VIII LA RESPIRACIÓN DEL SURF

VIII

LA RESPIRACIÓN DEL SURF

No se movía. La sangre restallaba ocultando el rostro impregnado de tierra.

Colacho respiraba desacompasado. Se agitaba el pecho inflado como un gallo de pelea y los rizos desordenados se impulsaban como ondas marinas. Aún mantenía en su mano la piedra asesina.

Carla se acercó a Colacho y con sutileza de psicóloga le retiró la piedra, que lanzó lo más lejos que pudo hacia el mar. Luego, lo alejó unos metros de aquel cuadro grotesco de hombre con cabeza rota, consolándolo de la terrible experiencia vivida. Lolo se esforzaba por recuperar la conciencia y la verticalidad; en otro lado, Mingo se frotaba las costillas percibiendo una fisura entre ellas. Irene, sentada sobre una piedra, permanecía conmocionada por toda la escena con el desasosiego como único apoyo. El lugar presentaba una escenografía tétrica y oscura. En un semicírculo lunar, los cinco amigos temblaban de rabia y de agonía. El vértice lo ocupaba la bestia, inerte, sangrando como un cerdo. Todo esto duró realmente unos segundos, un minuto o dos como mucho, pero para ellos la eternidad se hizo carne.

—¿Qué coño ha sido esto? —exclamaba Mingo como si aún no creyera lo que había visto y sentido en su propio cuerpo.

—¡Hostia, hostia! —repetía Lolo con labios temblorosos y las palabras aún borrosas en su boca. Se dejaba hacer con un pedazo de servilleta que Carla intentaba fijar en su cabeza.

—¡Menudo cabronazo! Quería matarnos. Si no le llego a dar con el tenique, nos mata, el muy hijo de puta… —mascullaba Colacho.

—Pero ¿qué quería este animal? ¡Está loco o qué!

—Pretendía robar la puñetera calavera. ¿No viste que fue a cogerla directamente en cuanto pudo deshacerse de nosotros? —dijo Mingo haciendo exagerados movimientos con sus manos.

—Pero quizás era un puto loco del norte. El norte de esta isla está lleno de desquiciados. ¿Tú has visto la calle Real de Gáldar los días de mercadillo? —Colacho parecía incoherente con argumentos absurdos en aquella situación.

—Sea lo que sea, me da igual —seguía Lolo—. Nosotros no hemos hecho nada para que este cabrón nos agreda de esa forma.

Irene fue la primera en darse cuenta de la leve vibración. En la penumbra sucia de tierra húmeda y sanguinolenta, un movimiento repetitivo y tembloroso de la pierna de la bestia volvió a provocar un pavor atroz en la pobre Irene.

—¡Se mueve!  Está moviéndose. Mira la pierna —susurró.

—¡Rápido! Coge la cinta americana de ahí atrás.

Colacho, de un salto, metió la mano en su mochila y extrajo la cinta gris que empleaba para parchear las tablas ante cualquier embestida de las olas o las rocas. La bestia se movía débilmente. Con una mano se palpaba la cabeza arrasada de dolor y con la otra, apoyada en la tierra, intentaba incorporarse, pero lo máximo que logró fue quedar sentado con la boca abierta y una baba espesa, blanca como un hilo de plata viscoso, manando de su boca. Su mirada continuaba alelada y, de su rostro, estropajo tinto, comenzaba un incipiente hematoma ocupando el pómulo y la sien izquierda.

Entre Lolo, Colacho y Mingo, con precisión de empaquetadores experimentados, ataron con cinta americana los brazos a la espalda del agresor, que quedó inclinado unos grados hacia delante. Las piernas acabaron apretadas y sin poder de escapatoria, constriñendo la poca sangre que le podía quedar en el cuerpo. Entre los tres lo arrimaron a una piedra alta, con forma de retablo surrealista, con lo que quedó inmovilizado a un metro de distancia. El silencio tronó sobre una ola arrastrando callaos.

Sin embargo, el primer gesto de aquel hombre dejó una angustia extraña en los muchachos. La bestia sonrió. Entre sus dientes manchados de sangre se atisbó una risa que terminó acompañada de un gran salivazo entremezclado de sangre y trozos de labio roto.

