Cap.8

En cuanto llegué a casa, me dejé caer sobre el sofá y me quité la sudadera que llevaba puesta. El espejo del salón me devolvía el reflejo de un hombre amargado, cansado y con una gran necesidad de un corte de pelo y un cigarrillo. Sin nada mejor que hacer, me tumbé sobre la mullida superficie y me tapé los ojos con mis manos, como si quisiera improvisar un antifaz. Pero entonces mi móvil, que estaba del otro lado del sofá, comenzó a sonar con una melodía insistente. Suspiré y me pasé una de las manos que cubrían mis ojos por la cara, porque no tenía ganas de hablar ni escuchar a nadie más. Pero sabiendo que no podía permitirme ese lujo, no me quedó más que cogerlo.
—¿Diga? —pregunté con un fastidio evidente cuando al fin contesté.
—¿Marco?
El corazón me bajó al estómago cuando escuché esa voz grave y relajada y me levanté de golpe, sintiendo la manera en que mis músculos se tensaban como la cola de un gato. Me di cuenta inmediatamente de que esa voz familiar al otro lado de la línea pertenecía a alguien que por desgracia conocía demasiado bien: Daniel, mi ex. Me quedé en silencio durante varios segundos, demasiado sorprendido como para hablar. Hacía meses que no hablaba con él.
—Marco, ¿podemos hablar? Quiero saber cómo estás.
No me molesté ni en dejarle respirar después de esa frase y colgué bruscamente. Tiré el móvil al sofá otra vez y gruñí antes de volver a tumbarme. ¿Llevaba ya dos semanas viviendo en Arucas y solo ahora se acordaba de llamarme? Menudo fantasma.
—¿Tú qué miras? —murmuré con fastidio al levantar la cabeza y ver que Francisco estaba parado a mi lado, tan estoico que parecía añadir a la humillación.
«Mi ex será un fantasma, pero no es como si las cosas fueran muy diferentes aquí», me dije. Podía recordar muy bien que había habido un tiempo en mi vida en el que Daniel era lo único que ocupaba mis pensamientos. Al fin y al cabo, después de más de treinta años de rechazos, había llegado a pensar que por fin había encontrado un compañero de vida. Pero finalmente no había dudado en culparme por el fracaso de nuestra conexión, argumentando que una persona como yo chupaba demasiada energía. Y, aunque mi autoestima nunca había sido desbordante precisamente, tenía muy claro que no quería darle el placer de limpiar su conciencia. No cuando había dejado que me hiciera ilusiones para luego alejarse como si nada hubiera valido la pena.
Una vez que el momento de tensión pasó, quise cerrar los ojos otra vez. Pero a los pocos minutos el móvil volvió a sonar. Suspiré con frustraciónFrustración Frustración: Sentimiento de decepción o insatisfacción por no cumplir las expectativas, dispuesto a decirle al susodicho que me dejara en paz de una vez si no quería que le dijese todo lo que pensaba de él. Pero cuando miré la pantalla, me di cuenta de que la persona al otro lado no era él, sino alguien de mis contactos que no me llamaba desde no hacía tanto: el director del instituto.
Mi cuerpo entero se puso tenso de nuevo y contesté, intentando sonar educado y profesional de la nada. De forma sosegada, el hombre me explicó que solo me llamaba para recordarme que el curso comenzaba dentro de poco y que en una semana ya tendría que incorporarme a la plantilla. Contesté positivamente ante sus palabras fingiendo un tono cordial, pero, en cuanto colgué, me quedé paralizado como la persona a la que acaban de darle su sentencia de muerte. Estaba muy perdido.
Decidí dirigirme a mi escritorio y dejarme caer sobre la silla para escanear los papeles delante de mí, como si esperara recibir alguna señal. Solo faltaba una semana para volver a las aulas y, sin embargo, no había avanzado nada en mi investigación. Cuando mis ojos se posaron en el montón de cartas desordenadas, no pude evitar sentir angustia. Al principio había pensado que, en caso de hallarme perdido, analizar la correspondencia me sacaría de dudas, pero este tampoco fue el caso. La mayoría de cartas habían resultado ser del Ayuntamiento, o de los socios de Francisco, o de familiares de María que no decían nada especialmente útil. Lo único que había llamado mínimamente mi atención era un conjunto de unas seis cartas especialmente afectuosas enviadas a María durante el transcurso de su matrimonio, escritas de manera algo tosca y firmadas por un tal P; pero la curiosidad desapareció en cuanto recordé que esa letra podía referirse tanto a Papá como a Pedro, que era el nombre de su progenitor. Estaba empezando a desesperarme.
Sabía que ella no había matado a Francisco con sus propias manos, porque las huellas que se encontraron en la escena del crimen eran las de un hombre. Sabía que ellos nunca se habían querido o por lo menos él nunca la quiso a ella. También sabía que, aunque pertenecía a un rango social inferior, él la eligió como su mujer. Todo parecía muy extraño por sí solo, pero ¿realmente tenía que ver con el asesinato? ¿Y si realmente fue la mafia? ¿O algún cobrador? ¿O algún protestante que simplemente quería matar a un hombre acaudalado? Porque si era cualquiera de esos casos, entonces sí que estaba perdido. Lo único que sabía era que debajo de todo aquello había algo que se sentía sucio, falso e increíblemente artificial.

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