La salida al infierno.
Ya con la luz del día partimos hacia el infierno. La tal palabra era la más pronunciada en las islas, y de manera vehemente en Lanzarote desde que comenzaron las erupciones. Algo que no acertaba a comprender era la certeza en todos de que tal furia de fuego y destrucción estaba motivada por nuestros pecados.
Observaba la isla y sus habitantes y no me cabía en la cabeza qué tipo de faltas habían cometido contra el Hacedor para merecer semejante grado de destrucción. Como siempre, fui reacio a admitir esas culpas; me parecía aún más doloroso escuchar que toda la destrucción era motivada por aquellos que la sufrían y que la Iglesia, para disculpar la ira de Dios cargaba las tintas contra los hombres y mujeres… que no hacían más que dejarse la vida en aquel sequero de patria que daba muy pocas alegrías, tan pocas como lluvias.
El infierno se hacía patente allí donde las carencias eran naturales y donde, a mi juicio, no había más pecado que la supervivencia. Dirigimos la expedición hacia Tinajo por saber que este pueblo estaba fuera del peligro y que desde allí se podrían ver bien las tierras afectadas. Pero ya en Mozaga advertimos cómo habían llegado hasta allí las cenizas volcánicas, igual que en el Lomo de San Andrés, así que hicimos un rodeo y nos encaminamos por fuera hacia La Vegueta. Habíamos elegido este lado porque al ser los vientos predominantes del nordeste estaríamos a salvo de los humos y gases, así como de la dirección que por causa de los vientos podrían tomar las lluvias de cenizas y escoriasEscorias Escorias: Cenizas volcánicas..
Al llegar a Tinajo, la gente se arremolinó a nuestro alrededor y nos preguntaba por el estado del volcán; fue harto curioso, pues realmente si alguien tenía que preguntar éramos nosotros. Pero ya se sabe, como en todo, parece que el que llega tiene mayor certeza sobre un asunto que el que lo sufre.
Esta gente estaba muy asustada, pero dispuesta a enseñarnos por qué lugares podríamos acercarnos al volcán sin sufrir daño. Así que con esos consejos nos acercamos a un lugar desde donde vislumbrar la catástrofe. Yo soy pintor. He pintado, sobre todo, motivos religiosos, imagino que como la mayoría de los pintores que tenemos la oportunidad de trabajar para los encargos de la Iglesia. En algunas ocasiones he pintado cuadros de ánimas y puedo decir con total certeza y turbación que jamás había visto nada semejante a aquellas llamas levantarse por arriba de las piedras candentes. Tenían razones más que sobradas aquellos que comparaban esta calamidad con el infierno.
–Mire –me sacó de la ensoñación Damián Leal–. Allí donde todavía se ven los restos de una casa, eso es Tingafa.
–Eso era –le corregí con amargura
al ver cómo los restos difícilmente se vislumbraban y anoté su situación en el dibujo.
Ayudado por él, fui colocando números en las zonas cubiertas por el fuego después de trazar a lápiz, de manera aproximada, todo el campo que ocupaba aquel piélago ardiente. Desde el sitio más lejano de nuestra posición, Masso, que rotulé con un 1 hasta la mencionada Tingafa, con un 6, y Rodeo, con un 10, que eran, estos dos últimos, los lugares más cercanos a nosotros.
El fuego entraba allá por el mar, por arriba de Montaña Bermeja, levantando grandes penachos blancos debido al contacto de la lava con el agua. Nubes de vapor que volaban hacia Fuerteventura. El espectáculo era grandioso y recuerdo que pensé que, pese al miedo, tendría que sentirme dichoso por estar gozando de él. La tierra se abría en quejumbrosos llantos, las explosiones llenaban el cielo de piedras encendidas como centellas y cruzaban todo aquel aire malsano piedras tan grandes como pajeros.
Lástima que no me sienta capaz de pintarlo tal como sucede y me vea limitado por mi cortedad de humano. Sería, de poder ser así, el más preciso cuadro de ánimas que jamás se haya pintado.
