—Mamá, no quiero entrar —me rogó, poniendo la mirada de cachorrito que yo misma le había enseñado.
—Peter, hicimos un trato. Hoy irías por primera vez al cole. Así, mamá podría ir a estudiar a la universidad y, a cambio, los dos iríamos a por un helado cuando mamá te viniera a recoger por la tarde.
—¿Por qué no podemos ir a por el helado ahora?
—Porque tenemos muchísimo que aprender; tú en el cole, y mamá en la universidad —intenté animarlo con una sonrisa.
—Pero a mí no me gusta aprender. Es aburrido.
—No digas eso, ya verás que te encantará. Descubrirás muchas cosas interesantes y me las contarás todas al volver a casa. A mamá le encantaba estudiar, aunque últimamente no pueda hacerlo tanto como le gustaría. —Al decir lo último, tragué en seco, intentando disolver el enorme nudo que se acababa de asentar en mi garganta. —Además, podrás hacer muchos amigos.
—Pero tú ya eres mi amiga, mamá, mi mejor amiga.
—Tú también eres mi mejor amigo, cariño, pero necesitas más amigos. Amigos de tu edad, y no una adulta aburrida como yo que te obliga a comer verduras y a dormir temprano.
—Solo te necesito a ti, mamá. —«Ojalá siempre fuera así», pensé y quise detener el tiempo en ese instante. Probablemente Peter solo me lo decía porque no quería que lo dejara solo en el colegio, pero en ese momento me necesitaba, y yo a él lo necesitaba más aún.
—¿Sabes qué? Vamos a por ese helado.
Tal vez fuera la madre más irresponsable del mundo. Sabía que ya había prolongado demasiado tiempo el inicio de la escuela primaria para mi hijo, pero ni él estaba listo para que lo dejara, ni yo estaba lista para dejarlo. Ya tendría mucho tiempo para conocer otro mundo. Por ahora, solo existiría el nuestro.
—Mamá, ¿qué son las estrellas? —me preguntó Peter una noche en la que estábamos viendo el cielo a través de la ventana de su habitación. Ni siquiera sabía que conociera las estrellas, pues, al vivir en medio de la ciudad, no se veían muchas desde nuestra casa. Al parecer habíamos entrado en la etapa de las preguntas.
—Son bolas de gas que están a miles de kilómetros de distancia.
—Qué aburrido —me dijo rodando los ojos y sacando la lengua. —Dime la verdad, mamá, ¿qué son las estrellas?
—Las estrellas son… —Me llevé una mano a la barbilla, pensativa. ¿Qué se suponía que le debería decir? —Las estrellas son el hogar de las hadas.
—¿Y que son las hadas, mamá? —Su curiosidad iba en aumento, al igual que el tamaño de sus ojos.
—Las hadas son personas pequeñitas que pueden cumplir tus deseos gracias al polvo mágico.
—Hala… ¿Y pueden cumplir todo, pero todo lo que desee?
—Todo, todo, Peter, pero para ello tienes que creer en las hadas.
—¿Y tú crees en las hadas, mamá?
—¿Yo? —Esa pregunta me tomó desprevenida. De pequeña suponía que sí creído, a pesar de que el hada de los dientes nunca me trajo más de un euro. Pero hacía mucho que yo había dejado de ser una niña, exactamente desde que Peter llegó a mi vida. Debía ser sincera y contestarle que no, pero algo me impulsó a mentirle. —Sí, yo sí creo en las hadas.
—¿Y por qué crees en las hadas, mamá? —La etapa de los «por qué» era aún mejor que la de las preguntas.
—Porque un día le pedí a una tener un niño tan bueno como tú —En ese momento pensé que mentía, ya que nunca había querido ser madre. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que nunca en mi vida había sido más honesta.
—Mamá, ¿por qué yo no tengo papá? —me soltó un día sin previo aviso, como un arma sin silenciador, al salir del colegio.
—¿Quién te ha dicho que no tienes padre?
—En el colegio nos pidieron que dibujáramos a nuestra familia y mis amigos me preguntaron por qué no dibujaba a mi papá. ¿Por qué yo no tengo papá? —repitió jugando con sus dedos, tal y como hacía yo cuando me ponía nerviosa.
—Sí que tienes papá, cariño. —Me agaché a su altura y le acaricié la mejilla para que me mirara a los ojos. —Claro que tienes papá.
—Entonces, ¿por qué no está conmigo como los papás de mis amigos? ¿Dónde está? ¿No me quiere? —soltó todas las preguntas de sopetónsopetón Golpe fuerte y repentino dado con la mano., mientras sus ojos esmeralda se tornaban llorosos.
—Tu padre está muy ocupado, cariño.