—¡Menudos cabrones, hijos de perra! ¡Joder, casi me matan! Hacía mucho tiempo que nadie me daba así. Muy bien chicos… —Y continuó con una sonrisa seria y una sorna que petrificó a los chicos.

Pese al cinismo que todos podían ver en sus palabras, porque las palabras, en ocasiones dramáticas, se pueden llegar a ver, no se le notaba cabreado. Era como un actor interpretando un papel, pero acaso en la vida real. No se le advertía enojado, como si esto no fuera más que un mero trámite, como si hubiera sido atacado por un animal, sin odio humano; algo verdaderamente muy confuso y extraño para aquellos cinco jóvenes surferos.

—Me podría haber llevado la jodida calavera y ya está. —Volvió a escupir sangre—. Llevaba buscándola muchos años y unos niñatos van y la encuentran. ¡Hay que joderse!

—Pero ¿por qué has tenido que ponerte tan violento? —advirtió Carla ante el silencio del resto—. Por poco nos matas, cacho perro.

—Por favor, ya está bien. Ha sido una estupidez por mi parte, podría haberlo hecho de otra forma, pero no siempre pienso como debiera. Por favor, ¿alguien puede limpiarme la cara? Me cae sangre por los ojos y no puedo ver. Sobre todo, por este de aquí —dijo inclinando la cabeza repetidamente hacia la izquierda.

Carla se acercó temerosa con un pedazo de servilleta y le limpió el rostro con aspereza.

—Espera, tú eres el que estaba el otro día por la playa. ¡Lolo! ¿Recuerdas? Cuando te dije que alguien nos estaba vigilando. Es este tío, seguro.

—Sí, era yo. Llevaba buscando ese cráneo mucho tiempo. Pensaba que nunca lo encontraría y mira tú por dónde, apareció. ¡La pobre Curtis! Tienen que dejarme verla —dijo quitando la sonrisa irónica que no había ocultado en ningún momento.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó Lolo—. Lo que vamos a hacer es darte otra manta de hostias para que te quedes aquí para siempre.

—No, no, por favor. No tenía que haber provocado todo esto. Podría haberlo hecho de otra forma, pero…

—Tú poli no pareces, ¿verdad? ¿Quién eres entonces? —preguntaba Carla, que parecía la que más cordura guardaba.

—Tienen que dejarme verla. Es muy importante para mí. Luego, debemos destruirla, si no el mundo sabrá lo que significa y puede ser el fin de…—Dejó su frase inconclusa, reflexionando sobre sus palabras.

—¡Termina, machango! —exclamó Colacho—. ¿El fin de qué?

—Esto nos demuestra que ese cráneo es algo importante —dijo Mingo cogiendo el choriqueso entre sus manos—. A ver, cuéntanos, ¿qué significa todo esto?

—No puedo contar nada. Solo quiero verla y después destrozarla. Mira, coge una de esas piedras y rómpela en mil pedazos.

—¿Era alguien que tú habías asesinado?

—No, qué va. No tiene nada que ver con eso. ¿Tengo cara de asesino? —Rio la bestia ensangrentada.

—Pues sí, con nosotros casi lo consigues —afirmó Lolo.

—Chicos, necesito curarme estas heridas. De esta no la palmo, pero como no tapone rápido estas brechas me voy a quedar sin sangre…

—Si encima vas de buen tipo, no me jodas.

—Mira, o empiezas a soltar por esa boca de qué va todo esto o nosotros recogemos las cosas y nos largamos de aquí cagando leches. Y a ti te dejamos atadito ahí hasta que te arranquen la piel las pardelas.

—¡Mierda! De verdad, lo único importante es destruir ese cráneo. No puedo contar nada; solo les diré que tiene una información que…, digamos, no queremos que nadie descubra.

—¿Qué información? ¿Los códigos que hay grabados en el cráneo? Eso ya lo tenemos, subnormal.

—¡Ños, con los niñatos! Va a ser falso que la educación que se les da hoy en día sea una mierda. ¡Joder con la ESO!