Estuvimos contemplando la actividad volcánica hasta que la tarde fue cediendo paso al inicio de la oscuridad. Debido al temor por pasar la noche en el lugar, nos replegamos a Tinajo.
En un descampado al norte de La Vegueta los hombres montaron un campamento con una tienda semejante a la de los moros, y entre ellos establecieron sus turnos de guardias por si el volcán buscaba esa dirección. Fue un turno de guardia totalmente inútil, pues nadie se atrevió a dormir; estábamos todos en un estado de duermevela, pendientes de cada sonido nuevo.
Como no podíamos dormir, estuve hablando con Damián Leal y, pese a que ahora no recuerdo con exactitud qué partes de la conversación no eran distorsionadas por estar dormitando los dos, sí recuerdo que él me hablaba de la desgracia que iba a padecer la isla: «Encima que los años pasados no fueron buenos, con esta frangente situación estamos prácticamente perdidos. Creo que si las autoridades no prohibieran salir de la isla, aquí ya no quedaría ni un alma».
Le dije que había oído que se iba a permitir que algunas familias salieran para Fuerteventura y que allí se les iba a dar tierras del común para el cultivo; y que también se barajaba la posibilidad de que los pobres y desposeídos que lo desearan podrían sumarse al contingente que viajaría hasta América con cédulas de colonos.
–Eso está bien –contestó–; al menos se tiene la oportunidad de encontrar un nuevo destino en esas tierras que dicen que están tan bien bendecidas por el cielo.
Y prosiguió hablando de las maravillas que se decían de América; de hecho, me comentó que un medio pariente suyo iba con su familia hacia Méjico.
Cuando la primera luz de la mañana se coló por la tienda, pude descubrir que al final me había quedado dormido; probablemente, la conversación con Damián había quedado interrumpida de esa manera en que las voces se van transformando en trozos de sonidos.
El campamento se levantó enseguida. Comimos unos higos pasados y gofio con agua de hierbas, que no pude distinguir por no haberlas tomado con anterioridad, pero que me dijeron que era pasote: tenía un fuerte aroma y era muy agradable al paladar.
Aproveché para realizar unos apuntes en el mapa mientras la gente arranchaba todos los aparejos del campamento y atendía a los animales que siempre andaban inquietos.
Dibujé alrededor del contorno de la isla media docena de cuadros en donde colocar los datos que creía interesantes para que quienes los viesen tuvieran una idea más precisa de la catástrofe y de los resultados de esta.
Habiendo visto el volcán desde el lado de Tinajo, se me ocurrió que sería conveniente verlo desde el otro lado. Así que comenté a la gente que, para completar la información, ahora mi deseo era ver el volcán desde las montañas cercanas a Femés, que de seguro tendríamos una buena vista desde esas alturas.
Nos dirigimos hacia Zonzamas y desde allí trazamos rumbo hacia Montaña Blanca, Güime, y seguimos en dirección a Uga, hasta llegar a las montañas sobre Yaiza. Desde allí se veían claramente todos los ríos de lava dirigiéndose al mar. Las explosiones eran continuas y nos encontramos con gente que nos hablaba de cómo caían las bestias asfixiadas por los gases.
Caminamos por un valle y nos acercamos a una zona que llaman La Degollada para asentarnos en la cima de una montaña que allí conocen como Montaña del Medio.
Desde aquella altitud se podía ver mucho mejor la dimensión de aquel fenómeno monstruoso. La altura nos permitía ver la isla hacia el norte y comprobar cómo las erupciones ocupaban ya una parte considerable de la isla.
Allí arriba se entendía perfectamente que la gente quisiera abandonarla. Allí las palabras y razones de la Iglesia y la Corona les sobraban a los hombres y a las mujeres. Rezaban, pero preferirían rezar en un lugar más sosegado, más seguro, donde el pan pudiera cultivarse sólo con esfuerzo y no con estas zozobras. Sin embargo, la Corona estaba decidiendo el destino de muchos de ellos. La isla no podía caer en manos de los moros y el premio a los defensores era el infierno.