XIV
TRANSITAR POR UNA PELIGROSA GRUTA VOLCÁNICA
—Mira hacia allá —dijo Colacho abarcando el espacio con su brazo—. Las vistas de la ciudad son espectaculares.
—Es un pasote —contestó Mingo, que caminaba a su lado, arrastrando los pies por el peso del equipaje.
El día, ventoso de alisios moderados, envolvía a los inquietos jóvenes. Las nubes en simbiosis con el cielo reflejaban una combinación de naturaleza perfecta.
—¡Vamos, gente! ¡A patear, que todavía nos queda un buen trecho! —exclamó Lolo.
—¿Cómo estás, Irene? —le preguntó Carla, que andaba con ella hombro con hombro.
—Pues no lo sé, tía. Por un lado, acojonada y, por otro, con una ilusión que te cagas.
—A mí me pasa lo mismo. No te preocupes. Tengo miedo por si algo no sale bien. Nos estamos embarcando en una extraña historia, solo espero que no sea muy peligrosa.
—Recuerda lo que decía el libro: «transitar por una peligrosa gruta volcánica» —rememoró Irene haciendo uso de su buena memoria.
—Ya —atajó Carla—, pero si ellas lo han hecho, nosotras también podemos.
—¿Ellas? ¿Quiénes son ellas?
—Pues, Agatha Christie, Dora Curtis, Sarah Middlemore… Si ellas pudieron, nosotras también, capullita, ¿somos menos que ellas? No, por supuesto que no. Probablemente, no volvamos a vivir una historia como esta nunca, Irene.
—¡Qué valiente te has vuelto, Carla! Cualquiera lo diría.
—No sé si es valentía, Irene. Yo lo llamaría ganas. Las ganas de encontrar esa puñetera playa, las ganas de descubrir algo que está oculto para la mayoría de la gente, las ganas de coger olas increíbles y de respirar surf…
Se aproximaron al final del camino y se detuvieron en una especie de mirador natural sobre los caprichosos restos volcánicos que parecían rosas petrificadas. No había ningún nuevo camino a la vista. Optaron por adentrarse en una vereda que iba hacia al norte y aprovecharon una estrecha explanada para dejar el material en el suelo y tomar resuello y agua a partes iguales.
—¡Separémonos! —repuso Lolo, tomando iniciativa de general de expedición—. Dos por un lado y tres por otro. Así resultará más fácil encontrar el camino adecuado que nos lleve al tubo volcánico.
—¿Al tubo? ¿Qué buscamos, una ola? —preguntó Colacho.
—Algo así como el tubo de una ola…, pero de piedra volcánica —indicó Lolo.
Carla aprovechó la ocasión para explicar lo que creía que debía ser la entrada de la gruta.
—No se especifica en el libro de la logia, pero andamos persiguiendo una gruta, una cueva o algo así. Debe ser un boquete en la tierra o una cavidad escondida entre las rocas. Observen cualquier hueco y miren en su interior. Sabemos que la gruta volcánica está por esta zona. Hay que inspeccionar todo lo posible.
—Pero tardaremos horas. —Se quejó Mingo.
—Pues no perdamos más tiempo. ¡Ánimo, chicos! Encontraremos esa puñetera entrada a la playa secreta —señaló el general.
Durante las horas siguientes, rebuscaron entre los lugares más peregrinos de la abrupta costa del Confital. Subían por pequeñas laderas de antiguas erupciones, levantaban piedras en busca de cualquier indicio que indicara el principio de una gruta, se asomaban a barrancos inclinados atisbando posibles entradas. La escasa vegetación sedienta resistía enterrando sus raíces en la tierra repleta de nutrientes ardientes, pero la cavidad no aparecía.
El tiempo se filtraba en el espacio y los chicos eran incapaces de localizar la gruta escondida. En varias ocasiones la desesperación hizo mella en ellos. El cansancio se apoderó de sus músculos y en sus mentes la impaciencia se ensanchó como un sopladera a punto de explotar. Sus primeras expectativas se fueron quebrando. Esperaban encontrar el camino hacia la playa secreta con más facilidad, pero el destino no les iba a favorecer tan rápidamente. Carla, Lolo y Colacho se tomaron un descanso.
—No debe ser por aquí —afirmó Colacho quitándose el pegajoso sudor que caía de su cabellera como un sauce llorón—. Hemos estado por todos sitios y la jodida gruta no aparece.
—Quizá sea por otro lado, más al este —dijo Lolo señalando por encima de la loma.
