VII
EL RELOJ SE DETUVO UN MOMENTO PARA SIEMPRE
La destartalada pero viva Nissan Trade marrón claro del 91 aparcó en la esquina de Numancia con Lepanto en la Plaza del Pilar. Tras un rápido desayuno en los Muellitos, bocata de tortilla, sándwich mixto y café, los cinco subieron a la furgona y arrancaron. El tubo de escape bufó mientras saltaban a la carretera rodeando las Arenas hasta atravesar el Alfredo Kraus. Aceleró cuando llegaba a la autovía del norte en dirección a San Felipe, carretera 451. Bejo comenzó a sonar en el altavoz. No había tráfico un jueves a esas horas de la mañana. Pleno agosto. Las largas colas se formaban en sentido contrario, con gente que vivía en las poblaciones norteñas e iba a trabajar a la capital. Luego la circulación se relajaba, como la sangre.
No tardarían mucho en llegar, dejando la panza de burro olvidada tras ellos en la, cada día más italiana, ciudad de Las Palmas. Fue un paseo tranquilo. En el desvío oportuno giraron a la derecha y se adentraron en la sinuosa carretera que serpentea la costa hasta adentrarse en San Felipe. Bajo la falda terrosa de la montaña se abría la playa de Vagabundo: callaos con marea llena y arena cobriza durante la bajamar.
Lolo aparcó la Nissan lo más cerca posible de la playa para descargar bártulos, ajustó con fuerza el freno de mano y la dejó para que se tostara al sol un par de días. El camino de tierra que llega a la playa terminaba muchos recodos después. Pasadas unas esquinas de lava negra, quedaba en pie una casa desecha y arruinada que aguantaba el paso del tiempo no se sabe cómo. Solo resistían cuatro paredes del mismo color que la tierra en la que sobresalían rocas volcánicas labradas. Un hueco enorme hacía las veces de puerta hacia el infinito. Con un rastrillo de púas metálicas comenzaron a limpiar enérgicamente el suelo arenoso. El techo era el cielo, esa noche les habría gustado volver a recordarlo.
Ordenaron a su manera mochilas, sacos de dormir, agua, latas de cerveza y tablas de surf hasta crear un ambiente más o menos humano. Sudando y agitados se dieron cuenta por primera vez en dónde se encontraban. Lolo y Mingo habían acampado aquí un par de veces, para Carla, Irene y Colacho era la primera. Desde el vasto balcón de su estancia otearon el azul líquido todavía. Y desde la pequeña loma vieron con ojos de niños la fila de olas que cubría la arena, la serie intermitente que rompía contra la herrumbrosa orilla, la espuma que salpicaba los lisos callaos. Sin pensárselo, pillaron las tablas y corrieron hacia la playa.
Wax, círculos concéntricos, amarraderas en norma y gufi. El calentamiento estaba hecho con la barrida de la habitación de hotel en donde creían que dormirían aquella noche.
—¡Al agua, cabrones! —exclamó Colacho, lleno de ilusión y alegría.
La corriente era firme pero no potente. La fuerza de las olas rondaba el metro y medio y formaba un ligero tubo de izquierda por el que cabría cualquiera de ellos en cuclillas, menos Mingo el Largo. Si el mar seguía así, la playa no tardaría mucho tiempo en petarse. Debían aprovechar la mañana si querían disfrutar de unas olas estupendas, porque allí los locales daban mucho por culo.
—¡Joder, Lolo! Vagabundo está que te cagas —dijo Irene mientras remaba hacia el pico.
—No creas que es siempre así —respondió—. Hay días que está más chungo, pero hoy, sinceramente, vale la pena. Esto es un pasote, flipada.
—Eso es porque hemos venido nosotras, ¿eh? —Ironizó Carla, mientras le daba un jalón a la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. de Lolo, que cayó al agua fuera de su tabla.
—¡Ojito…, serie! —chilló Colacho—. A hacer el patito, niños.
—¡Mía! —exclamó Irene, que se fue directa hacia la ola y empezó a bracear.
—¡Joder! Para ser la primera vez en Vagabundo, la niña da caña, ¿eh?
