El regreso a Fuerteventura
Cuando estábamos por marchar, apenado mi anfitrión de mi partida disculpada por la urgencia de mi encargo, llegó un jinete con el recado de que la lancha de Estévez el Negro nos esperaba en el Puerto del Arrecife. Habían abandonado la Tiñosa por haber visto en las cercanías un navío sospechoso y, pensando que eran piratas o asaltantes, decidieron buscar refugio en Arrecife. Así pues, partimos sin dilación hacia el Puerto.
Al pasar de nuevo por Tahíche, ahora acompañado por mi criado y el jinete de la Tiñosa, miré hacia la montaña que lucía su piel de siempre y sonreí al pensar que la belleza nos es dada a contemplar muy pocas veces. El Puerto del Arrecife es una aldea con unas pocas casas, algunas alineadas, casi todas de una sola planta, almacenes y chozas de pescadores. La lluvia de estos días le da un aspecto poco polvoriento que imagino que no será el que tenga de ordinario. Los alrededores están plagados de yerbas floridas y el camino es inequívoco, pues lleva directamente al mar, una costa agradable.
Arrecife está formado por dos bahías principales y el agua forma calas de claros fondos. Cogimos el camino principal y allí, al final, estaba nuestra lancha, fondeada su potala cerca de la orilla.
Al lado había un enorme tronco de árbol caído y medio enterrado en la arena que hacía de cómodo asiento a un grupo de personas, entre los que descubrí a los marineros que debían regresarnos a Fuerteventura. Se alegraron mucho de vernos y preguntaron cómo me había ido con la expedición y, sinceramente, me sentí obligado a contarles en qué estado íbamos a dejar la isla. También se consternaron mucho al escuchar que el desastre no tenía visos de terminar y que cada hora que pasaba una nueva explosión sacudía aquella maltratada parte que ya iba siendo un buen trozo de la isla.
Por Arrecife contaron nuestros marineros que algunos propietarios ricos habían tratado de escapar hacia Fuerteventura, llevándose con ellos granos y bienes, y que las autoridades detuvieron a los maestres de los barcos. Y que las dichas autoridades estaban rígidas con el asunto, pues decían que no podía permitirse un éxodo incontrolado de la gente. De hecho, a mis marineros estuvieron interrogándolos acerca de la presencia de la lancha allí y esa espera que hacían, y no quedaron conformes hasta que se enteraron de la misión que teníamos.
El caso es que en el Puerto del Arrecife, como nunca, había un buen número de gentes y barcos, y todos esperaban ansiosos nuevas y buenas noticias o las autorizaciones para salir de la isla.
Podían verse familias viviendo al descampado, un gran número de ranchos, todos alrededor de improvisadas hogueras para combatir el frío de un mes como noviembre, que si bien el clima durante el día es benigno, por la noche refresca mucho y cuando llueve, apenas hay sitio donde refugiarse, ni ropas apropiadas para la intemperie y menos para toda esa gente que tuvo que salir de sus casas con lo puesto.
Da grima ver a los más pequeños con sus miradas ansiosas y sus cuerpos abatidos por el frío y por las malas condiciones, tanto de refugio como de alimentos.
Con la luz benigna de la mañana y con el viento favorable a nuestra vela, zarpamos de la bahía de Arrecife. Atrás dejamos una pequeña aldea graciosamente arrimada al mar, ahora llena de gente desesperada.
Mientras navegábamos pegados a la orilla, pudimos ver a nuestro jinete y las mulas trotando hacia su destino: le dimos gritos y él saludó en varias ocasiones levantando los brazos y agitando al aire las dos manos.
El regreso a Fuerteventura. (Pgs. 78 – 85)
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