A lo lejos, a unos cien metros por encima de ellos, Irene y Mingo se ayudaban mutuamente a superar un intrincado roque por el que desaparecieron tras la lava negra petrificada. A los pocos segundos, un agudo grito les llegó desde la distancia.
—¡Aquí, aquí! —Se oyó lejano.
Era la voz de Irene, que volvió a surgir sobre la formación rocosa efectuando aspavientos con sus brazos, como un operario que lleva el avión a la puerta de embarque. Carla, Lolo y Colacho se dirigieron velozmente hacia su amiga.
Por fin, habían encontrado la entrada a la gruta. Estaba situada justo detrás del minúsculo roque y oculto bajo una tabaiba en la cara nordeste, por lo que resultaba casi irreconocible si no te detenías a apartar la reseca vegetación. Justo en el hueco, había un pequeño cartel de madera que decía: The Gran Canary Surfer Lodge.
Es fácil imaginarse el grado de felicidad que recorrió la piel de los cinco. De pronto, desapareció el agotamiento físico y en un momento llevaron hasta la entrada de la cueva sus mochilas y tablas de surf. Con los primeros pasos hacia el interior la oscuridad se hizo patente, solo unos rayos de luz se filtraban por las grietas del áspero pasadizo. Hubo que encender linternas, afianzar el material a sus cuerpos y dejar las manos libres para empezar el sendero. Otro nuevo camino.
—¡Ojalá Masito estuviera con nosotros! —Pensó Carla en voz alta.
—¿Para qué? Él tampoco sabe cómo es el interior de esta gruta. Estaría igual de asustado que nosotros —comentó Lolo—. Es mejor así.
—¡Chicos! Comienza la aventura —declaró Colacho con sus pequeños pero vivarachos ojillos.
—No comienza ahora, hace días que todo esto empezó. Vivimos algo genuino —observó Mingo volviendo a reordenar la tabaiba para ocultar la entrada de la cueva y echando una última mirada intranquila a la luz del Confital que dejaban atrás—. ¿Cuánto tiempo estaremos ahí dentro?
La pregunta golpeó a todos con un silencio ensordecedor.
La primera parte de la estrecha caverna descendía unos metros, por lo que hubo agarrarse con manos como ganchos a los salientes y pisar con seguridad en cada uno de los insignificantes recovecos para evitar caer. Golpearse con las rocas en el interior de la gruta podía significar un profundo corte, una pierna destrozada o una muerte lenta e incómoda. En esos momentos, lo último que querían era acabar agonizando en la oscuridad.
Lo angosto del lugar obligaba a los chicos a ir en fila de uno. Lolo ocupó el primer lugar y Carla se colocó detrás de él. Aprovechó el orden de la hilera para girarse y propinarle un rápido beso en la pulpa de los labios. Ella sonrió asustada. Irene y Colacho seguían la cola; el último lugar lo ocupaba Mingo, el cual debía agacharse más que el resto para no magullarse con el techo de piedra. Aún recordaba como un eco angustioso su pregunta: «¿cuánto tiempo estaremos ahí dentro?…».
Cuando bajaron el primer tramo, se hallaron en las tinieblas universales, interrumpidas artificialmente por la luz primaria de sus linternas. Aún así, la caverna quedaba tenue y anaranjada como los días de calima intensa. Cada paso debía darse con cuidado, como pisando en el infinito, como el equilibrista en un precipicio. De las paredes y del techo emergían afilados salientes que tenían que evitar para no golpearse. No saber lo que les deparaba provocaba una angustia desmedida. Y encima, el silencio subterráneo no ayudaba a suavizar su temor. De vez en cuando sonaba un viento incandescente que atravesaba la gruta. El aire cálido recorría la piel lamiendo sus cuerpos. Al menos, respiraban de forma natural. El viento recorría la cueva entera renovando el oxígeno incoloro. Tras recorrer decenas de metros percibieron la humedad del mar, unas gotas saladas que refrescaba el olfato negro de los chicos.
La gruta comenzó a estrecharse de tal manera que tuvieron que irse agachando hasta las rodillas y comenzar un gateo que los angustió mortalmente. Lolo, sin fuerzas, sintió desconfianza, una ansiedad que lo oprimió durante algunos segundos. Carla, que vio la zozobra de Lolo, decidió, sin pensar, tomar el mando de forma activa y enérgica.
—¡Rápido! ¡Atrás! —ordenó—. Mochilas y tablas fuera.
