Dicen que las hadas nacen cuando un niño ríe por primera vez, pero yo nací de las lágrimas de un niño que no quería crecer. Contradictorio, ¿cierto? Pues este solo es el inicio de una historia tan efímeraefímera Pasajera, de corta duración. como la infancia y tan eterna como la niñez. ¿Quieres escucharla? Solo tienes que mirar al cielo y seguir a la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el amanecer.
—Cariño, espira, inspira y cuenta hasta diez. Ya queda poco —me animó la matrona con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero que a mí me aterrorizaba.
—No estoy lista, no puedo hacerlo, no es el momento… —me excusé cerrando los ojos, negándome a aceptar la realidad a pesar de que el inminente dolor que me anunciaba que se avecinaba otra contracción.
—Sí puedes hacerlo, cielo. Es la hora, el día y el momento. No sé si tú estás lista, pero él lo está. Así que respira y empuja —insistió con la misma sonrisa de antes, pero esta vez con un tono tajantetajante Que no admite discusión o que corta cualquier posibilidad de réplica..
Chillé desgarrando mis cuerdas vocales mientras sentía que mi interior se rompía, solo para posteriormente reconstruirse con la salida de una masa de pelo rojo de un kilo y medio de mi cuerpo, gritando más fuerte que yo, anunciando su llegada. Ya estaba aquí. Peter estaba aquí y mi vida nunca más sería mía.
Dicen que cuando una madre mira a su hijo por primera vez a los ojos siente un amor tan puro que ni los mejores poetas podrían describirlo. Sin embargo, cuando miré esos pequeños ojos avellanadosavellanados Ojos color avellana. color selva, sentí terror, un terror tan grande que me paralizó y me impidió tomar a Peter en brazos cuando la matrona me lo acercó para que lo abrazara por primera vez.
—¡Enhorabuena, mamá! Acabas de tener un precioso niño pecoso.
Lo había hecho. Ese era mi hijo. Yo, otra niña de apenas dieciocho años que acababa de empezar la carrera, era su madre. Y a partir de ese momento seríamos él y yo contra el mundo, él y yo y nuestro mundo.
—Peter, duérmete, por favor. Mañana tengo un examen muy importante —le rogué al niño que tenía entre brazos y que llevaba media hora de reloj invirtiendo sus horas de sueño en robarme las mías.Sé que estás cansado; yo también lo estoy, así que solo cierra esos ojitos saltones y los dos podremos descansar.
La gente asegura que los bebés son fáciles de cuidar: solo necesitan que les des leche y les cambies el pañal aproximadamente cada hora (o cada media hora en el caso de Peter, ya que tenía un tránsito intestinaltránsito intestinal El término "tránsito intestinal" se refiere al proceso por el cual los alimentos y los líquidos son transportados a través del sistema digestivo. acelerado). Pero créanme cuando les digo que negociar con un bebé no es para nada fácil. Puede parecer sencillo, tú les das lo que quieren y ellos dejan de llorar. Sin embargo, no lo es. Nunca sabes lo que quieren, aunque creas saberlo. Ellos, no obstante, tienen el don de saber siempre lo que tú supones que ellos quieren, y hacen todo lo posible para demostrarte lo equivocada que estás. Si bien se dice que la adolescencia es la época en la que los hijos viven por y para llevarle la contraria a sus madres, yo estoy segura de que mi hijo nació con ese don en los genesgenes Un gen es la unidad física y funcional básica de la herencia. Los genes están formados por ADN.. Seguramente lo heredó de su padre.
—Peter, cariño, por favor… —sollocé con los ojos cerrados, agotada, sintiendo como mis brazos se volvían cada vez más débiles y él más pesado (en el sentido literal y figurado de la palabra).
Juro que mis ojos se cerraron solo un momento y juraré durante toda mi vida que no lo hice a propósito, aunque mi mente en ese momento se empeñara en llamarme mala madre. No sé exactamente qué ocurrió, pero Peter dejó de llorar y, cuando abrí los ojos, lo encontré sangrando en el suelo.
—¿Puede repetirme una vez más qué le ha sucedido a su hijo, niña? —insistía el médico de guardia que, además de verme cara de tonta, creía que era una mala mentirosa.
—Se cayó de la cuna mientras yo estaba durmiendo, señor.
Lo admito, no estuvo muy bien por mi parte mentir, pero ¿qué habrías hecho en mi situación? Era una madre soltera de dieciocho años con un niño de seis meses al que la ropa empezaba a quedarle pequeña porque el sueldo que ganaba su madre en la cafetería de la universidad era insuficiente para comprarle ropa nueva; que no podía pedirles ayuda a sus padres porque al ver el primer test con dos rayitas la echaron de casa; y que mucho menos podía llamar al padre de la criatura porque hacía mucho que se había ido a comprar tabaco. ¿Era una mala madre? Probablemente en ese momento lo era. Una niña nunca puede ser madre, ella lo sabía y todos a su alrededor también. Sí, era una niña que jugaba a ser madre, pero era una madre que quería a su hijo. Lo quería desde que lo oyó llorar por primera vez, aunque al verlo callado también por primera vez una pequeña parte perversa de su subconsciente sintiera alivio.
