V
WAX EN CÍRCULOS CONCÉNTRICOS SOBRE LA FIBRA
Esa misma noche en la penumbra de su cuarto, Carla sintió un temor extraño que no sabría reconocer ni transformar en palabras. No estaba segura de que hubieran hecho lo correcto. Se derrumbó en la butaca llena de ropa enfurruñada y conectó Spoty con su tablet. Las horas la envolvieron con un manto de desconcierto. Se notaba intranquila, agitada y revuelta como el revolcón de una ola inmensa en un remolino de la corriente. Llamó a Lolo llena de incertidumbre e inquietud.
—Estoy asustada…—le soltó.
—Pero, tía, que no es para tanto…No hemos hecho nada malo. Mira, nos encontramos un saco y ya está.
—Mierda, Lolo, un saco con una puñetera cabeza dentro.
—Carla, no pasa nada. Mañana vemos y decidimos qué hacemos. Si es necesario hablamos con alguien para que nos eche una mano, pero no te preocupes. Ni que lo hubiéramos matado nosotros. O si no, escucha, la tiramos por ahí y sanseacabó. Más de uno se reiría de esta situación, fijo.
—¿Dónde la tienes? ¿Se lo dijiste a tu madre?
—Estás pirada, a mi vieja…, ni de coña. Lo tira por la ventana, con lo cagada que es. Nada, lo tengo ahí en la mochila de la playa, justo al lado de la tabla; punto. Y óyeme, tú tampoco se lo cuentes a nadie, ¿vale? Ya tendremos tiempo de hacerlo. Mañana decidimos, tranquila.
A Carla le había entrado hambre y ansiedad casi a partes iguales, así que fue a la cocina a por algo que picar. Luego se dirigió al salón, donde los padres veían una peli y se sentó junto a ellos, pasando un brazo tímido por los hombros de su padre. Este siguió embebido en la televisión, acarició el pelo de su hija y le dio un beso rápido en la frente.
—¡Pero qué niña tan cariñosa! —dijo su madre chateando con el móvil y sin soltar los pulgares de la pantalla líquida.
—¿Qué, no puedo acercarme a ustedes? —preguntó con una disimulada sonrisa de amabilidad.
—Claro que sí, majadera, siempre que quieras. ¿Estás bien, Carla?
—Sí, sí. Solo algo cansada. Me voy a mi cuarto que quiero dormir. Mañana nos vamos otra vez a la playa —dijo mientras engullía con avidez galletas de Nutella horneadas en casa.
—Chacha, van a gastar todas las olas… —razonó su padre sin dejar de mirar la película.
—…Y todas las galletas —sentenció su madre sin dejar de pulsar el teléfono.
De nuevo en su dormitorio, intentó leer, pero los nervios no le daban tanto como para concentrarse en la trama de la historia, así que optó por dejar el libro sobre la mesilla, ponerse los auriculares inalámbricos y acompañarse de cualquier música que la evadiera del miedo.
Al día siguiente, Carla terminó de desayunar y bajó la escalera rápida. Tras el portal, la luz de la calle la inundó. Sus pupilas se dilataron amparadas por las gafas de sol, rehízo su coleta, que apretó con firmeza, y sus piernas, descubiertas, morenas y musculosas, se pusieron en marcha por José Mesa y López hasta la intersección con Lepanto, que la llevaba directamente a la playa de Las Canteras, a la Cícer, al Piti.
Pasada la incertidumbre nocturna, la refulgente mañana la llenó de virutas de alegría. Carla era día. Otros son noche, noctámbulos que prefieren la oscuridad. No era su caso. Ella era de Lorenzo, no de Catalina. Llegó rápidamente a la avenida, aunque paró a redoblar su desayuno en el Smoothie: un zumo de frutas que le aportaba un extra de fibra que requemar entre las olas. Luego descendió a la arena y se introdujo en el pasto salado del mar. Sus temores habían quedado atrás, olvidados por el empuje del oleaje. Estuvo un rato atrapando olas, haciendo quiebros, amagos y fintas, saltando con habilidad por encima de la corriente salífera. Necesitaba sentir las inevitables alas de las olas. Las inevitables alas de Carla Murphy.
