Cuando llegó el verano del 2024, mi estado anímico no podría haber sido peor. Acababa de cumplir treinta y cuatro años y, sin embargo, en vez de celebrarlo, estaba en medio de la carretera, con un camión de estiércol delante y la brisa marina llenándome los ojos de sal. Uno puede pensar que una mudanza debería ser motivo de celebración por sí solo, pero yo no sentía nada ni intentándolo. Al fin y al cabo, mi familia no se había molestado en darme ni un abrazo de despedida, ni siquiera cuando sabían que me mudaba fuera de la ciudad por tiempo indefinido. Más bien parecía que el traslado había sido una excusa para olvidarse completamente de mí.
Pero aun dentro de lo negativo, me gustaba consolarme con el pensamiento de que al menos no tenía que preocuparme por tener mis necesidades básicas cubiertas, puesto que me había surgido una oferta muy buena y prometedora en un instituto de Arucas, un lugar en el que nunca había trabajado. Por si fuera poco, había conseguido hacerme con una antigua y espaciosa casa recién remodelada, no muy lejos del casco histórico y por muy buen precio. Parecía que la vida por fin me estaba sonriendo o por lo menos no me miraba con asco. Aun así, ninguno de estos hechos pudo quitarme la amargura durante el viaje, ni siquiera cuando rodeé la glorieta de las grandes letras de relleno que deletreaban el nombre de la ciudad, como dándome la bienvenida. En el fondo sabía que solo había querido huir.
Cuando llegué a la ciudad, la imponente visión de la parroquia Matriz de San Juan (errónea y popularmente llamada catedral) me recibió en todo su gris, ornamentado y sagrado esplendor. Los restaurantes y antiguas viviendas, ahora convertidas en recuerdos de un rico pasado, se disponían alrededor de la piedra azul del templo formando una red de callejuelas que se entretejían esquemáticamente, como una red de ferrocarril que se dispersaba a medida que alcanzaba los montes circundantes.
En el marco de tan acogedora y novedosa vista, la curiosidad me llevaba a mirar por la ventanilla, pensando que tal vez vería algo interesante por las calles que me ayudara a distraerme. Y en efecto, por un momento, entre las familias que paseaban y los turistas que se perdían, me pareció ver algo inusual: un gran y florido sombrero de mujer, demasiado grande como para ser actual, se asomaba entre las gentes junto a unas grandes mangas blancas abullonadas y el bulto de una crinolina. El rostro de la joven de piel blanca dueña de esa vestimenta observaba sus alrededores con soltura, sin darse cuenta de que estaba rodeada por un tiempo y un espacio que no le correspondían. La visión logró entretenerme por unos segundos, pero enseguida aparté la mirada, dado que ya estaba más que acostumbrado a esas sombras de mi maldición.
Al cabo de unos quince minutos, encontré por fin aparcamiento no muy lejos de la calle de mi nuevo hogar. Mientras caminaba al lado de las casas adosadas, cargado con una mochila y con las llaves tintineantes colgando de mi mano derecha, vislumbré de nuevo otra silueta fuera de lugar: un hombre de porte elegante que caminaba en dirección contraria. El caballero, ya entrado en años, llevaba unas gafas redondas y pequeñas de un dorado metálico, el cabello canoso perfectamente peinado hacia atrás y una fedora negra sobre sus sienes.
Esta vez no pude evitar suspirar al reconocer de inmediato el ilustre rostro que más de una vez me había encontrado en mis libros de historia de Canarias, obras de las que me empapé en aquella época en la que todavía me interesaba hacer las paces con mi maldición. «Como si es Alfonso XIII», pensé para mis adentros mientras negaba con la cabeza. Yo era introvertidoIntrovertido Introvertido: Persona que tiende a encerrarse en sí misma. de por sí, pero mi reticencia a la conversación se mezclaba con desagrado cada vez que me tocaba interactuar con esas sombras que tantos rechazos me habían causado.
—Buenos días —saludó educadamente don Gourié al pasar a mi lado.
Pero yo solo asentí sin sonreír mientras continuaba caminando. El hombre tampoco detuvo su paso. Me sorprendió darme cuenta de que, en apenas media hora, ya había tenido dos encuentros en lugares diferentes, algo que no era muy común. Pero deseando que esto no fuera un mal augurio, quise ignorarlo y apresurarme en llegar a mi casa, que ya quedaba muy cerca.
Una vez que llegué a mi portal, giré la llave en la cerradura y entré, miré a mi alrededor y suspiré aliviado. Ver mis muebles colocados en una distribución diferente y en un ambiente no familiar llenaba mi espíritu con una buena sensación, con el sentimiento de renovación y buenos comienzos que tanta falta me hacía. Tras dejar mi mochila encima del sofá, que estaba a pocos metros de la entrada, subí las escaleras que llevaban a mi habitación del segundo piso. Una vez allí, me senté sobre la cama y estiré un poco los brazos para aliviar la tensión acumulada.
Cap.2
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