Cuando se abrió la puerta del juzgado, todo sucedió a cámara lenta. Lo vi a él, tan regioregio Que impresiona o destaca por su gran calidad o por su belleza y lujo. como siempre, vistiendo el traje que heredó del abuelo y la corbata que le había regalado en el día del padre y que se había convertido en su favorita. Y la vi a ella, que me miró. Vi la tristeza en sus ojos, y supe que quería pedirme perdón, pero mi padre le apretó la mano para que dejara de distraerse. «Ya es una mujer», escuché a lo lejos que le susurraba, y no lo consideré un cumplido. ¿Qué hacían ellos ahí, después de tanto tiempo? Hacía mucho que yo no me consideraba su hija, pero, al verlos ahí, tan elegantes como en cada Nochebuena, me teletransporté a aquellos tiempos en los que mi única preocupación era espiarlos para averiguar dónde escondían los regalos y hacerme la sorprendida cuando abría la mañana del veinticinco de diciembre aquellos que ya había encontrado. Me pregunté si ellos también me recordarían así, tan pequeña y sempiternasempiterna Que durará siempre., o si desde el día que me fui le abrían dicho a todos los vecinos que su hija había muerto y nunca la iban a recuperar.
—Venimos a contar la verdad sobre cómo nosotros conocimos a Peter —anunció mi padre, al que siempre le había gustado que todos se callaran para escucharlo hablar. Yo nunca le había hablado a Peter de sus abuelos, ¿para qué hacerlo si ellos no lo querían antes de que naciera? Por ello, me encontraba completamente confundida antes las palabras del que un día fue mi padre. —Una semana después de que Peter naciera, nuestra hija vino a visitarnos, sin ni siquiera avisarnos. La vimos acercarse al portal de nuestra casa, mientras fuera estaba nevando y todas las farolas parpadeaban, a punto de apagarse. Ella no supo que la vimos, pero nosotros estábamos allí. Desde que nos enteramos de su embarazo hasta que Peter nació, no habíamos sabido absolutamente nada de ella. Ni siquiera sabíamos si estaba viva todavía. Pero esa noche, la vimos acercarse sigilosamente a nuestra puerta y dejar un bulto envuelto en una manta delante de ella. Luego, tocó el timbre y pensábamos que esperaría a que le abriéramos, pero nos equivocamos. Cuando vio que las luces de la casa se encendían, salió corriendo y se escondió detrás de una farola, en la completa oscuridad, hasta que comprobó que abríamos la puerta y cogíamos a su hijo, protegiéndolo de la nieve.
Hace mucho tiempo que había decidido olvidar esa historia. A ninguna madre le gusta admitir que cuando vio a su hijo no se sintió preparada para ser madre, que sintió miedo, que no se sintió suficiente y que, por eso, decidió dejarlo con alguien que sabía que lo cuidaría mejor. Abandoné a mi hijo cuando este tenía una semana de nacido, pero no lo hice porque no lo quisiera, sino porque creía que conmigo no sobreviviría. Descubrí demasiado tarde cuán equivocada estaba.
—¿Y cómo volvió Peter a reencontrarse con su madre? —preguntó la jueza, claramente sorprendida.
—Mi mujer, que siempre ha sido un alma compasiva, cuidó de Peter durante un par de meses, en los que no volvimos a ver a nuestra hija. Cuando el niño ya era lo suficientemente grande como para darse la vuelta en la cuna, fue a buscar a nuestra hija. A día de hoy no sé lo que le dijo, pero la convenció para que se quedara con Peter, y esa fue la última vez que vimos a nuestro nieto y a nuestra hija.
Mi madre me asaltó en mi apartamento tres meses después de haber dejado a Peter con ellos. Me encontró muy delgada, con ojeras de noches sin dormir y sin haberme bañado en casi una semana. La culpa de haber abandonado a mi hijo no me permitía cerrar los ojos, pero el miedo a hacerle daño si yo lo criaba me impedía volver a buscarlo. Ese día mi madre me explicó qué era la depresión postparto y me confesó que también había pasado por ella después de mi nacimiento, pero mi padre siempre había estado allí para evitar que se derrumbara. Pero yo no tenía a nadie. En ese momento ni siquiera tenía a Peter, y, poco a poco, eso me estaba consumiendo. Tras abrazarme y asegurarme que sería una buena madre, me dejó a mi hijo entre mis manos, y, sin mediar ninguna palabra más, se fue para nunca regresar. Ese día me despedí de mi madre por última vez y me convertí en la verdadera madre de Peter. Mi madre me apoyó durante aquel momento. Por ello, no entendía por qué en ese momento, cuando querían alejarme de mi hijo y cuando más la necesitaba, no decía la verdad.
Entonces me miró y vi en sus ojos el arrepentimiento. Se arrepentía de haberme abandonado a mí y de haber abandonado a su nieto. Sabía que yo no la perdonaría porque era incapaz de volver con mi familia después del daño que me hicieron. No obstante, ellos aún tenían una oportunidad con Peter. Y entonces lo supe. Garfio les había prometido compartir con ellos el tesoro, su nieto, y ellos, como todos, lo habían creído.
—Ante esas nuevas declaraciones, me veo obligada a cambiar mi sentencia. —La jueza me miró con una combinación de pena y reproche, pero no la culpaba, la situación la había superado. —El niño vivirá con el padre hasta nuevo aviso y no volverá con su madre hasta que tenga la edad suficiente para decidirlo por él mismo.
Ese fue el día que vi a Peter por última vez, porque, aunque años después de navegar a la deriva con su padre, volviera a mis brazos, ese ya no era Peter Pan. Ya no era mi niño, que nunca quería crecer. Garfio, tal y como había prometido, lo había convertido en un hombre.
—Mamá, quiero volar —me dijo una mañana, sin previo aviso, tras haber estado semanas en casa sin dirigirme la palabra ni salir de su habitación.
—Cariño, ya eres muy mayor para volar —le recordé, percatándome del peligro de sus palabras.
—Tú tienes polvo de hadas. —Él veía el terror en sus ojos y la súplica en los míos, pero su determinación era más grande. —Ayúdame a volar, por favor. —Su voz era quebradiza y su pecho subía y bajaba con desesperación.
—Peter, cielo, ¿qué sucedió con tu padre? —Era la primera vez que se lo preguntaba desde su llegada. No sabía si me daba más miedo hacer la pregunta o conocer la respuesta.
—Quiero volver a Nunca Jamás, mamá, el lugar donde los niños nunca crecen.
—Aunque hayas crecido, tú siempre serás mi niño —le recordé, desesperada, mientras me acercaba para abrazarlo, pero él retrocedió, abrazándose a sí mismo, asustado de que lo tocara.
—Quiero volver a ser un niño, mamá —me rogó, deshaciéndose en llanto.