Cuando horas después apareció Lolo con los demás, Irene y Carla estaban sentadas en la arena mirando el horizonte cercano. Se miraron cómplices y con ganas de averiguar noticias sobre el cráneo encontrado. Para no despertar sospechas fueron al bar Munbai, que les daba la intimidad suficiente en sus mesas interiores para ocultarse de la gente y pidieron a la camarera, que los miraba con su habitual mala hostia, unas bebidas para acompañar.
Lolo puso la mochila con la cosa encima de la mesa.
—Bueno, esto ya está aquí. ¿Qué hacemos? —preguntó al resto.
—¡Ños, qué guapo! —exclamó Colacho.
—¿Que qué hacemos? Nada. Si fuera por mí lo dejaba en un contenedor y punto. Me da un mal rollo que no veas —dijo Irene.
—¡Qué dices, tía! —soltó Colacho—. Si nadie lo quiere me la llevo al cholo. Tengo una estantería en donde puede quedar de puta madre.
—Con la misma ni siquiera es de verdad. Puede ser de plástico o de cerámica, digo yo. No es normal que nos encontremos una calavera por ahí. Seguro que es falsa, es lo más lógico —dijo Carla.
—Lo más lógico —retomó Irene— es que se la entreguemos a algún policía. Cuando veamos a alguno, se la damos y ya está. Así nos quitamos el marrón y pasamos de esto, que me da un mal rollo…
—Ya, tienes razón, Ire, puede ser lo más adecuado, pero seguro que si la calavera… —Carla interrumpió el argumento de Lolo.
—…No, por favor, me cago toda con la palabrita. Llamémosla de otro modo… No sé…
—Choriqueso for the children…No me jodas —cantó Colacho—, como una canción de Bejo.
—Vale, me parece. Pues si el choriqueso —continuó Lolo— es de verdad, nos van a estar haciendo preguntas toda una jodida semana, vas a ver. Yo creo que nos podemos meter en un problema.
—Venga tío, en el problema ya estamos. Joder, no sé qué coño hacer.
—A ver, déjame cogerla —dijo Mingo.
—Con cuidado, chavalín, que no se te caiga. Que la simpática de la camarera nos está mirando con cara rara.
Mingo empezó a observar la calavera de cerca palpando los recovecos, las cuencas de los ojos, los dientes níveos.
—¡Qué asco! —exclamó Irene.
—Fíjate Lolo, cuando paso la mano por aquí, por esta zona, por la parietal hay como unas marquitas, hermano. Chacho, toca tú para que veas. —Y se lo pasó para que lo comprobara.
—Joder, es verdad. ¿Qué será eso?
—Déjame mirar. —Carla repasó sus manos por encima de la sien del cráneo y pudo verificar dichas marcas.
—Yo sigo pensando que lo mejor es dársela a alguien con autoridad para que no nos metamos en líos, ¿vale? —dijo Irene asustada.
—Que sí —dijo Carla—, estoy de acuerdo con Ire. Hay que entregarla a un poli. Si nos hacen preguntas pues ya está. Las contestamos y punto, pero la calave…digo, el choriqueso, no podemos tirarlo por ahí para que lo encuentre otro. Además, fijo que ya está lleno de huellas nuestras.
—Es verdad, ¿tú no has visto el CSI? —Rio Colacho.
—Déjate de mierdas y mira, observa bien, también tiene unas muescas parecidas en el otro lado del cráneo. ¿Qué podrá ser?
—Espera, creo que puedo averiguarlo —dijo Mingo mientras sacaba de su mochila una libretita y un lápiz—. Esto lo hice una vez en clase de dibujo técnico para calcar un trabajo y el pringado del profe me puso buena nota y todo; quizás pueda funcionar.