—¿Qué significan esos códigos? —preguntó Carla.

—Si no me dicen qué pone…

—¿Con eso te quedarías tranquilo? —dijo Mingo.

—Sí, me quedaría mucho más tranquilo. Necesito que me taponen las heridas, estoy empezando a marearme.

Carla se acercó nuevamente y con servilletas y la propia cinta americana le envolvió la cabeza para detener la hemorragia. Más que un vendaje parecía el embalsamamiento de una momia grotesca y destartalada o un ciborg de plata distópico.

—Gracias —comentó tras el arreglo facial—. Y si ahora me sueltan estas ataduras, me sentiría como en casa. —Volvió a reír de modo sarcástico.

—Tampoco te pases, tío. Primero empieza a soltar por esa boca de qué narices va todo esto —dijo Lolo.

—Está bien…—La bestia momificada empezó con una pregunta—. ¿Son surferos? No me digan, ya lo sé. Llevo días observándolos. Empiezo así porque entenderán mejor lo que les quiero contar.

Aquel no era el mejor contexto para narrar ninguna historia, o sí, pero no había otro. La oscuridad cubría la playa de Vagabundo y solo la luna emitía algunos rayos de luz, acompañado por el destello de las ascuas del moribundo asadero.

Todo pareció relajarse y los cinco se sentaron alrededor de la bestia. Si no fuera por las heridas, la sangre, la violencia desatada, la calavera, las ataduras de la bestia y el miedo del rato pasado, se diría que estábamos ante un grupo de boy scout escuchando al monitor en un cuento de terror.

—Solo aquellos a los que les gusta el surf podrán entender lo que quiero explicar. Que ustedes sean surferos hará que todo sea más fácil. Coger olas no solo es un deporte. Quien piense así es un estúpido. Hay algo inexplicable en el acto de entrega al mar, elegir la ola, buscar los mejores sitios, darle wax a la tabla: es una práctica…casi religiosa. Es algo, digamos, para no pecar de cura, mágico y extraño. Una forma de vida, una manera de ver el mundo. Y solo aquellos que lo han sentido lo pueden entender de verdad. Hay surferos que buscan la ola perfecta en cualquier parte del mundo, que conviven con gente que no conoce en condiciones chungas, espacios mínimos, comidas rancias, baños infrahumanos. Todo eso da sentido al acto de acariciar el mar, aunque el propio mar en ocasiones nos devore y nos golpee. Cuando la ola te atrapa, estás con ella para siempre. Es nuestro matrimonio solitario, y nuestra madre el propio mar…

Todos permanecían en silencio, escuchando como si aquel hijo de perra fuera un guía espiritual. Incluso se pudo ver reflejada en las caras de los cinco alguna que otra sonrisilla de satisfacción.

—¿Cómo te llamas? —Cortó su discurso Carla—. Es que dices unas cosas muy guapas sobre el surf, pero antes te comportaste como un capullo. Antes de seguir escuchándote, me gustaría saber cómo te llamas.

—Masito —dijo.

—¿Cómo? —rogó Colacho.

—Máximo Sosa, pero todo el mundo me conoce por Masito.

—¿Masito? ¡Coño! Yo he oído hablar de ti —dijo Lolo—. ¿Tú eras un máquina, no? Fuiste el primer canario en ganar un campeonato de España de surf hace flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de años. Nosotros ni habíamos nacido…

—Exacto, ustedes ni existían. Lo de los campeonatos fue allá por los 70, pero eso, gente, es ahora lo menos importante. Yo en aquella época no lo sabía, pero lo de ganar competiciones es una chorrada comparado con la esencia del surf que les decía antes. Lo importante es un sentimiento de plenitud que solo se logra en determinados sitios…Cebar olas es como respirar y eso es lo que ando buscando, respirar surf. Por eso desde hace mucho tiempo persigo esta puñetera calavera.

—Entonces dinos qué significan esos códigos que aparecen en ella. —Volvió a insistir Carla.

—Ya te he dicho que yo no había encontrado la calavera, hasta ahora. Solo quiero saber el código y después destruirla, con eso me vale.

