XI LA PLAYA SECRETA

XI

LA PLAYA SECRETA

Por primera vez, Carla tuvo el valor, acompañada de Lolo y Colacho, de surfear el Lloret. El lugar suponía un peldaño de dificultad mayor que la Cícer.

Situado tras un recodo en el fin de la Playa de Las Canteras y justo en el margen del Auditorio Alfredo Kraus, las olas del Lloret rompían contra los callaos de la orilla con ímpetu ineludible. Entrar no era sencillo. Había que fijarse en lo que hacían quienes tenían más experiencia y colarse por el mismo espacio, donde una baja les daba la opción de penetrar con mayor seguridad.

Carla afirmó sus pies descalzos y húmedos en una de las piedras. Estaba nerviosa e impaciente, deseosa de surfear el presente como un animal en busca de su presa. Eso era vivir el momento, nada de literatura cursi con su carpe diem y otras gilipolladas.

Debía esperar la llegada de una ola para poder saltar al agua y remar con potencia hasta superar el peligro de ser arrastrada hasta las rocas. Colacho ya estaba braceando hacia el pico. Lolo esperó a que ella saltara primero, por si debía ayudarla.

—Tranquila… —dijo.

—¡Déjame, guapito! Yo sé hacerlo sola.

Con la llegada de la ola adecuada, Carla se metió en el agua, superó sumergida la masa marina y subió a la superficie a buen ritmo. Llevaba una sonrisa apretada en los dientes, pero la serie que se acercaba con firmeza se la borraría velozmente. Lolo saltó con la siguiente ola e intentó alcanzar a Carla, aunque la corriente se lo impedía. Fue un momento de tensión. La respiración fluía agitada. La fuerza inusitada le costó a Carla un apretón de mandíbulas que no había tenido hasta entonces y remó con todo su ímpetu para que el mar no se rompiera sobre ella. Esta vez lo superaría.

Pudo llegar al labio superior de la ola y con un salto en el aire bajar por la parte trasera. Lo había logrado. Desde ahí, había que bracear con más energía hasta llegar al epicentro, donde más de una decena de personas se empleaba en ser el primero en cebar las majestuosas ondas.

Una vez allí todo tomó un cariz distinto. Colacho, Lolo y Carla consiguieron un hueco privilegiado algo más al este y empezaron a disfrutar de unas olas cojonudas, pero no cebaban todas las que quisieran porque la lucha era tenaz. La derecha del Lloret arrebataba a cualquier surfero. Carla consiguió finalmente surfear de verdad y disfrutar el baile con la música de su equilibrio. Entró en uno de los tubos cerúleos arañando con sus dedos la pared de la ola, realizó varios derrapes que aumentaban la potencia del movimiento y el nerviosismo de la respiración, y voló con sus alas en el aéreo final, que rasgó el cielo con las tres quillas como el zarpazo de un gato salvaje.

La sensación es indescriptible, el cuerpo repleto de endorfinas y los músculos cargados de tensión y sal. Más de una hora de remadas, quiebros, subidas, amagos y margullos por debajo del océano que lame la isla.

Algunos de los puretas que surfearon aquel día la vieron pasar ufana sobre la masa acuífera del Lloret. La miraban con ilusión y sin envidia malsana. Ella, sintiéndose mirada, pensó en el propio Masito, en Suso Sierra o en Juan Barreto, los fundadores del Club de Surf de Canarias. Y pensó también que hay una historia en todas las olas pasadas que debemos saber, un tiempo de arena, sal y oleaje que no tenemos que olvidar como isleños.

Disfrutando de su primera vez en el Lloret, Carla respiró surf y entendió que si había alguna playa secreta en la isla, esa playa solo conocida por Peter Troy y los anteriores miembros de la logia, era el momento de buscarla, encontrarla y por encima de todo, surfearla o respirarla, que se estaban convirtiendo en sinónimos.

Esa misma tarde, después de engañar al hambre con un bocata de calamares del Ñoño, los cinco subían por la calle Guanarteme en busca del club de surf, justo al lado de Asadero de pollos El Puente. Caminaban en procesión, uno delante de otro, debido a la estrechez de la irregular acera de la calle. Carla irradiaba luz tras la surfeada de esa mañana. Se mostraba orgullosa, segura, con una frescura inusitada que flotaba de su piel hacia el universo.

—Aquí es —dijo Lolo—. Fernando Guanarteme, 112.

—¿Tienes la llave? —preguntó Carla.

—Sí. —Revolvía en su mochila en busca del llavero.

