pequeño.

—M…a…. —empezó a balbucear Peter, pero yo me encontraba muy lejos para oírlo.

—Ya voy, cariño, no llores. Mamá te está preparando la comida.

—M…a…m —murmuró de nuevo. Y, aunque aún no llegaba a oírlo claramente, algo en mi interior me dijo que tenía que volver lo antes posible a la otra habitación.

—M…a…m…a —balbuceó más alto. En los segundos que mi cerebro tardó en comprender lo que mi hijo acababa de decir y que me demoré en llegar al salón, tan solo reinó el silencio en la casa.

—¿Qué acabas de decir? —le pregunté con la respiración agitada.

—M…a…m…a —repitió, intentando retener en su pequeña memoria el mayor tiempo posible la palabra que acababa de aprender: su primera palabra. Llevaba meses intentando enseñársela.

—¡Muy bien, cariño! ¡Sí, yo soy mamá! —le grité, eufórica, señalándome la mala suerte de que olvidé que tenía un vaso de zumo en la mano y de que todo su contenido acabó sobre mi ropa. Pero no me importaba, no me importaba nada. En ese momento solo importaba que yo era su madre y que Peter lo sabía, por fin lo sabía.