Irene cebó la lengua de mar con avidez y el resto se sumergió hasta atravesar el cerco marino. Aguantaban la respiración. De nuevo en la superficie, remaron hacia adentro y se dispusieron a surfear de verdad: olas tubulares, espumosas, con fuerza, cerrojillos, lentas… Pasaron la mañana danzando en el Atlántico, y al llegar a media tarde, derrotados por el cansancio, fueron a su palacio derruido a tumbarse sobre los sacos desparramados. Cuando empezaba a atardecer, Mingo y Colacho montaron en un pispás la barbacoa con su carbón químico, papel higiénico y maderas secas que salpicaban el entorno.
—Colacho, tráeme esas maderitas de ahí, que esto prenda más chachi. —Pidió el Largo.
—¡Voy! Lolo, ponme musiquita. Ahí dentro de mi mochila está el altavoz, conéctalo al bluetooth de tu móvil que al mío le queda poca batería.
—¡Tengo un hambre que te cagas, Colacho! Vete dándole caña al asaderito. —Gruñó Lolo mientras rebuscaba en el bolso de su amigo.
—¿Qué tenemos para comer? —preguntó Carla.
—¡Pero mira esta! —dijo Mingo—, ¿fuiste tú a comprarlo?
—Venga, tío.
—Chorizos y chuletas, ¿querías otra cosa?
—No, eso está bien, loco.
—¿Están frías las birras?
La tarde recorría el tiempo. La marea inyectaba gotitas saladas en la bahía de Vagabundo. Otros bañistas paseaban por la playa o jugaban con los perros lanzando palos que arqueaban el horizonte. Verano.
—Gente, esto empieza a tener buen color —dijo Domingo, removiendo la barbacoa con un tenedor.
—Y buen olor a asadero, viejito —comentó Lolo—. ¿A qué mola esto, morenita? —le preguntó atravesando los ojos grises de Carla.
—Joder, pues sí. No me lo imaginaba. Había venido a San Felipe alguna vez con mis padres a comer a Los Pescaditos, nada más.
—Y puede que haya más sitios como este por la isla, ¿no? —intervino Irene—. Es lo que hablamos el otro día. Sería genial encontrar algún sitio distinto, salvaje, con buenas olas, solitario…
—Ya, tía, pero eso es lo complicado, digo, cualquier lugar en donde haya olas estará más petado que el carajo, loca.
—Pero hoy aquí ha estado muy guapo —dijo Carla enfrascada en abrir una lata de berberechos como aperitivo.
—Ya —continuó Mingo—, pero no todos los días será así. Hoy es jueves, mañana fijo que se empieza a llenar y nos costará mucho más surfear. Vas a ver.
La tarde oscurecía, pero tardó en transformarse en verdadera noche. Los cinco compartieron berberechos, chuletas, cervezas y música. Carla se arremolinó junto a Lolo y este no dudó en pasarle un brazo por su huesudo hombro.
—¿Sabes qué, morena? —preguntó Lolo mirando las estrellas del norte—, me alegro de haberme estrellado contigo el otro día en la Cícer.
—Ya ves tú. —Apostilló complacida—. Primero pensé que eras un gilipollas; un gilipollas guapo, todo sea dicho. Y luego me alegré de haberte parado en seco cuando venías a por mí como un cavernícola, pero, en el fondo, vi que eras buen tío. Esto puede ser el principio de una gran amistad, como en Casablanca.
Y le amasó el pelo revuelto al surfero de sonrisa encantadora.
—¿Cómo dices? —Lolo no tenía idea ni había visto la película en su vida—. Me caes bien, tía.
—Tú, sin embargo, a mí no, enterado…
Irene, Domingo y Nicolás hablaban en corro a unos metros. Colacho gesticulaba con las manos unas elipses, probablemente para reconstruir mentalmente una ola. Irene sonreía abiertamente. Mingo daba buena cuenta de una chuleta bien muerta a la que le colgaba una hebra de grasa. Por un momento, la sensación fue mágica y misteriosa al mismo tiempo. Impresiones de estíoEstío Estío: Verano., recuerdos de un presente continuo. No hay nada más. No existe otro tiempo. El reloj se detuvo un momento para siempre. Solo hay ahora, ya, instante, hoy es siempre todavía.
Sonó el silencio al final de una canción y se oyó el rumor de las olas golpeando las piedras de la costa. Tras las nubes delineadas en el firmamento por un pintor figurativo, se entreveía la luna gris. Del mar de la tranquilidad comenzó a sonar una canción: Gimme some pizza, de la Nathy Peluso.