—Pero, tío…Esto es un taller de coches o algo así…Taller Suso: Cambios de aceite y filtros —argumentó Colacho—. ¿Necesitas un cambio de aceite, Lolo?

—¿Suso…? —reflexionó y dudó Carla—, ¿así no se llamaba uno de los del club de surf? Sí, Suso Sierra…

—Con la misma es una tapadera.

—Esto parece abandonado.

—Bueno, esperemos, tranquilos. Aquí está la llave. Déjame ver si la puerta se abre.

Lolo introdujo la llave y giró la cerradura. Lentamente, la puerta cedió y los cinco entraron en el antiguo Club de Surf de Canarias.  A mano izquierda, una puerta daba acceso a un taller de coches en completo desorden con olor a aceite, goma vieja y gasolina. A la derecha, unas escaleras de baldosa indefinidas ascendías al piso superior. Los chicos subieron entre risas y curiosidad. Cuando llegaron al rellano del primer piso, una vieja puerta de cristalera traslúcida de la que colgaba un cartel que rezaba: Club de Surf de Canarias escrito a mano, con buena caligrafía, pero que probablemente se grafió hace veinte años, los saludaba.

—¿Pero tú has visto ese pedazo de cartelito? —Se descojonaba Colacho y junto a él su pelo retorcido.

—¡Guau! Vaya nivel.

—¿Y este es el famoso club? ¿Y de aquí sale la secretísima logia y la Gran Canary Surfer Lodge? ¿Y el Peter Troy y todos los puntales surferos del planeta?

—Me da que Masito tiene pinta de chafalmeja, perdona que te diga.

—Esperen, chicos. Tranquilidad. Vamos dentro.

Lolo abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y los cinco entraron en la estancia. Para su sorpresa, el lugar era agradable. Un amplísimo salón, completamente diáfano se extendía ante sus ojos. Una enorme cristalera daba al viejo barrio de Guanarteme y las destartaladas azoteas del distrito. Se notaba la falta de limpieza, pero la calidez de la organización, las estanterías con libros de surf antiguos y las fotografías de la pared, daban la impresión de sala de los años 70 retro de estilo sueco. En el fondo del local unas burras sostenían varias tablas de surf proyectando un colorido especial, al lado crujía una nevera pequeña. Junto al ventanal un gran sillón gris de tela gruesa con canaletas y bastones. Al margen izquierdo y lindando con la pared de ladrillos colgaban más fotos, en algunas de ellas distinguieron a Masito y en otras a Peter Troy, pero no supieron distinguir al resto de, en aquel entonces, jóvenes surfistas. Junto al sillón había una mesa de madera de trabajo con soporte de madera. Parecía más un espacio de trabajo nórdico que un local, anatómica y geográficamente, africano.

—¡Joder! Pues está guapo —dijo Irene—. Fijo que lo decoró el mismísimo Peter Troy.

—Sí, me gusta mucho. Tiene más estilo de lo que pensaba —interviene Carla.

—¿Y ahora qué? —añade Mingo. Se fueron sentando unos en el sillón, otros en las sillas alrededor de la mesa.

—A esto le falta una plantita o algo.

—¿Trajiste tu ordenador, Mingo?

—Sí, aquí lo tengo, y conectando con la wifi más cercana. A ver…Pues mira, nos hacemos coleguitas del asadero de pollos que no tiene clave y…ya está…wifi conectada, listo.

—Bien, y ahora a buscar qué significan los códigos de la calavera.

—No, Lolo. Querrás decir el choriqueso.

—Del choriqueso ya no queda nada, solo polvo. Menuda movida la del otro día en Vagabundo. Creo que no había vivido una pelea así en mi vida. Y luego mira, el tipo nos pide ayuda para encontrar lo de los códigos.

—Masito dice que esos códigos indican un sitio, un lugar en la isla con unas olas perfectas —puntualizó Carla—. Un lugar secreto, una playa secreta que nadie conoce, solo los miembros de la logia, Peter y los predecesores. Ese es nuestro cometido. Debemos descifrarlos e ir a toda hostia a esa playa.

—Pues al lío —sugirió Colacho, sentándose al lado de Mingo—. Tal vez hemos buscado mal el significado de los códigos. Habíamos pensado en varias posibilidades: que si dinero escondido, criptomonedas, versículos de la Biblia, pero en ningún momento se nos ocurrió que pudiera ser un lugar…

—…Y menos una playa secreta —profirió Irene, que se había levantado del sillón y miraba libros y álbumes de la estantería.

Lolo, Mingo y Colacho dispuestos alrededor del ordenador, buscaban el enigmático significado alfanumérico. Mingo tecleaba la manera de buscar lugares a través códigos. De los aproximadamente 178.000 resultados picó en el primero: Utiliza los códigos plus para encontrar y compartir lugares.

