IV
UN BOCATA DE CALAMARES DEL ÑOÑO
El chupadero era un enorme hoyo cilíndrico de piedra por el cual la fábrica vertía agua a la misma playa. Durante los años de funcionamiento de la compañía el agua salía contaminada pero caliente, y los chiquillos se metían en grupo caída la tarde para darse un baño antes de que la humedad de la tardecita los enfriara y sus madres tuvieran que calentarlos con dos rebencazos y una toalla seca.
Lolo ayudó a poner en pie a Carla, que se encontraba un poco temblorosa, pero en buen estado, y se fue a por la tabla que había quedado mecida por las olas en la orilla. Ella lo esperó con una extraña sonrisa en el rostro. Los demás aún se entretenían con las últimas olas antes del bocadillo de calamares con alioli del Ñoño.
El muchacho llevaba las tablas en ambas manos y Carla, un saquito de esparto desgastado entre las suyas. Se dirigieron a donde estaban las mochilas y se sentaron sobre la arena.
La construcción de la nueva pasarela a la altura del viejo edificio de la Cícer llenó de una valla verde traslúcida toda aquella parte de la playa. A su alrededor había un par de enormes grúas, otorgando al cinturón de ese sector de Las Canteras un aspecto industrial. Probablemente, el movimiento de los materiales de construcción junto con el desplazamiento de toneladas de arena provocó que el chupadero sacara a la luz algo que llevaba oculto mucho tiempo.
—¡Chacha, abre eso ya a ver lo que es! —dijo Lolo desprendiéndose del chaqueChaque Chaque: chaleco., que parecía unido a su cuerpo con pegamento.
—¡Ya va, joder, tranquilo! —exclamó la señorita Murphy. Colocó la bolsa entre sus piernas e intentó quitar con sus manos el nudo que apretaba la boca del saco—. ¡Coño, tengo que hacerlo con cuidado! Esto está hecho una mierda, me da que se va a deshacer.
Lolo se agachó a su lado para ayudarla y darle un poco de confianza, pero lo único que consiguió fue ponerla más nerviosa.
—Parece súper viejo —dijo Lolo.
—Genial, tío, se ve que eres un hacha descubriendo cosas. Vales para investigador privado. —Rio Carla.
—Déjame tía, que yo lo abro en un pispás. —Lolo metió sus zarpas por el medio y pegó un tirón a la soga, que efectivamente se deshizo como ceniza por una parte y, por otra, quedó tiesa como regaliz añejo.
Cuando abrieron el saco, la sorpresa fue mayúscula y sus caras de susto pudieron distinguirse desde la Peña de la Vieja. Del interior surgió un cráneo níveo, absolutamente blanco, con su mandíbula incluida. Los dos muchachos no sabían cómo reaccionar, así que lo primero que hicieron fue devolverla al interior del saquito canelo y taparlo con una toalla, cuya imagen impresa mostraba un tucán multicolor con una playa con palmeras. Todo un cuadro.
Carla miró en todas direcciones a ver si alguien los había visto. Parecía que todo estaba en orden, nadie los miraba con cara rara, no había ningún móvil cercano grabando o tomando fotos, ninguna cámara de televisión surgió para confirmar que aquello se tratara de un programa de cámara oculta…
Pero Lolo sí vio a alguien que los observaba desde la avenida y se lo hizo saber a Carla con un movimiento de cabeza. Cuando ella miró, reconoció al viejo surfero, a aquel
dinosaurio del surf que ayer los había estado observando. Seguía manteniendo la misma mirada inquietante y por sus gestos pudo intuir que él también se había puesto nervioso, aunque intentara ocultarlo. Se notaba que era una persona fuerte, probablemente por los años continuos atrapando olas, de expresión árida y ruda, moreno renegrido por el sol, escaso pelo y rostro cuadrangular. El tipo intentó esquivar la mirada de los jóvenes, disimulando como si oteara el mar, pero a cada salto de espuma sus ojos volvían a enfrentarse.
Carla y Lolo se mantuvieron en silencio un largo rato y esperaron a que sus compañeros salieran del mar. Hasta que eso ocurrió no pasaron sino diez minutos; a ellos les pareció una eternidad.
—¡Peña, bocata de calamares, que aprieta el jiloriogilorio Jilorio: Sensación de malestar en el estómago producida por ganas de comer.! —Colacho arrojó su tabla al suelo sin importarle que se le llenara de arena.
—Las olas, una mierda. Con lo guapo que estaba ayer y fíjate cómo cambia en un día. Estoy deseando que llegue septiembre y las mareas largas, las del Pino, que se suelen meter unas series perfectas —precisó Mingo con amplios gestos de sus largas manos.
—Los mejores meses de Las Palmas, en septiembre y octubre fijo —repuso Irene—. El otoño es la época más chachi, pero también empiezan las clases, cosa que lo hace una puta mierda.
—Chacho… ¿qué les pasa? Si están más blancos que la leche, ¡ños!
—Sí, es verdad, ¿qué pasó?
—Nada…, nada —dijo Lolo, Carla se había quedado bloqueada—. Mira a ver si hay un tío, un pureta, justo detrás nuestra…
—…Detrás de nosotros… —Se descongeló Carla.
—¿Qué dices, tía?
—Que se dice detrás de nosotros, no detrás nuestra.
—Vete al carajo, tú. ¡Coño! No es tan difícil, que miren a ver si hay un tío ahí en la avenida, vigilándonos.
Los tres amigos miraron buscando a alguien en el paseo.
—Pero así no, joder, tan descarado no.
—Lolo, no hay nadie acechándonos. Bueno, hay flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. peña por el paseo, pero nadie que nos observe fijamente. Pero ¿qué pasó, loco?
Entonces, Carla destapó la toalla que ocultaba el saco. Lo abrió lentamente y pudieron ver el contenido: un cráneo blanco, impoluto como si estuviese bañado en cal. Todos se quedaron pasmados y ojipláticos.
Desde una de las amplias rampas de bajada a la Cícer, oculto entre la imprecisa multitud, unos ojos inquietantes escrutaban a los cinco amigos.
—¡Qué! ¿Un bocata de calamares con alioli del Ñoño o qué? —arrancó Colacho.