IX UN MAR EN MOVIMIENTO

IX

UN MAR EN MOVIMIENTO

Los primeros rayos de luz se filtraron por las ventanillas de la furgoneta a las siete y diecisiete, dibujando unas motitas de polvo luminoso que flotaban en el aire como en ausencia de gravedad. La humedad marina arrastrada por los alisios entraba por las rendijas y calaba los huesos de los cinco ocupantes. Lolo y Colacho bajaron a estirar las piernas, entumecidas por la postura. Carla dormitaba en el asiento del copiloto protegida con una toalla. Irene apoyaba la cabeza en el hombro de Mingo, forrada hasta el cuello con un cortaviento.

El único establecimiento abierto a esas horas de la mañana era Ca´Manolín, en la calle Numancia, paralela a Las Canteras. Una cafetería de las de siempre, que resistía a las deshumanizadas franquicias de pan congelado y a los italianos empeñados en parecer canarios a los que delataba un nasal vaffanculo, con barra de bar de madera, banquetas altas y mesas en el fondo. Manolín se apuraba preparando cafés para los primeros clientes soñolientos que pasaban las páginas del periódico sin leerlas (ya nadie lee) o miraban la televisión sin sonido (ya nadie oye) con las noticias. Era viernes. Los cinco comieron bocatas, de cualquier cosa, especiales, acompañados de zumos de naranja del país y algunos cafés con leche. Lolo se esforzaba en masticar con corrección, pero el dolor por las hostias de ayer aún le tiraba hasta el cerebro.

La noche había sido firme y pétrea —y solo con piedras se deshizo la noche, la piel, la sangre y la calavera—, y la sensación general de todos era igual que una nube extraña, una especie de sonambulismo insomne que se veía reflejado en sus rostros cansados.

Seguramente tendrían muchas cosas que hablar, muchas interrogantes que contestar y varias contusiones que cuidar. ¿Masito habría superado la noche o estaría muerto? ¿Los habría denunciado a la policía? Aunque si así hubiese sido, él, en parte, era también responsable de lo sucedido. Si estaba vivo, ¿iría en busca de las olas secretas que Peter Troy le había dejado en herencia?

Lolo abrió la parte trasera de la furgoneta, se enfundó en su traje de neopreno, agarró la tabla y, descalzo, fue caminando hasta la avenida de la playa. Los demás lo siguieron, imitándolo. En aquel momento, en aquel lugar, no había nada mejor que hacer sino coger olas. En el pico del Piti, los cinco amigos cebaron olas con bastante magia. Era temprano y no había mucha gente.

Entrar en el tubo de una ola volvía a hacerlos revivir como si permanecieran en un sueño líquido. Cabalgar el mar significaba en estos momentos tan extraños de su vida lo único que no carecía de sentido. Un renteRente Rente: La expresión del habla popular cubana a rente suele usarse para referirse a algo que pasa/corta (u otra acción similar) muy cerca de otra cosa. perfecto en el labio de la ola o un snap seco provocaba en ellos una sensación de euforia cercana al éxtasis. La marea seguía subiendo y la fuerza de la Cícer aumentaba por momentos.

El mar es fácil si surfeas con él; como la propia vida, solo hay que surfearla. Debes seguir su ritmo. Es un baile entre el hombre y los versos que brotan de las olas. Incluso los momentos de silencio y espera son activos. Eres un animal en acecho, cazando corazones de espuma. Es el propio latir en simetría. El equilibrio de tu cuerpo es el equilibrio de tu alma. Carla sintió, nuevamente, inevitables alas que batían en su espalda, elevándola por encima del mar. Por primera vez en mucho tiempo, sintió qué era eso que Masito les había dicho de respirar el surf. Ella respiraba surf.

Cuando salieron del agua, Carla y Lolo se quedaron parados en la orilla, con las olas lamiendo sus pies. Todo lo que les había ocurrido era una puta locura. Parecía una película chunga de un domingo por la tarde. Desde que se conocieron todo giraba muy rápidamente y por primera vez, aunque sonara extraño, parecía tener sentido. Cuantas más cosas les sucedían juntos, tenían ganas de más.

Y mirando el horizonte, viendo lo lejos que estaba la línea que separa el cielo del mar, sintieron que sus hombros se rozaban, y en aquel instante, la piel de ambos se erizó.

—Nos han pasado muchas cosas en poco tiempo, Carla.

—Nos han pasado muchas, tío. Quizá demasiadas.

—Pero ¿a qué no sabes qué ha sido lo más bestia de todo?

—¿Lo más bestia? Joder, quieres que empiece a enumerar…

—…El beso que me diste.

—Me lo diste tú a mí.

Carla esbozó una sonrisa pasajera mirando hacia la arena mojada. Sus ojos de husky brillaron con extraña ilusión y las aletas de su nariz hicieron un gran esfuerzo por respirar generando un simpático movimiento cartilaginoso. Tragó saliva y tras unos segundos comentó:

—Quizás lo mejor, pero muy corto.