Retrocedieron unos metros, abandonando el material en el suelo. El calor y la oscuridad agotaban a los chicos. Llegaron a un espacio más diáfano en el que formaron un semicírculo de asamblea logística. Los rostros diluidos por la luz parecían sueños misteriosos.
—Debemos organizarnos para pasar a la siguiente parte de la cueva —ordenaba resolutiva la de ojos de husky—. Hay un estrechamiento. Primero, pasaremos Lolo y yo, luego, ustedes nos van alcanzando tablas y mochilas hasta que todo esté en el otro lado. ¿De acuerdo, pandilla de caraculos?
—¡Joder! Estoy acojonada, Carla. ¿Seguro que es esta gruta? ¿Y si nos hemos equivocado? —Irene mostraba en alto sus miedos y temblor.
—Yo también tengo miedo, Irene —dijo Carla—, pero debemos mantener la calma. Seguro que nos queda poco para llegar. Ire, mírame, Ire. Piensa en el final, piensa en la playa brutal que nos vamos a encontrar, piensa en las olas que vamos a tener solo para nosotros. Dejemos atrás, en un rincón, nuestros temores. ¿Sabes, mi niña? Nos conocemos de toda la vida, confía en mí. Esta aventura en la que nos hemos metido me ha hecho crecer. ¡Soy más grande! Y no lo digo físicamente, sino que mi alma es más grande o mi puta energía es gigantesca, me da igual.
Sonrió y, arrancada por un vigor eléctrico, hizo que todos se abrazaran. La obligación del abrazo sacó de todos ellos una sonrisa directa del corazón. Ahora eran un grupo de amigos que era más que eso: un equipo que había aprendido a respirar surf.
La arenga de Carla cumplió su efecto, porque animó a los chicos a seguir hurgando en la oscuridad de la caverna con una pincelada mayor de optimismo. Hicieron lo acordado y con viveza pasaron todo el material por el estrechamiento. Lo que encontraron al otro lado fue acojonante.
Una inmensa cavidad apareció ante sus ojos. Una bóveda volcánica de varios metros de altura que recordaba a una vieja iglesia, por el techo magmático germinaba un rayo de luz que se clavaba firmemente contra las columnas de basalto. La sonoridad de la geometría rectangular producía una nitidez espectacular. El eco de sus voces resonaba en los minúsculos poros de la lava pétrea.
El sentimiento positivo de los chicos se reforzó. Sus gestos emanaban una sensación especial. Habían llegado a un templo sin altar ni Cristos en vinagre, solo formas duras de lava ennegrecida y figuras irregulares forzadas por la imaginación. El tiempo que permanecieron en la bóveda templaria cinceló la ilusión por llegar hasta el final. Encontrar la luz de la playa secreta impulsaba cada uno de sus pasos. Volvieron a ponerse bártulos y tablas sobre sí y reanudaron la marcha con urgencia. Sabían en su fuero interno que les quedaba poco. Llevaban cerca de veinte minutos recorriendo la gruta de la Gran Canary Surfer Lodge. Agatha Christie no se lo ponía nada fácil.
Al final de la bóveda el camino volvía a apretarse, una nueva subida resbaladiza les frenó el paso. La ascensión tenía bastante peligro. Debían escalar por los cortantes filos unos cinco metros. Lolo fue el primero en subir, le siguieron los demás con gran trabajo. Irene, Carla y Colacho lograron el ascenso ayudados unos por otros. Cuando Mingo estuvo a punto de alcanzar el nuevo recodo, sufrió un resbalón y su cuerpo se desplomó sobre el suelo. Rodó unos varios metros sobre las aristas volcánicas. Un grito resonó como un trueno en la bóveda. Colacho saltó como un resorte hasta agarrar el brazo a Mingo que pendía en el aire. El pantalón se había desgarrado y de su pierna fluía un líquido viscoso goteando las piedras. El charco bajo sus pies olía a sangre.
—¡Aguanta, Mingo! —Sintió que el esfuerzo por coger a su amigo había sido necesario para salvarle la vida.
—¡No me sueltes, tío! Mi pierna…Me he rajado la pierna. ¡Súbeme!
Los demás acudieron rápidamente para elevar a Mingo a sitio seguro. Tiraron de él hasta que lo tumbaron sobre la losa discontinua. Allí reventaron el pantalón y descubrieron la herida abierta.
—No parece muy profunda —dijo Irene—. Carla tráeme la mochila, tengo gasas y agua oxigenada.