—Mira, este quizá nos sirva —observó Mingo—. Introduce seis o siete números y letras…Voy a intentarlo escribiendo el código del choriqueso. ¡Apúntamelo, Colacho!

—L281709RM y L154273MR. —Leyó de la libreta adquirida en el chino para la ocasión de investigador.

Mingo tecleó las series alfanuméricas sin resultado.

—Nada, esto no sirve…Con esta aplicación accedemos a la creación de ubicaciones, pero no identifica códigos tan complejos.

—Pues a seguir probando, de eso se trata. ¿Puedes poner algo de música?

—Bejo, siempre.

—Vamos por partes. Cada uno de los códigos empieza por «L». ¿Eso puede significar algo? —inquiría Lolo.

—«L»: cincuenta en números romanos…No tiene sentido. A ver, déjame seguir mirando… «L»: parte del código Morse… raya, punto, raya… nada… «L»: en el código hexadecimal… Tampoco, tiene que ver con colores… «L»: código QR… Esto no nos sirve para nada… «L»: latitud/ longitud…

—¡Espera! Latitud y longitud. Eso sí nos podría servir. ¿Estamos buscando un lugar, no? —observó Colacho—. Que yo recuerde, la latitud y la longitud son coordenadas geográficas de puntos de la superficie de la tierra; en este caso, lugares exactos de la isla. ¡Eso es lo que andamos buscando!, ¿no?

—Sí, suena bien, latitud y longitud. Probemos con eso.

—Hay una aplicación de Google Maps en la que se pueden introducir coordenadas.

Mingo anotó los códigos de latitud y longitud en el lugar adecuado y el mapa satélite se redirigió directamente hacia La Isleta, pasando Las Coloradas y por detrás de la zona militar restringida que ocupa la parte norte de la isla de Gran Canaria. La Isleta era uno de los pocos lugares que dentro de la ciudad de Las Palmas seguía conservándose en estado puro y salvaje. Naturaleza auténtica en todos los sentidos. Quizás al ser una zona militar, no se había podido construir ni especular, salvo la parte de Las Coloradas esas grutas volcánicas se habían conservado de forma íntegra durante muchísimos años. Alguna cosa buena debía tener los designios de la jerarquía militar. En la zona interior de los volcanes no existían caminos, excepto los creados por los soldados y tan solo por la costa bordeaba un camino peatonal por el que recorrer una parte pequeña de La Isleta hasta el Lomo de los Morros.

Los chicos se quedaron boquiabiertos. Sus rostros irradiaban una extraña ilusión, como exploradores digitales que encuentran un tesoro oculto. Habían encontrado el lugar, o por lo menos se habían acercado mucho a la playa secreta, al menos virtualmente. Comenzaron a escudriñar cada uno de los puntos rocosos al lado del mar salpicado de pinceladas de espuma, leyendo en la pantalla del ordenador los nombres de cada uno de los puntos señalizados. Desde el Lomo de los Morros solo se podía ir caminando. Descubrieron que, pegado a los acantilados, había un roque que se denominaba Roque del Moro y a decenas de metros, hacia el norte, una cima llamada Montaña Roja.

—¡Fíjate! —repuso nuevamente Mingo.

—¿Qué? —inquirió Lolo.

—¿No te dice nada Roque del Moro y Montaña Roja? Todo encaja.

—No, no sé. ¿A qué te refieres?

—Las iniciales Roque del Moro y Montaña Roja son las mismas que las letras de los códigos «RM» y «MR», que aparecen tras la terminación de los números.

—¡Joder! Pues es verdad. Eres todo un inspector, loco —alabó Colacho.

—Ya lo tenemos —profirió El Largo—. El sitio que buscamos está en La Isleta, entre el Roque del Moro y Montaña Roja.

Los tres amigos se abrazaron y saltaron en corro, como si de niños chicos se tratase. Acababan de descubrir lo que tantos quebraderos de cabeza y golpes en la piel les había costado. Por lo menos, tenían una dirección a la que dirigirse, una dirección salvaje, pero, en definitiva, un camino que seguir.

En ese mismo instante, Irene, que había sacado de la estantería un viejo libro que hojear, descubrió en su interior unos documentos que llamaron su atención.

—¡Gente! Miren esto…

—¿Qué es? —preguntó Carla

—Origen e Historia The Gran Canary Surf Lodge —afirmó Irene desplegando los ojos.

—Los predecesores de Masito… —soltó Carla.


 

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