—Pues dinos lo que sabes y nosotros te quitamos de encima toda esa cinta americana —aseveró Mingo frotándose aún las costillas doloridas.

—Está bien, puede que esto sea una solución. A ver, tú, ¿sabes lo que es C.S.C?

—Ni idea, ¿una marca de cerveza? —ironizó Mingo.

—Muy bien, hijo…Veo que no tienes ni idea. ¿Nadie?

Nadie respondió.

—C.S.C son las siglas de Club de Surf de Canarias. ¿Alguno de ustedes conocía que existía el Club de Surf de Canarias?

Nadie respondió.

—Pues entonces hagamos un trato. Yo les cuento qué es C.S.C y ustedes me dicen el jodido código. ¿De acuerdo?

—¿Y esto no lo podías haber dicho antes, en lugar de darnos de hostias de esta forma? —preguntó Colacho.

—Ya te dije antes que a veces soy un subnormal. Lo siento —dijo Masito con un sentimiento de culpa que no era habitual en alguien curtido por los años—. Pero, hazme un favor y déjame ver el cráneo. Acércamelo. Llevo tanto tiempo buscándolo y ahora lo tengo tan cerca…En serio, ¿crees que atado de esta forma puedo hacer algo? ¡Déjame verlo! Por favor.

Los chicos se miraron con temor, pero en su estado era poco probable que Masito pudiera hacer algo. Carla se levantó, cogió el choriqueso y se lo puso delante de los ojos ensangrentados de aquel hombre. Masito pareció llorar a la vez que esbozaba una leve sonrisa de alegría. Un nudo en el estómago se había desenredado, aportándole una insólita tranquilidad. Le mostró los códigos, ilegibles a simple vista, pero que él miró incesantemente como si pudiera leerlos.

—Y ahora…cuéntanos de qué va todo esto —dijo Carla depositando sobre unas piedras la calavera.

—Tengo la piel de gallina, lo poco sano que me queda de piel —adujo tristemente Masito.

—Para nosotros son un enigma. Solo unas letras y unos dígitos, pero no sabemos lo que es. No tiene ningún sentido.

—L281709RM y L154273MR. —Mingo leyó los códigos desde la pantalla de su móvil.

—Apunta en un buen lugar esos códigos, son la clave de todo. Llevo muchos años intentando descubrirlos. Chicos, yo creo que ya es hora de que me suelten. De verdad, perdón por lo sucedido antes. No volverá a ocurrir. Quiero confiar en ustedes. Suéltenme…por favor.

—De eso nada, chiflado —espetó Colacho—. Primero la historia, luego la libertad.

—Está bien. —Masito carraspeó y volvió a esputar saliva y sangre antes de comenzar. Colacho le puso una botella de agua en los labios para que se refrescara la garganta. Luego, continuó—. Mis amigos Juan Barreto, Suso Sierra y yo creamos C.S.C en el año 1973. Justo en la calle Guanarteme, en una destartalada casa terrera que todavía sigue en pie, al lado del asadero de pollos el Puente, que por supuesto en aquellos años el pollo todavía vivía —intentó hacer una broma que no fue reída por nadie—. Es de las pocas casas de ese viejo estilo que se mantienen por la zona. Me cago en todas las escuelas de surf y tiendas que hay hoy en día. Si esos cabrones ni siquiera habían nacido cuando nosotros creamos nuestra organización. En aquellos años prácticamente no había tablas, ni quillas, ni nada. Entre nosotros y con algunos foráneos íbamos consiguiendo lo imprescindible para surfear. Éramos los pobres del surf; los bichos raros de la playa de melenas ensalitradas. Aquello ni siquiera era una asociación, imagínate, justo al final del franquismo… Nos reuníamos allí y arreglábamos como podíamos las tablas, fabricábamos nuestro wax con cera de vela, conseguíamos foam para reparar nuestros bollos. Una locura. En aquella asociación descubrimos un nuevo mundo, una nueva manera de mirar el mar y de convertirnos, por así decirlo, en surferos que sentían las olas como una forma de vivir. Nunca nos gustó la palabra surfista, nos parecía muy pija; nosotros éramos surferos. Buscábamos la ola perfecta, la más nítida y potente. Y C.S.C. y la Cícer se convirtieron en el epicentro de nuestro pequeño mundo. Todo hasta la llegada del guiri, de Peter Troy.