Carla hizo lo que su amiga le pedía.
—¡Tranquilo, Mingo! Parece más de lo que es. Seguro que varios puntos de sutura te lo dejan bonito, pero no estamos en el centro de salud. Aquí habrá que taponarlo como se pueda. Quedará cicatriz, pero te salvas, capullito. Una cicatriz fea como un gusano rosa.
—Coño, tía. ¿Cómo te pasas, no? —dijo Mingo con dolorosa sonrisa. El Largo era fuerte.
—Es lo que tiene el Ciclo Superior de Auxiliar de Enfermería: odias a los pacientes —conjeturó Irene resolutiva.
—Te debo la vida, Colacho, te debo la vida.
—No lo sabes bien todavía.
Confiando en el rato de resuello, mientras volvía la respiración a las habituales trece por minuto, los amigos volvieron a la oscuridad del camino. Cada paso pesaba, pero acercaba a la incierta meta. Mingo iba renqueante, pero iba. Colacho no lo dejó el último y ocupó su puesto en la fila. El silencio volvió a resonar en la oscuridad electrizante de la gruta. Una sensación de masa espesa aplastaba la cabeza de los surferos.
Tras el último recodo de magma tiznado, brotó un botón de luz blanca.
—¡Hostias! ¡La salida, la salida! —vociferaba Lolo acelerando la marcha.
Faltaría diez o veinte metros para alcanzar el fin de la gruta y la rapidez de sus pasos desconcertaba al cansancio de sus almas. El tiempo se detuvo en el espacio. Una luz penetrante cegó a los muchachos que pisaban la mullida arena morena. Carla pensó en Agatha Christie cogiendo olas en la playa y en Masito tumbado en la cama del hospital.
Lo primero fue descalzarse. Al principio andaban pausadamente, cada paso era anime japonés, haikyu: lanzamiento interminable de la pelota de voleibol por encima de la red.
A la derecha, el risco de la montaña roja estratificada, de nula vegetación, se extendía alrededor de cien metros de medialuna magmática, formando una visera que dejaba oculta gran parte de la playa, por lo que el sol sólo golpeaba de lleno durante el atardecer. Una lengua de roca eruptiva petrificada cerraba la playa, por lo que ese lugar secreto no podía ser visto desde el mar. Sin duda, por esta razón se había conservado virgen durante tanto tiempo. La única forma de llegar era a través del túnel.
Varias dunas serpenteantes daban la bienvenida a los chicos que se miraban con aire de sorpresa y euforia a partes iguales. Al fondo, la playa más hermosa jamás vista, con un manto de arena sin huellas, los invitaba a dejar el rastro original bajo sus pies. Ni un ápice de humanos, de plásticos, de suciedad que manchara aquel lugar secreto y sagrado.
De repente, el mar turquesa, espléndida masa de agua pura, los recibía. En el centro de la playa, un pico perfecto de olas se imponía de manera majestuosa. Dos metros perfectos, la potencia justa, el impulso adecuado, con un tubo líquido de cilindro insuperable, que cuando rompía llegaba hasta la orilla lamiendo la arena.
Se detuvieron un momento en el límite de las dos arenas, seca y mojada.
—¿Cómo estás, Mingo? —preguntó Irene.
—¿Cómo voy a estar? De puta madre, loca. ¿Has visto un sitio igual en tu vida? La pierna ni me duele. Me ajusto el vendaje y punto, pero esto yo no me lo pierdo.
—Estoy con la boca abierta. Por más que lo imaginara, no podría haber pensado que iba a ser así.
—La realidad supera la ficción —observó Colacho, que se ajustaba el chaqueChaque Chaque: chaleco. y apretaba la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. en su tobillo.
Carla y Lolo, ya en bañador, bajaron a la orilla a mojarse los pies y sentir la temperatura del agua. Estaba fría. Observaron la corriente y la resaca del mar. Cronometraron los intervalos de la serie. A lo lejos, un grupo de calderones cosía el Atlántico.
—¡Dame un beso! —Esta vez fue Carla la que propuso los labios a Lolo, que la miraba con ingenua sonrisa.
El beso finalizó en el abrazo de dos cuerpos morenos, que se apretaban fusionándose un ser en otro ser.
A su lado, pasaron corriendo Irene y Colacho.
—¡Al agua, pringaos!
Mingo caminaba por detrás con algo de cojera y una sonrisa de felicidad plena.
—¡Qué la respiración del surf sea con nosotros! —exclamó Carla yendo a por su tabla.