Sentía que la cabeza me daba vueltas, ¿o era la habitación la que estaba girando? Tuve la imperiosa necesidad de marcharme, así que me levanté de golpe, me quité la chaqueta de traje que llevaba puesta y la tiré al suelo. De repente hacía demasiado calor en la sala y sentía que no podía respirar. Varias personas me estaban hablando, pero era incapaz de oírlas, porque un estruendoso pitido se había instalado en mis oídos de manera permanente. Vi cómo la puerta del juzgado se abría para que pudiera entrar un miembro que había llegado tarde, y sin pensarlo corrí hacia allí, como si se tratara de una salida de emergencia. Por el camino, se me cayó uno de esos incómodos tacones que no me ponía hace años, pero que me había puesto para que me tomaran en serio. Al parecer seguía siendo demasiado joven para ser una buena madre, pero era demasiado adulta como para ser una mala madre. Una vez fuera, me encogí y apoyé mis brazos sobre mis rodillas, mientras abría la boca intentando respirar. Mi ritmo respiratorio era cada vez más frenético y desesperado, y sentía que me ahogaba. Un sudor frío me recorría la frente y se juntaba con las lágrimas que empezaban a estropear mis ojos maquillados, dejándome surcos negros por las mejillas. Una vez más él había conseguido poner las cartas a su favor y ni siquiera había necesitado defender su derecho como padre. Tan solo tuvo que hundirme a mí. Tenía la visión borrosa y ya no sabía si era por las lágrimas o porque realmente me estaba muriendo. ¿Cuántos minutos podía estar una persona sin respirar? Mi garganta subía y bajaba, y mi cuello se sentía cada vez más estrecho y rígido. Llevé una mano a mi pecho, intentando aplacar la gran masa que se había instalado en él, impidiéndole a mi corazón latir con normalidad. Sentía mi pulso acelerado, pero iba demasiado rápido como para mantenerme con vida. ¿Acaso estaba sufriendo un infarto? En mi familia había antecedentes de ataques al corazón, pero nunca pensé que me pasaría tan pronto. De repente recordé todo lo que había visto en las series sobre medicina que echaban en la televisión mientras Peter dormía. «Síndrome del corazón roto», lo llamaban. ¿Era eso lo que me estaba sucediendo? ¿Mi corazón no podía soportar la idea de no a ver a Peter nunca más? Era muy probable. No sabía lo que era perder a un hijo, pero si conocía el dolor de perder a una madre. Apostaría el poco dinero que tenía ahorrado a que el dolor que había sentido anteriormente, no se podría comparar con lo que sentiría si me alejaban de mi hijo. Él era mi vida y, si no estaba, ya yo no sería capaz de vivir. A pesar de que la angustia de aquel día me había impedido comer, tenía ganas de vomitar y el ácido me quemaba la garganta. Todo se estaba volviendo cada vez más oscuro y yo solo lamentaba que me iba a morir sin poder decirle a mi hijo por última vez que lo quería. ¿Qué pasaría cuando creciera sin su madre? ¿Realmente se olvidaría de mí? ¿Si yo no estaba, quién le iba a enseñar que siempre puede ser un niño?
—Estás teniendo un ataque de ansiedad —me dijo una voz conocida, apoyando su mano en la parte alta de la espalda, para darme el apoyo que necesitaba para no caerme de rodillas. —Respira, no te vas a morir. —¿Él qué sabía? ¿Cómo no me iba a morir si estaba a punto de perder a mi hijo?
—¿Por qué no me lo dijiste? Se suponía que éramos amigos. —Fue lo único que conseguí articular, mientras me apartaba de su lado, aunque eso significase caerme por mi propia inestabilidad.
—Yo no sabía cómo decírtelo —admitió evitando mi mirada.
—¿Desde hace cuánto? —Me miró, y un mar de pena y tristeza se mezclaron en sus ojos. Sentí la necesidad de abrazarlo, pero el enfado y el miedo del momento me lo impidieron.
—¿Desde hace cuánto? —repetí con la voz quebrada por el llanto.
—Desde hace tres años. —Sus palabras fueron como una colisión frontal imposible de evitar. Parpadeé rápidamente, sin poder creérmelo y me llevé una mano a la cabeza, sintiendo que me desvanecía. —¡No, no te acerques! —le grité al ver cómo se dirigía hacia mí para agarrarme. —Ya has hecho suficiente por hoy. —Sin decir nada, le volví a dar la espalda y me dirigí hacia el baño, intentando tener un paso firme. Sin ni siquiera comprobar si era el de señoras, solté todo lo que tenía dentro. Finalmente, conseguí vomitar.
—¿Tiene algo que decir antes de que demos nuestro veredicto, señorita? —me preguntó la jueza, dándome una última oportunidad. Me había lavado la cara y me había vuelto a poner el maldito tacón que había dejado atrás, pero ni todo el maquillaje del mundo habría sido capaz de ocultar mi palidez, mis ojos hinchados y el temblor de mi cuerpo.