—¿Peter Troy, el surfero australiano?

—Sí, el mismo. Peter Troy fue quien nos lo contó. Pero no nos lo dijo todo. Peter Troy era uno de ellos.

—¿A qué te refieres con uno de ellos?

—Era en aquel entonces, me refiero al año 1978 o 1979, el jefe de la Logia Surfera, aunque él lo llamaba Gran Canary surfer lodge.

—¿La Logia Surfera? ¿Qué narices dices? —preguntó Mingo.

—Mira, Masito, a mí me da que te estás inventando todo esto —dijo Carla.

—¿De verdad crees que me iba a inventar una cosa así? Pues vaya imaginación la mía. Gran Canary surfer Lodge es una institución secreta que existe desde principios del siglo XX y ha seguido siendo un gran enigma hasta nuestros días. La Logia guarda en secreto lugares con olas perfectas. Sitios ocultos al resto de la humanidad y por supuesto al resto de los surferos para que no se llenen y se vuelvan como, por ejemplo, la Cícer. No es que queramos que la gente no coja olas, pero sí pretendemos guardar en el máximo silencio ciertos lugares que consideramos, como decirlo, mágicos, para que podamos surfear de una forma personal, o mejor digamos, esencial. Para volver a sentir el origen del surf, como les dije antes, para respirar surf.

—Pues dinos en donde está ese lugar —reflexionó Lolo.

—No puedo. Por eso llevo tantos años buscando esa jodida calavera. Peter Troy nos ayudó en un montón de cosas. Desde que descubrió nuestra asociación, la C.S.C pasaba por allí a menudo y nos daba tablas y material para que nosotros lo usásemos. Surfeábamos muchas veces con él en la Cícer, en el Lloret y en el Confital, sobre todo disfrutaba de la ola de derecha. Con el paso del tiempo fuimos haciéndonos amigos, o al menos eso creía yo. Peter fue el último presidente de la Gran Canary Surfer Lodge, hasta que confió en mí y me nombró como su sucesor. Pensaba que yo sentía las olas y el surf con sinceridad y que llegaría a ser un buen presidente. ¡Cómo se equivocó! Lo único que faltaba para confirmar mi puesto era encontrar ese lugar de Canarias secreto con la ola perfecta. Pero no iba a ser tan fácil. Lo único que me dejó fue enigmas que he intentado resolver todos estos años. Quien presida esta institución deberá encontrar por sí mismo el lugar, me solía decir el cabrón de Peter. El último enigma es la puñetera calavera de Curtis. En ella está grabada el código del lugar.

—¿Entonces, esos números indican un lugar? —interrogó Carla.

—Sí, así es. Por eso me he puesto tan violento. Quería ese cráneo por encima de todo. Me he obsesionado con él durante tanto tiempo…Llevo cerca de quince años buscando a Curtis y el lugar secreto.

—¿Quién es Curtis?

Masito se detuvo a respirar y a escupir un poco más de sangre oscura. Por primera vez, la sonrisa seria que llevaba marcada se perdió en la noche. Intentó moverse, pero las ataduras de la cinta americana no le permitieron realizar más que un ligero tambaleo, que fue percibido por los chicos.

—¿Curtis? —dijo con gran esfuerzo—. Curtis es ese puñetero cráneo. No estoy bien. Y no he hecho las cosas bien. La Logia está a punto de desaparecer. Tal vez por mis miedos para que nadie descubriera el lugar mágico de olas de esta isla, o quizás por egoísmo…no lo sé. Ahora mismo estoy yo solo y será el final de nuestra logia. Ustedes son surferos, quizá me puedan ayudar. No lo sé… Tienen que entenderme. Probablemente, yo no era el mejor para presidir la asociación, pero así fueron las cosas. La he cagado mil veces… por favor.