—El crío está bien, pero déjame darte un consejo… —El médico levantó la vista del informe y suspiró. Ya sabía lo que venía a continuación: otra charla paternalista de un desconocido que no había pasado nunca por mi situación, pero que debido a su superioridad moral se creía con el derecho de decirme cómo criar a mi hijo.
—Gracias, doctor —lo corté antes de que pudiera empezar a hablar. —Tendré más cuidado con mi hijo la próxima vez. —Recalqué la palabra «mi» con demasiada intensidad, pero Peter era mío y eso nadie lo cambiaría.
El pediatra me dejó marcharme, consciente de que esa solo sería una de las muchas veces que nos veríamos.
Ya les he hablado de lo difícil que es hacer que un niño deje de llorar, pero ¿qué haces cuando la que no puede dejar de llorar eres tú? ¿Quién te manda callar cuando sollozas contra la almohada, mordiéndola con todas tus fuerzas para que tu hijo no se despierte, y rezas para quedarte dormida con el fin de volver a tu vida anterior, aunque solo sea en sueños? Lloras una noche tras otra, te despiertas con los ojos hinchados de tanto sollozar, y al verte en el espejo y no reconocerte, vuelves a querer ahogarte en lágrimas. Sin embargo, no puedes, porque tu hijo se acaba de despertar y el que empieza a llorar es él para que le des leche. Entonces, tú, que ni siquiera cenaste anoche, tienes que sacarte un pecho adolorido y sensible para que él se alimente y se sacie, a ver si así deja de gimotear. Y mientras sus pequeñas manos se aferran a ti, tú te preguntas cómo has acabado aquí, qué te ha llevado a esta situación, o quién fuiste para acabar así. Y te ves a ti misma hace tan solo unos meses que parecen muy lejanos, y lo ves a él, tu profesor de universidad, ofreciéndote unas clases privadas en su despacho. Y te vuelves a ver a ti, cada vez más diminuta y asustada, ante un hombre que te saca diez años, cuyo poder te impide decir que no con la mirada. Y los ves a los dos, en su despacho, con la ropa en el suelo, y con tu cadera sobre la mesa, y la suya sobre la tuya. Y ya no ves nada más, porque a partir de ese momento todo se vuelve borroso y no eres capaz de recordar qué te llevo hasta allí. ¿Querías realmente hacerlo? Los gritos del 8M resuenan en tu mente y la palabra «violación» aparece pintada en rojo en una señal de neón que anuncia peligro. Entonces recuerdas que nunca le dijiste que no querías, aunque tampoco le dijiste que sí. Pero ¿cómo no ibas a querer? Era un hombre atractivo, maduro, y lo que hicieron no fue desagradable. Si es así, ¿por qué sientes una opresión en el pecho al recordarlo? ¿Lo culpas a él por tener un hijo ahora?
¿O culpas a tu hijo por parecerse a él?
Y entonces tu hijo vuelve a llorar porque ya se cansó de comer, al igual que su padre se cansó de ti tras un par de polvos que tú no quisiste. Y vuelves a la realidad y él ya no está, solo está tu hijo. Y, aunque está llorando, de repente le sale una sonrisa al verte. Y mirándolo detenidamente te das cuenta de que él también se parece a ti
—M—a—m—á —enfaticé cada una de las letras por separado, abriendo la boca como un pez que intenta respirar fuera del agua, con la esperanza que el niño frente a mí me imitara. No obstante, él solo se ríe. —Venga, Peter, repite conmigo: M-a-m-á —insistí, recibiendo a cambio una pedorretapedorreta Sonido que se hace con la boca imitando el ruido de un pedo.. —¡Me rindo! A partir de ahora te llamaré Mudito ya que, al parecer, no quieres hablar. —Apagué la cámara que tenía en la mano y me dirigí a la cocina a buscar la comida del pequeño.
—M…a…. —empezó a balbucear Peter, pero yo me encontraba muy lejos para oírlo.
—Ya voy, cariño, no llores. Mamá te está preparando la comida.
—M…a…m —murmuró de nuevo. Y, aunque aún no llegaba a oírlo claramente, algo en mi interior me dijo que tenía que volver lo antes posible a la otra habitación.
—M…a…m…a —balbuceó más alto. En los segundos que mi cerebro tardó en comprender lo que mi hijo acababa de decir y que me demoré en llegar al salón, tan solo reinó el silencio en la casa.
—¿Qué acabas de decir? —le pregunté con la respiración agitada.
—M…a…m…a —repitió, intentando retener en su pequeña memoria el mayor tiempo posible la palabra que acababa de aprender: su primera palabra. Llevaba meses intentando enseñársela.
—¡Muy bien, cariño! ¡Sí, yo soy mamá! —le grité, eufórica, señalándome la mala suerte de que olvidé que tenía un vaso de zumo en la mano y de que todo su contenido acabó sobre mi ropa. Pero no me importaba, no me importaba nada. En ese momento solo importaba que yo era su madre y que Peter lo sabía, por fin lo sabía.