Puso la calavera sobre la mesa intentando ser lo más discreto posible, aunque los demás creían que daban el cante. Colocó una hoja de la libreta previamente arrancada sobre la zona de las marcas y comenzó a raspar como cuando de chico calcábamos en un folio. Tras apretar con intensidad fue saliendo un código que se veía reflejado en el papel. Luego tomó otra hoja e hizo lo mismo en el otro lado de la cabeza. Los demás esperaban ansiosos por saber el resultado final del raspado craneal. La camarera los miró con cara de estupefacción y una mueca de indiferencia. Mingo siguió con su tarea hasta que finalmente estuvo terminado. Devolvió el muerto a Lolo, quien la guardó inmediatamente en su bolsa y la escondió de la vista de todos. Mingo puso en la mesa las dos hojas calcadas y en un folio nuevo copió el resultado con más claridad.
Entonces pudieron leer lo siguiente: L281709 RM y L154273 MR.
Los jóvenes se miraron con cara de no saber qué coño significaba aquello. Solo unos números sin ningún sentido. Estuvieron minutos en silencio tanteando posibilidades hasta que por fin la tormenta de ideas se volvió una lluvia tropical.
—Yo pienso que eso es pasta. —Los demás miraban a Colacho con cara de empalago—. Que sí, mira las cantidades, 281709 más 154273, eso suma, a ver, si no me equivoco 435.982.
—¿Cómo que si no me equivoco, subnormal? Si lo has sumado con el móvil —preguntó Lolo.
—Vale, tío. Eso son 435.982 euros. Eso es un pastón, hermano. Por eso se puede matar a alguien, ¿no? Casi medio millón de euros. Yo fijo que me cargo a alguien por esa pasta.
—Sí, tienes razón, es un montón de dinero —se explicaba Irene—, pero no nos dice nada. Vale, es flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de pasta, ¿y qué? ¿Dónde está el dinero? ¿Ahí, dentro de la calavera?
—Choriqueso —dijo Colacho.
—A la mierda el choriqueso —continuó Ire—. Por mucha pasta que sea, no vamos a poder encontrarla. ¿No está aquí, verdad? Pues nada.
—Con la misma está en el sitio en el que encontramos la cabeza, en el chupadero al lado de la antigua fábrica —dijo Lolo—. Hallamos la cabeza, pero tal vez también esté el dinero.
—Y el resto del cuerpo —anunció Carla con recelo.
—Pues sí, tía. Quizás está todo ahí: el cuerpo o lo que queda de él y la pasta.
—Dios, con esa cantidad podríamos montar nuestro propio club. Una escuela de surf de las guapas. Podríamos vivir de lo que más nos gusta. El día entero cogiendo olas en la playa, enseñando a los pibes chicos. Ya me lo imagino: escuela de Surf «El Piti» —determinó Mingo.
—Mámame la minga, Mingo —se carcajeó Colacho.
—Joder —declaró Carla—, la verdad es que sería increíble, hermano. Déjame que solo sea una ilusión, pero a mí me gusta tener ilusiones…Trabajar así sería genial. Nada de horarios de oficina, ni de personas grises. Todo el día en cholas y bañador enseñando a coger olas: brutal.
—Pero tener una escuela no implica delinquir. Si nos ponemos a ahorrar, conseguimos un trabajo, pedimos un crédito…Es montar una puta empresa, no hace falta robar para eso —dijo Irene.
—¿Robar? ¡Cómo que robar! Esto es más bien buscar un tesoro. Nos han dado una pista, nosotros solo tenemos que encontrarlo. Y yo estoy dispuesto a buscarlo —aseveró Lolo.
—Vale, paremos un poco —expuso Carla—. Estamos imaginando demasiadas tonterías. Tal vez no es dinero, puede ser cualquier cosa. Además, fíjate en las letras que aparecen: L al principio y al final RM y MR. ¿Qué querrá decir eso?