Diciendo esto, ladeó la cabeza abriendo inusualmente la boca de la que fluía una baba gelatinosa entremezclada de miel sangrante. El lado izquierdo de Masito se paralizó y el brazo se contrajo enérgicamente hacia su hombro. El cuerpo quedó irremediablemente apretujado y tenso, por lo que la única solución que encontraron ligamentos y articulaciones fue resquebrajarse, el hombro se desencajó y se salió la clavícula. Masito quedó inconsciente.

Los cinco tuvieron un momento de duda y otro de terror, cada uno mayor que el otro. En sus cabezas rondaba el miedo de un asesinato posible.

Llegar hasta la furgoneta cargando con el cuerpo de Masito fue una gran agonía. Debieron detenerse unas cuantas veces para tomar aire y cambiar una persona por otra, con el fin de no desparramar el cuerpo inerte por las rocas. Aparte, recogieron las tablas y poco más. El surf camp de Vagabundo parecía un campo de batalla salino. Antes de partir, Lolo, impelido por una sensación extraña, aplastó repetidamente con una piedra el cráneo, por lo que el choriqueso quedó fracturado en infinidad de virutas de polvo blanco junto a la ceniza de la barbacoa. El deseo de Masito se había cumplido.

El camino de vuelta hasta el hospital fue rápido. La carretera vacía, la madrugada errante y la velocidad hicieron el resto. Solo se oía el sordo rumor de las ruedas contra el asfalto negro. En la puerta de urgencias bajaron con torpeza el cuerpo y los celadores de guardia acercaron una camilla.

—¿Qué ha ocurrido? —El médico de urgencias sostuvo la mirada de Carla y de Lolo. Los demás esperaron afuera.

Lolo no supo qué decir. Entonces Carla, cagada de miedo y con las piernas temblando, lo contó.

—Es mi padre —dijo—, estábamos de acampada en la playa y cayó por un terraplén golpeándose contra las rocas.

El médico la miró severo esperando que continuara su relato.

—Estuvo bien durante un rato…no parecía muy grave…pero luego dejó de hablar y… se le descolgaba la cara, además, el brazo se puso tenso y muy rígido. Empezó a desmayarse…y nos asustamos. Rápidamente lo trajimos hasta el hospital.

—¡Código ictus! —ordenó el médico sin dejar de controlar sus pulsaciones con una mano y palpando los golpes de su rostro con la otra.

Varios enfermeros y personal auxiliar se llevaron rápidamente a Masito al box de asistencia de urgencias del hospital. El movimiento de aquel sitio hacía recordar al rem de los ojos mientras se sueña. Gritos lejanos de alguna otra estancia se oían roncos en el aire.

—¡Usted! —exclamó el médico señalando a Lolo— ¿Los golpes de su cara? ¿También tuvo usted un accidente en la acampada?

—Sí —respondió nervioso Lolo—, cuando fui a ayudar al padre tras la caída, me golpeé con una piedra.

—Miren, todo esto suena muy raro…Deja que te vea. —Y le inspeccionó el rostro hurgando en sus hematomas—. Quédense por aquí, en esta salita para los pacientes. —Les indicó una habitación adyacente—. Enseguida vuelvo para hacer algunas preguntas y curarte ese golpe de la cara. Tal vez tengamos que realizar un tac para ver si tienes alguna fisura, los golpes en la cabeza hay que estudiarlos con rigor.

La última mirada del doctor, acompañada de pupilas brillantes, les hizo intuir que no creía una sola palabra de lo narrado. Así que desde que dobló la primera esquina, Carla y Lolo apresuraron el paso y, cabizbajos, salieron del hospital por la misma puerta por la que habían llegado.

Afuera, los demás esperaban en la furgoneta mal aparcada. La cara seca del segurita precipitó la angustia. Arrancaron y se alejaron de allí en un silencio absoluto. Lolo condujo sin saber hacia dónde hasta que posiblemente por inerciaInercia Inercia: Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza . llegó a la Cícer. En la esquina de la calle Lepanto con la plaza del pilar, frente al Club de Surf 3RJ, cerraron los ojos unas horas hasta el amanecer; dormir sería otra cosa.


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