Lolo aprovechó el dulzor del momento, la pizza sonora y la luz de la noche sonámbula para besar los labios de Carla. Un beso corto, sencillo, de labios que se encuentran al filo de la carne, bonito. Después hubo una sonrisa, también breve, pero sincera. No hizo falta más.
De improviso, Colacho se levantó de su asiento de piedra y fue en busca de algo entre sus pertenencias.
—¡Señores! —gritó, y una pardela lejana chilló como un eco—. Miren lo que traigo por aquí.
Colocó la cosa sobre una piedra junto a la barbacoa y comenzó a adorarla como un primitivo fiel a su dios.
—¡Hostia puta, tío! El choriqueso —exclamó el larguirucho Mingo—. ¿Pero, cómo se te ocurre, chiflado, traer eso aquí? Estás como una cabra.
—El otro día empezamos a discutir sobre qué debía significar el código que aparecía en el cráneo y no hemos llegado a ninguna conclusión —aclaraba Colacho—. Este me ha parecido el lugar perfecto para seguir con el tema y averiguar definitivamente de qué va todo esto.
—¿De qué va el qué? —preguntó Lolo.
—¡Mierda! ¿Qué hace eso aquí? —interrogó Carla—. Chacho, pensé que no volvería a ver esa calavera nunca más.
—Choriqueso, pibaPiba Pibe: Niño, muchacho adolescente.. —Rio Colacho.
—Tal vez no ha sido mala idea —comenzó Irene— traerla hasta aquí. Es el sitio perfecto para deshacernos de ella. La enterramos por aquí detrás, o la tiramos al mar…
—…y así la podrá encontrar alguien por casualidad.
—… o un perro que escarbe en la arena.
—…o un niño que haga un castillo.
—Vale, vale… No es mala idea mandar al carajo esa calavera de una vez. Irene tiene razón, la enterramos ahí detrás y ya está. Aquí nadie nos ve. Creo que es lo mejor. Y nos olvidamos del tema, por fin —dijo Lolo.
—Tenemos los datos del cráneo —anunció Mingo.
—¿Qué datos? —inquirió Colacho.
—¿Ya te olvidaste de los números inscritos en la cabeza? Por aquí los tengo apuntados. —Mingo sacó su móvil del bolsillo y comenzó a manipularlo hasta encontrar lo que buscaba.
—¿Lo guardaste en el móvil?
—¿Qué sitio mejor? Lo tenía en papel, pero aquí ya lo tengo digitalizado.
—¿Qué ponía?
—L281709RM y L154273MR —reveló leyendo la pantalla luminosa.
—Vaya, ¿y cómo vamos a saber lo que significa?
—Hemos pensado varias cosas, ¿verdad?
—Sí.
—Déjame recordar: dinero escondido…
—¡Hm! Dinero escondido… ¿solo hay que saber dónde? —ironizó Lolo.
—Permíteme que siga: dinero escondido, un lenguaje secreto, criptolenguaje…
—Bitcoins —cortó Colacho.
—¡Cállate, machango! —continuó Mingo—. Dinero escondido, un lenguaje secreto, criptolenguaje, bitcoins y versículos de la biblia. Sí, eso era.
—Tengo una duda —dijo Carla.
—¿Qué?
—¿Esos códigos en dónde estaban?
—En el puñetero cráneo. —Rio Colacho.
—No, subnormal. Lo que digo es que en la sien izquierda había una numeración y en la derecha la otra. ¿Es así?
—Sí, ¿crees que tiene algún significado? —preguntó Mingo.
—No estoy segura, pero puede ser.
Carla sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y le pidió a Mingo que le repitiera el enigmático código que les rompía las cabezas. La noche era conmovedora y apacible. A lo lejos se veían las luces de la avenida bajo la neblina salada. El batir del mar contra las rocas envolvía el Atlántico sonoro, a decir del poeta. Carla le pidió a Mingo que le repitiera la numeración y ella fue apuntándolo en Google.
—Lo que imaginaba. La búsqueda de L281709RM y L154273MR no obtuvo ningún resultado.
—¿Qué piensas? Eso lo había hecho ya antes. Por eso es un código secreto, porque ni siquiera aparece en Google.
—Si no aparece en Google no existe —sentenció Irene.
