Vuelta a Teguise
Bajamos la montaña y nos dirigimos a la capital de la isla. Como las arenas volcánicas volaban por todos lados y cubrían los cultivos arruinándolo todo, decidimos ir en dirección a Argana. Desde allí subiríamos hacia Zonzamas y tras cruzar el jable nos acercaríamos a Teguise.
En Argana pasamos la noche; la verdad es que podríamos haber seguido caminando pues había buena luz, pero estábamos cansados, tanto nosotros como los animales.
Comimos muy poco: restos de la comida del mediodía, unos trozos de pescado en salazón que tiraban por agua de manera ostentosa y una rala de gofio hecha con vino, que nos calentó la tripa y nos dispuso a dormir tranquilos, lejos como estábamos del fuego.
Por la mañana amanecimos envueltos en una bruma que nos asustó por hacernos creer que era humo. Salimos de la tienda y el paisaje a nuestros ojos era como mágico; recuerdo que uno de los hombres dijo:
«Estamos cerca del revolcadero de las brujas», y al ser preguntado acerca de su comentario, solo dijo que así llamaban a un lugar situado a un tiro de mosquete de donde estábamos; parecía no hablar con precisión, ni saber exactamente lo que decía, pero tenía claro que el fenómeno de la niebla baja que nos envolvía parecía cosa de magia. Y a mí también me lo pareció.
El pico de la tienda sobresalía de la bruma y a nuestros pies no se veía más que un manto que bajaba deshilachándose según se iba acercando al Puerto del Arrecife. Tras nosotros y arriba, el poblado de Zonzamas, libre de bruma, abierto hacia el cielo como un desafío. Cuando lo cruzamos yendo hacia Teguise, vimos su muro de grandes piedras y una de ellas alzada mostrando un collar de líneas concéntricas.
La isla se sacudía en estertores letales y allí permanecía alzado el mundo aborigen, las señales inequívocas de una cultura que se negaba a desaparecer.