Entonces, Lolo rodeó con el brazo que le quedaba libre el cuello de Carla, la atrajo hacia él y se fundieron en un largo beso lleno de belleza y quietud. Un beso de estatua clásica en un mar en movimiento.

El cielo azul acompañaba la performance amorosa. Carla y Lolo abrazados, uniendo los labios encarnados, llenos de carne comestible, con una presión adolescente como la metamorfosis de jóvenes que nacen al beso. De lejos, la escena era bonita. Dos jóvenes con sendas tablas unidos en un largo beso líquido fundiéndose con el mar.

Los sentimientos de los dos chicos cambiaban como la dirección del aleteo de las gaviotas. Por un lado, el dolor de los golpes, la violencia de la noche pasada, la angustia de la vida o la muerte de Masito, el deseo del secreto de un lugar aparentemente mágico, la destrucción del choriqueso… Por otro, el beso furtivo, el amor acompasado de miradas complacientes, la ilusión de conseguir algo extraordinario en el descuento de sus vidas, la amistad formando un núcleo de densidad ardiente como un campo magnético. Una amistad que solo es capaz de forjarse a esa edad en la que ahora agonizan o florecen según los instantes, como filamentos yuxtapuestos de una consistencia perfecta. Todo cambiará, pero eso, ahora, qué importa.

Otra vez en la furgoneta y despojados de sus chaques, tomaron lo que sin duda les pareció la mejor opción: irse cada uno a su jodida casa y descansar. No debían comentar con nadie lo que les había ocurrido. Los hematomas y golpes de los chicos tendrían que pasar desapercibidos a los ojos de sus padres. De hecho, en otras ocasiones, llegaban malheridos y siempre se lo achacaban a los gajes del oficio de surfero: que si una roca, una embestida de una ola, un golpe con la tabla.

Se despidieron con temor y con un gran abrazo para reconfortarse de todo lo pasado. Las calles cercanas a la Cícer bullían. Las tiendas abiertas, las cafeterías rebosantes, los paseantes de Las Canteras deambulando por la playa como si nada. Como si el mundo no se hubiera venido abajo. Los cinco se fueron con la angustia sobre los hombros como una losa de plomo.

Esa tarde, ya en su casa, Carla se tumbó en el sillón con un libro entre las manos y la televisión encendida, sin volumen. Sus padres todavía ausentes, gestionando las cositas de su vida: el trabajo, las imprescindibles compras cotidianas, el café de media tarde en Mesa y López. Carla se dejó llevar un rato por las páginas de la novela, pero sus pensamientos iban a la deriva entre la protagonista y el recuerdo atropellado de los acontecimientos.

Incluso horas después, con sus padres ya en casa preparando la cena, se quedó en el sofá, cosa extraña, ya que la mayoría de veces las pasaba en su cuarto, entre las redes marinas sociales y música de fondo, enfundada en su último pijama y los calcetines de rayas. Cuando su padre se sentó a su lado, cogió el mando a distancia y subió el volumen para poner las noticias, ella se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza en su regazo. El padre le acarició el cabello y ambos sintieron un recuerdo de hace mucho tiempo, de cuando Carla era aún una niña de seis años y él la arrullaba con ternura.

—¿Te pasa algo, Carlita? —le preguntó.

—No, ¿es que no puedo estar con mi padre un rato?

—¡Mamá! —exclamó el padre, feliz—, a esta niña le pasa algo. Dice que quiere estar conmigo… —Y rio dulcemente mientras daba buena cuenta a los berberechos con limón del enyesque precena.

—No seas tonto, papá.

—¿Qué lees ahora?

—Lectura fácil, de Cristina Morales. Está guay, pero me está costando concentrarme. Estoy algo cansada.

—Oye, y no me has contado nada, ¿qué tal con Irene? Te quedaste ayer en su casa, ¿no?

—Sí, claro. Nos fuimos prácticamente todo el día a surfear a la Cícer…Lo de siempre.

—Y a ver a los chicos, ¿o no? ¿Te gusta alguien?

—¡Cállate, papá! ¡A mí no me gusta nadie!

—¡Mamá! —Volvió a gritar a viva voz—. ¡Qué tu hija se ha enamorado!

—¡Joder, papá! ¡Déjame en paz, anda! —Y volvió a abrir la novela haciendo que leía.

Después de la cena fue a su cuarto. Tumbada en la confortable cama después de la mala noche anterior, le pareció el colchón más cómodo en el que jamás hubiera dormido. Apagó la luz, pero le costó un buen rato cerrar los ojos. Las sombras y la penumbra le hicieron tener visiones de olas sin forma y a ella depositando en un contenedor de basura enormes cantidades de carne picada que se mezclaba con hilos de plástico. Antes de caer en un sueño intranquilo, envió un guasap a Lolo: «Necesito saber qué ha sido de Masito». Lolo, por su parte, respondió: «Necesito saber qué hay detrás de nuestro último beso».


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