—Con la misma es un nombre.
—¿El nombre del muerto o el del asesino?
—Sí, el del asesino, ¿no me jodas? Justo antes de morir se tatúo en el cráneo con un afilado estilete que por casualidad llevaba en el bolsillo las iniciales del asesino y la cantidad de dinero que le había robado —ironizó Mingo.
—Ya está bien, chicos —formuló Carla—. Vale de chorradas. Sinceramente, creo que debemos dejar descansar nuestros cerebros. Vámonos a remar, quizás con las olitas veamos las cosas con más claridad.
Salieron del Munbai y regresaron a la playa. La camarera les echó una última mirada perdonándoles la vida. Aún quedaba un trozo de arena seca sin gente junto al muro de piedra para dejar las pertenencias. Mingo y Colacho se sentaron, uno manipulaba su móvil, el otro se recostó a tomar el sol o lo que la panza de burro dejaba entrever de cielo azul; no tenían ganas de meterse en el agua. Lolo, Irene y Carla sacaron sus tablas y comenzaron a darle wax en círculos sobre la fibra. No había mucha fuerza, pero lo suficiente para atrapar algunas olillas y sentirlas escurriéndose entre los dedos.
—¿Dónde está? —dijo Irene.
— ¿El qué? —contestó Lolo.
—¿Qué va a ser, melón? El choriqueso…
—Tía, lo puse en mi mochila. ¿Qué quieres que haga? —agregó Colacho.
—Déjalo ahí —aclaró Mingo—. Yo sigo dándole vueltas a esta matraquilla. Al código ese que apareció grabado en el cráneo. Algo tiene que significar, fijo. Voy a ponerme a indagar aquí un poco con el móvil a ver si averiguo alguna cosa. Vayan ustedes para el agua…
— …Y de paso échale un ojo a la mochila de Lolo, no se la vaya a llevar alguien —sentenció Carla.
—Sí, los «Walking Dead», morenita. —Se carcajeaba Colacho tumbado en la arena, retorciéndose los bucles enmarañados. Las aletas de su nariz se movían acompasadas al ritmo de la risa entrecortada de su respiración.
Las dos chicas y Lolo pusieron sendas tablas bajo sus brazos y se acercaron a la orilla. Calentaron un poco tobillos, caderas, brazos y cuello, y se introdujeron en la fría agua de la Cícer atravesada de pleno por la corriente del golfo del norte de México, que en su particular ruta recorría, entre otros, lugares tan lejanos como las islas Canarias.
—Lo chungo de esto es que hay fleje de peña —comentó Carla.
—¿Cómo dices? —preguntó Lolo.
—La Cícer, que se peta demasiado. Por eso me gusta venir súper temprano y claro, siempre está el mar en las condiciones óptimas.
—¡Coño! «Condiciones óptimas». Eres toda una profesional…—Reía Lolo.
—No, chafalmeja…Es solo que sé leer, no como otros.
—Tienes razón —continuó Lolo—, hay mucha peña. Pero eso es algo que pasa en todos lados.
—Dejen pasar…que ahí viene una olita. Menos palique y más concentración —gritaba Irene saltando una ola que la parejita no parecía haber visto—. ¡Esta es mía…!
—Tienes razón, demasiada peña y pocos picos. Antes tuvo que ser mejor.
—¿Antes?
—Sí, me refiero a hace años. Seguro que, no sé, hace veinte o treinta años aquí había menos gente pillando olas, todo era más fácil.
—Sí, seguro Lolo, pero por esa regla de tres, tú tendrías ahora por lo menos 50 y serías un pureta gordo, chungo y calvo y no estarías surfeando con un pibón como yo, ¿no?
—¡Vete al carajo!
Esta vez fue Carla la que le robó la ola a Lolo a la vez que su sonrisa cabalgaba sobre la espuma.
—¡Cabrona! —gritó Lolo sentado a horcajadas en su tabla.