—Creo que ya está bien este rollo —dijo Lolo poniéndose en pie para estirar las piernas—. Hemos tenido la suerte o la mala suerte, tal vez, de encontrar el cráneo por casualidad. No tenemos ni puñetera idea de lo que es. Solo nos hemos puesto a hacer conjeturas absurdas de posibilidades que no nos conducen a ningún sitio. Quizá el choriqueso llevara en la playa decenas de años o cientos, no lo sé…
—Yo he oído en clases que durante la Guerra Civil hubo flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de asesinatos con cuerpos que acabaron en la sima de Jinámar —intervino Carla—. Con la misma es la cabeza de alguno de aquellos muertos.
—Entonces —sostuvo Irene—, deberíamos devolver los restos. Puede que haya alguna familia que aún lo esté buscando.
—Tienes razón Irene, tal vez los números del cráneo identifican a esa persona, los nazis tatuaban a los judíos. Buen argumento, pienso también que debemos entregarlo a la poli. —Observó Mingo.
—Pero escucha —señaló Lolo—, deberíamos haberlo entregado el otro día cuando nos lo encontramos en la Cícer. Ahora es un poco tarde. Nos van a inflar a preguntas y no me apetece nada. Por mí acabamos con esto enterrándolo por ahí detrás y zanjamos definitivamente toda esta mierda.
—Si fuera tu familia, ¿no querrías saber dónde estaba y enterrarlo dignamente? —preguntó Irene.
—Lo que no quiero es llevarlo en la furgoneta de nuevo. El choriqueso ha venido hasta aquí y si nos llegan a parar los picoletos y la descubren, se nos cae el pelo, gente.
Sonó un sordo crujido metálico. Unas piedras de la ladera rodaron y chocaron contra la casa derruida. Retumbaba un estallido duro y seco. Los cinco guardaron silencio unos instantes mirando la oscuridad bajo el abrigo de la montaña. Pasados unos segundos, algo siniestro y desconocido cayó como una losa sobre ellos. Una sombra violenta golpeó a Lolo en la cabeza y lo derribó, cayendo, por la sorpresa del impacto, en la tierra dura. Una brecha nació derramando su sangre a la altura de la sien. Carla, impulsada por una fuerza desconocida, fue a proteger a Lolo interponiéndose entre la sombra. Aquella bestia continuó golpeando el aire, los objetos y cualquier cosa que se cruzara en su camino. Instintivamente, Mingo saltó sobre el hombre agarrándolo por el cuello con violencia. Lo arrastró tirando con ferocidad, pero rápidamente la sombra giró sobre sí y se deshizo de la pinza de Mingo, arreando un golpe seco y potente en las costillas flotantes. Mingo se hundió ahogado por el dolor y en la caída recibió un rodillazo en la mandíbula que lo dejó sin sentido. La sombra era un hombre fuerte. No demasiado alto ni de músculos de gimnasio, pero sí irradiaba una fortaleza curtida por los años y por la experiencia en la pelea. No era joven, su mirada de rencor inyectada en sangre contrastaba con los gruesos pómulos en una mandíbula cuadrada y tensa. Se agitaba la respiración entrecortada por el esfuerzo, pero no se detenía la furia. Más importante que los músculos de acero es la rabia. La fuerza está en el coraje.
El animal salvaje, liberado de Lolo y Mingo, se dirigió velozmente al cráneo y lo cogió entre sus manos. Lo envolvió con su cuerpo como un preciado tesoro. Colacho, velozmente, recogió del suelo una piedra volcánica y la apretó contra su mano. Una parte redondeada sobresalía. La sombra solo cometió un error, al coger la calavera tuvo un segundo de descuido que Colacho aprovechó. Golpeó con la misma rabia robada a la bestia en su cabeza una vez y otra y otra. La sombra se tambaleó pero no soltó el cráneo. Luego, pateó la rodilla hasta que se hincó sobre la tierra y, aprovechando la superioridad de su altura, sacudió varias veces más la testa ya ensangrentada de aquel hombre, que cayó al suelo abrazado al choriqueso. Impulsado por la ira, lo pateó varias veces más sin saber realmente en dónde golpeaba.
—¡Para ya, lo vas a matar! —gritaba Irene, que había permanecido hasta ese momento en shock—. ¡Para, Colacho, por favor!
—¡Hijo de puta! —voceaba Colacho sorbiendo su rabia convertida en lágrimas y mocos.
—¡Basta, joder! —Ardía en angustia Carla.
De pronto, todo silencio. La sombra quedó tendida en el suelo arenoso del norte, la cara llena de tierra y oscuras manchas de sangre junto a su cabeza. No se movía.