—¿Haciendo qué? El padre de María es bombero. María dice que se pasa el día ocupado apagando incendios o bajando al gato de alguna anciana de un árbol, pero siempre viene a verla a las obras del cole.
—Tu papá está muy ocupado luchando contra los piratas.
Lo que mi hijo no sabría hasta un tiempo después—un tiempo que llegó antes de lo que yo hubiera deseado—, era que su padre luchaba contra otros pirata sí, pero porque él era el mismísimo Capitán Garfio.
Al día siguiente volvió de clase muy orgulloso con un dibujo en la mano y, sin ni siquiera dejar la mochila, corrió a colgarlo en la nevera.
—¡Mira, mamá, es nuestra familia! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja a la que le faltaban hasta los dientes. —Esta eres tú. —Señaló a una señora con un cuello muy largo y un pelo demasiado bonito para ser el mío. —Este soy yo. —Se había dibujado sin las paletas y con su camiseta preferida. Jamás se la quitaba, ni siquiera para lavarla. Estaba claro que era él. —Y este es papá. —Hinchándose de orgullo señaló al desconocido de la imagen. Estaba claro que no era su padre. El de verdad media casi dos metros, no era calvo y era tan guapo que asustaba. Tampoco tenía bigote. No sé quién le diría, como me explico después, que todos los padres tienen. sobre todo, ese hombre del dibujo daba mucho menos miedo y se parecía más a un padre que el que yo conocí. Me alegraba que no conociera a su padre y que la única idea que tuviera sobre él fuera ese hombre amable, encantador y cariñoso al que había dibujado.
—Mamá, hoy no quiero ir a clase.
—Ya hemos hablado de esto, Peter. Tienes que ir al cole para hacerte un niño más listo que yo y para que a mí no me manden a los Servicios Sociales por querer que seas tonto—Tal vez no debía decirle esas cosas a un niño, pero solo era una broma entre nosotros.
—Pero… —refunfuñó, cruzándose de brazos y haciendo un puchero.
—Ni peros, ni peras, he dicho que tienes que ir al cole. Cada vez me parecía más a mi propia madre. Por una parte, eso me aliviaba, ya que siempre había creído que ella había sido una buena madre. Exceptuando, claro está, cuando dejó de ser mi madre
Sin mediar palabra, el pequeño cogió la mochila y se fue a una esquina de la habitación. Una vez allí, se sentó en posición fetal contra la pared, dándome la espalda. En un principio creí que se trataba de una rabieta, pero, al acercarme, me percaté de que se había colocado así para que no lo viera llorar.
—Cariño, ¿ha pasado algo en el cole? —le susurré con voz dulce mientras lo abrazaba desde atrás, rezando por que no se percatarapercatara Advertir o darse cuenta [una persona] de algo que le había pasado inadvertido. de que me temblaban las manos al pensar que alguien podría haberle hecho daño.
—Es que ayer le pregunté a Marta por qué tiene dos papás… —Marta era su mejor amiga o, al menos, eso parecía, ya que siempre iban a jugar juntos al parque. —Y se enfadó conmigo. —Podía entender el enfado de la niña. Me imaginé cuántas veces le habrían preguntado por qué su familia era diferente, tantas veces como nos lo habían preguntado a nosotros. Nunca esperé que fuera precisamente mi hijo el que preguntaría eso que tanto temía oír. —Y…—Peter titubeó un momento— y me dijo que al menos ella tenía un papá. —¡Auch! Los niños pueden ser muy crueles. Seguro que Marta no midió el impacto de sus palabras. Solo quería protegerse de alguien que, sin quererlo, le había hecho daño.
—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté, intentado alejar de mi mente una vez más los recuerdos que tenía de su padre y, con ellos, las lágrimas que amenazaban con empañar mis ojos.
—Le dije que mi padre estaba venciendo a los piratas, justo como tú me contaste. —Tal vez, aquella mentira piadosa se me había ido de las manos. Sin embargo, prefería que soñara con piratas a que viviera pensando que su padre nunca lo quiso, al igual que nunca me quiso a mí.
—Pero ahora todos me llaman mentiroso se ríen de mí porque no tengo papá. Definitivamente, no me gustaban los niños, aparte de mi hijo, claro está. Sabía que esos niños lo perdonarían pronto. No obstante, ¿cómo iba a convencer yo a Peter de que, hasta entonces, debía tragarse las lágrimas? ¿Cómo le podía hacer entender que, aunque no siempre iba a ser suficiente, yo siempre estaría ahí para él, por muy solo u odiado que se sintiera? Solo tenía siete años y ya había tenido que experimentar el lado oscuro de la vida.
—Cuéntales la historia de los niños perdidos —solté sin siquiera pensarlo.
—¿Quiénes son los niños perdidos, mamá? —gimoteó mientras se giraba, dejándome ver al fin sus mejillas empapadas.