III COMPAÑÍA INSULAR COLONIAL DE ELECTRICIDAD Y RIESGOS

III

COMPAÑÍA INSULAR COLONIAL DE ELECTRICIDAD Y RIESGOS

La Compañía Insular Colonial de Electricidad y Riesgos, que con el paso de los años se recortó en el cautivador acrónimo de Cícer, suministró potencia, luz y energía a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria durante más de 50 años. Precisamente, aquella mañana de sábado los cinco amigos habían quedado justo al lado de la vieja fábrica, que ya no existe sino solo por su nombre (qué más existir que un nombre), en una zona que todo el mundo conocía como El Piti. Para los surferos de la ciudad, ya desde hace mucho tiempo, la Cícer se subdivide a su vez en varias parcelas: El Piti, El Bufo y Los Muellitos; quien adjudicó los nombres era, sin duda, un genio.

Irene y Carla habían madrugado esa mañana y casi desde el amanecer cabalgaban algunas olas desfiguradas y sin forma, más espuma que otra cosa, a veces mansas y a veces pesadas, que costaban ser remadas, por lo que debían dejarse antebrazos y tríceps en el intento.

Manuel Navarro Ruíz, Lolo, estaba a punto de cumplir 21 años y llevaba meses sin ir al grado de Ingeniería Civil en el que se había matriculado y que le resultaba un auténtico coñazo. Había sido un estudiante ejemplar durante la secundaria, pero en este último año descubrió que solo había dos cosas que merecieran la pena: el surf y los amigos. En su casa —vivía en Castillejos 51, encima del bar La Nona—, aún no se habían querido dar cuenta de su deserción educativa. Por el momento, él lo salvaba con un «mañana empiezo a estudiar», «mamá, no me agobies, que en este puñetero país da igual, una carrera no me va a dar un buen curro»; y otras ocurrencias ingeniosas por el estilo.

Conocía a Colacho y a Mingo desde sus últimos años de instituto en el IES Pérez Galdós de la calle Tomás Morales, y con ellos había labrado una amistad intensa, de esas que merece la pena cultivar toda la vida. Nicolás Padrón, Colacho, delgado y vivaracho, era alegre e inquieto hasta casi rozar lo hiperactivo. Sus ojos marrones se juntaban provocando un extraño efecto cuando se le miraba de cerca, y el pelo oscuro y rizado crecía como un manglar subtropical. Cortar aquella cabellera sería un auténtico trabajo de fin de grado para cualquier peluquero por muy avezado que se fuera.

Al contrario, Domingo el Largo, Mingo, más soñador y buen observador, era el hombre tranquilo, como en aquella antigua película de John Wayne. Manso pero genética y surferamente fuerte, tenía la suficiente altura para desenroscar una bombilla sin subir a un taburete; no sería buena idea enfrentarse a él, sin embargo, de su carácter pacífico y amable emanaba una tranquilizadora dulzura.

Cuando llegaron al Piti, dejaron sus mochilas, enceraron tablas y corrieron al agua. Mar adentro, nadaron hacia el pico en el que surfeaban las chicas y bromearon un rato con ellas rememorando la noche pasada. Atraparon algunas olas y se sentaron a horcajadas durante un buen rato a mirar el horizonte en absoluto silencio mientras esperaban a que germinara una nueva serie. El tiempo de olas perfectas de ayer se había transformado en una calma chicha que sólo producía olas patosas repletas de espuma y distorsión.

—Chacha, ya llegó el choppy hasta Las Canteras. Estas olas son para primaveras —dijo Lolo sentado sobre su Pukas.

—Con unas así aprendí yo, por eso les tengo cariño, cacho bobo. —Rio Irene mientras se rehacía la coleta húmeda de salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar..

—¿Lolo? —preguntó Carla—, ¿no me ibas a llevar al Lloret?

—Antes de venir pasamos por allí, pero está igual que aquí. Hoy no es un buen día. En otra ocasión, guapita.

—Aguantamos un ratito más y nos vamos afuera, que me está entrando hambruna. Hoy al Ñoño, bocatita de calamares con alioli. —Colacho saboreó el bocadillo con palabras. Luego añadió—: Necesito un chaqueChaque Chaque: chaleco. nuevo. Este tiene flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de agujeros y me estoy calando entero. Y eso que es verano, hermano.

—¡Qué pasa, poeta! ¿Vas haciendo rimas? ¿Qué te crees, Bejo? –Rio Mingo.

—¡No, soy tu puta madre! Mira qué poema: «Tú, que versos compones, bájame la bragueta y tócame los cojones».

—Esa no es mi madre, por lo menos es Bécquer, loco —sentenció Mingo.

La marea necesitaba pleamar. Carla y Lolo fueron hacia la orilla. Cuando se desprendían de sus amarraderas, una serie inusual los pilló sin haber salido totalmente del agua. De repente, una ola que no parecía más sólida ni potente que otras surfeadas esa mañana, creció ante ellos y los empujó con fuerza contra la arena mojada. El mar es espontáneo.

La tabla de Carla, una Santa Surf regalo de sus padres, salió disparada por la orilla. Lolo tuvo tiempo de reaccionar y sostuvo su Pukas con una mano y la cadera de Carla con la otra, aunque no pudo mantener el equilibrio y cayeron impelidos como en una centrifugadora por la playa a centímetros del agua.

Se detuvieron precisamente en el chupadero, un sumidero gigante que había vuelto a salir a luz ahora que realizaban obras en la Cícer para embellecer y unificar la avenida de Las Canteras con una gran pasarela. Carla y Lolo quedaron atrapados en medio de aquel inmenso desagüe.

En un primer momento Lolo se asustó pensando que Carla se había golpeado en la cabeza, no ayudó el ruido seco como cuando martillas un filete de carne, pero al mirarla vio que ella, pese a las magulladuras del revolcón, sonreía.

Al ponerse de rodillas la mano de Carla quedó enredada en una especie de malla vieja del color de la misma arena. Creyó que era la vieja red de un pescador olvidada en la playa, pero cuando tiró de ella apareció un bolso, como un pequeño saco de papas de no más de 30 centímetros, que contenía en su interior un misterio que les cambiaría la vida para siempre.


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