Cap. 3

Los niños perdidos son aquellos a los que sus madres dejaron de vigilar por un segundo, de modo que se cayeron del carrito y sus madres nunca pudieron recuperarlos. Son aquellos a los que sus madres no cuidaron lo suficiente, por lo que se escaparon al País de Nunca Jamás.

—¿El País de Nunca Jamás es donde está papá? —De repente esperanza inundaba su voz.

—Sí. Así que diles a tus compañeros que tu papá no puede cuidarte siempre porque está en el País de Nunca Jamás protegiendo a los niños perdidos de los piratas. Y diles que tú tienes la buena o mala suerte, dependiendo de cómo se mire, de que tu madre siempre tiene un ojo puesto en ti para que no te caigas del carrito y te conviertas en uno de ellos. Así que deben ser tus amigos. De lo contrario, si algún día ellos se convierten en niños perdidos y tu papá se entera, no los protegerá de los piratas, y estos los harán saltar por la borda.

—¿Y yo nunca fui un niño perdido, mamá? —Me dieron ganas de decirle que, si fuera por su padre, lo sería desde hacía ya mucho tiempo. Una vocecilla en mi cabeza me hizo querer admitir que, muchas veces, yo también me vi tentada a dejar que se convirtiera en uno. Pero la realidad es que nunca lo abandoné. Por mucho que yo me hubiera convertido en una niña perdida, demasiado tonta por haberse caído del carrito cuando se suponía que las niñas eran más listas, y demasiado ingenua para creer que su madre no la dejaría caer, yo nunca hubiese dejado que Peter se convirtiera en uno.

—¿Y crees que esta vez me creerán, mamá? —Había aparecido un tono de duda en su voz. Yo solo esperaba que no llegara el momento en el que mis historias no bastaran para convencerlo.

—Más les vale, o el mismísimo Garfio vendrá a buscarlos. No era muy correcto que mi hijo amenazara a sus compañeros, pero, al fin y al cabo, eran ellos los que habían empezado.

—¿Puedo hablar con usted? —me preguntó la maestra de Peter cuando llegamos media hora tarde esa mañana, con aquel característico tono suyo: muy agudo para ser tan adulta pero muy condescendiente para ser tan joven.

—Tengo un poco de prisa. Intenté excusarme viendo cómo mi reloj marcaba las nueve en punto de la mañana. Las clases habían empezado hacía una hora. Necesitaba una asistencia de, al menos, el cincuenta por ciento para poder graduarme, y ya tenía veintinueve faltas. La profesora solo levantó una ceja, inquisidora, por lo que asumí que las faltas ascenderían a treinta.

—¿Sabe usted que su hijo anda contando cuentos acerca de su padre? Está engañando a todos sus compañeros —La latente vena que se distinguía en su cuello parecía estar a punto de explotar.

—¿Está diciendo que mi hijo es un mentiroso? —la acusé, mientras me imaginaba lo bien que se vería una reclamación en su historial impolutoimpoluto Que está completamente limpio o no tiene ninguna mancha..

—No, yo no he dicho eso. Tan solo me preguntaba quién le habría metido esas ideas tan descabelladasdescabelladas Que va contra la razón, la prudencia o la sensatez. en la cabeza. Su pestañeo lento pretendía ser dulce. Sin embargo, su mirada se clavó en la mía como mil agujas. No estaba echándole la bronca a mi hijo, sino a mí.

—Entonces, ¿me está llamando mala madre? —solté sin tapujostapujos Reserva o disimulo con que se disfraza la verdad., escupiendo mi rabia en su rostro excesivamente maquillado.

—No, no, yo no he dicho eso, pero…

—Pero lo cree, ¿verdad? —Debía comportarme, pero estaba cansada de que la gente siempre se creyera con el derecho de opinar sobre mi vida. Ya no tenía dieciocho años, sino veinticuatro, y por mucho que no tuviera un título universitario como ella ni el sueldo suficiente para llenarme la cara de potingues que me taparan las ojeras, yo era la madre de Peter, y nadie sabía cómo criarlo mejor que yo.

—Bueno, los hechos apuntan a que…

—Así que los hechos, ¿eh? Dígame, ¿usted estuvo con Peter cuando le empezaron a salir los dientes y se pasaba toda la noche llorando de dolor? ¿Estuvo ahí, preparándole mordedoresmordedores Objeto de goma, caucho, etc., para que los bebés lo muerdan en período de dentición. fríos a las cuatro de la mañana para calmarle el dolor, y sujetándoselos con las manos congeladas y los ojos cerrado porque había pasado más de veinticuatro horas sin dormir?

—No, supongo que no…

—¿Y estuvo usted cuando dio sus primeros pasos, uno tras otro hasta que salió rodando por las escaleras antes de que le diera tiempo a sujetarlo? ¿Estuvo después, cuando el pediatra que la conocía desde hace años la acusó una vez más de haberlo tirado a propósito por las escaleras, aunque la realidad fuese que le estaba preparando el biberón a ver si por fin se iba a dormir y podía estudiar? —Parecía que por fin la había dejado sin palabras. —¿Y estuvo usted, cuando, como consecuencia de esa caída, se le cayó su primer diente y tuvo que hacer horas extras para que el ratoncito Pérez le trajera algo de dinero, sacrificándolo de su ración de comida? Dígame, ¡¿estuvo usted?! —Había levantado demasiado la voz, de modo que la gente se empezaba a aglomeraraglomerar Reunir o acumular un gran número de cosas o personas de forma desordenada. en el pasillo y todos los niños del aula me miraban.

—Yo… —Ni siquiera quería oír sus disculpas, serían tan falsas como ella.

—Peter, vámonos. Me asomé a la clase y lo llamé con una mano. Esa mañana, él no quería estar ahí, al igual que yo tampoco quería que estuviera. Los niños eran crueles, pero los adultos lo eran más, y todos sabían que yo seguía siendo una niña.

—¿Qué pasa, mamá? —Peter salió extrañado de la clase. Todos los ojos estaban clavados en nosotros. Sentía sus miradas prejuiciosas, pero cuando Peter y yo nos mirábamos sabíamos que el resto del mundo no existía.

—Hoy te vienes conmigo. Creo que así aprenderás más —le anuncié con una sonrisa mientras cogía su mochila. Su cara se iluminó poco a poco. Nunca sentí tanto alivio como en ese momento. Al menos lo tenía a él.

Sin mirar atrás lo cogí de la mano y tiré de él hacia la salida.

—Tú y yo contra el mundo, mamá —me consoló, sonriente, una vez fuera. Después, me apretó la mano con fuerza para borrar las lágrimas que había dejado salir por primera vez en seis años.

—Tú y yo en nuestro mundo, Peter —repetí soltando un sollozo.

—Pero bueno, ¿y quién es este niño tan mono? —soltaron mis compañeras al verme entrar con Peter en brazos a las diez de la mañana. —No me digas que es el famoso Peter Pan.

Sorpresa, Pan era mi apellido. ¿Por parte de madre o padre? Ninguno de los dos. Cuando mis padres me echaron de casa decidí que, si ellos nunca más serían mis padres, yo nunca más sería su hija, así que fui al registro y me cambié el apellido.

Peter no pudo evitar sonrojarse. Avergonzado por tantos elogios, se ocultó tras mis piernas. Estaba acostumbrado a los cumplidos de su madre, pero nunca había recibido tanta atención femenina.

—Sí, este es Peter. Hoy va a pasar el día con nosotros.

Se oyeron gritos de júbilo por toda la sala mientras las chicas cogían a Peter de la mano y lo sentaban junto a ellas. De repente sacaron un par de folios, desconozco de dónde, ya que ellas escribían en portátil, y yo le di sus lápices de colores para que se pusiera a dibujar.

—Mamá, ¿puedo dibujar a papá luchando contra los piratas?

Las que yo quería considerar mis amigas compartieron una cara de extrañeza y, después, me miraron. No quería su compasión, nosotros nos las apañábamosapañábamos Sinónimo de arreglábamos. bien. Ellas eran muy jóvenes para entender lo que era ser madre, y tenían una edad demasiado cercana a la mía para considerarme a mí una. Para ellas, traer a Peter ahí había sido un juego. Para mí, había sido el mayor riesgo que había cometido en mi vida. Tal vez sí que era una mala madre, pero ¿qué madre tenía que proteger a su hijo de su padre? Por suerte, él ya no estaba ahí, en esa universidad, y no podía llevarse a Peter de mi lado. Tal vez no he sido suficientemente sincera con ustedes. No es que Garfio no quisiera conocer a Peter, es que ni siquiera sabía que existía. Era yo quien no permitiría que lo conociera porque, si se enteraba de que Peter existía, igual que supo que una vez que las hadas lo hacían, acabaría matándolo también a él, y ya nunca volvería a ser un niño.

—Mamá, ¿puedo cambiar el dibujo de la nevera? —me preguntó Peter con el fin de sustituir la representación idealizada de nuestra familia por otra con las mismas cualidades artísticas, mejores que las mías, por cierto, pero actualizada. Este dibujo tenía algo nuevo.

—¿Por qué papá no es calvo, Peter? —le pregunté, curiosa al percatarme de la nueva apariencia del hombre de la imagen.

—Los piratas no pueden ser calvos, mamá —soltó, como si fuera lo más normal del mundo.

Yo quise creerlo, de verdad que quise, aunque ese cabello pelirrojo del dibujo despertara mis mayores pesadillas, demasiado reales para ser un sueño, pero demasiado terroríficas para aceptar que existían. Esos ojos suyos color selva me volvieran atrapar, mientras la voz de mi pasado me susurraba: «Eres muy madura para tu edad». Fue a la semana siguiente cuando Peter volvió con un dibujo nuevo en el que el hombre no vestía un traje de pirata, sino una camisa de cachemircachemir Tela estampada con dibujos en forma de lágrima que se prolonga y curva por la parte estrecha y cuyo interior está cuajado de pequeños motivos. que conocía demasiado bien, lo supe. Supe que Garfio había vuelto y que había conocido a Peter. Por eso, cuando fui a buscar a mi hijo una tarde y la profesora me dijo que su padre ya se lo había llevado, no me sorprendí.



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