Cap.1

Desde que tengo uso de conciencia, he sido una persona sombría y extremadamente inquietante para todos los que me rodean. En primaria, mis macabras reflexiones sobre la muerte aterrorizaban a mis compañeros y, en la secundaria, mis tutores siempre se veían en la obligación de preguntar a mis padres si las cosas iban bien en casa porque, aunque era muy buen estudiante, no por eso dejaba de parecerles que tenía algún problema.
Mayúscula era la sorpresa de los docentes cuando Faustino, mi padre, suspiraba con irritación y Victoria, mi madre, pronunciaba el cansino y apesadumbrado «Marco siempre ha sido especial». Y en efecto, ninguno de los dos podía argumentar mucho más, porque siempre había sido así. Pero si yo hubiera tenido la oportunidad de defenderme sin sonar como un loco, les habría explicado a mis maestros que mi avanzada madurez no me había llegado por arte de magia, sino que se debía a una capacidad de ver y sentir cosas que el resto no podía percibir ni entender. Mi madre lo sabía bien, pues ella era la primera a la que más de una vez le habían entrado escalofríos con los episodios que yo le narraba y que nunca pudo compartir con gente fuera del círculo familiar.
Sorprendentemente, y al contrario que yo, ella siempre recordó a la perfección el primer fenómeno de todos, la primera vez que mi versión más inocente (de apenas ocho años en aquel momento) se reveló como poseedor de un don inusual. Aquel día de verano del 98, ella se había permitido el lujo de tomar una caña en una de las terrazas del parque Santa Catalina mientras yo, vistiendo todavía el uniforme del colegio, jugaba y corría entre los árboles, farolas y florecillas.
No soy capaz de invocar los detalles de lo que sucedió exactamente, pero mi madre solía contarme que en un instante me acerqué a ella con cara de circunstancia para decirle que una extraña señora de cabellos cortos y canosos, vestida de forma extravagante, con los ojos redondeados de lápiz negro y los labios mal pintados, se había acercado a mí para ofrecerme caramelos. Su primera reacción fue la de reír. Pensó que su pequeño tenía una imaginación muy activa y que mi supuesto encuentro había sido inspirado por la estatua de esa popular dama, fallecida hacía ya varios años, que acababan de inaugurar en medio del parque.
Aquella anécdota, en teoría, debería de haberse quedado ahí. No obstante, de ese punto en adelante (y eso sí que lo recuerdo), incidentes por el estilo no hicieron más que repetirse. No solo continué teniendo visiones de personas que nadie más podía ver con una frecuencia sorprendente, sino que, ante el descubrimiento de que todos aquellos individuos que veía eran probablemente residuos de gente que ya no existía, mi mente comenzó a desarrollar una temprana consciencia de su propia mortalidad. Y no era para menos.
Al fin y al cabo, desde los ocho años tuve que acostumbrarme a ver y oír cosas que ni siquiera los adultos podrían soportar. Cuando estaba matriculado en las Dominicas, veía sombras de monjas paseando por los pasillos, aunque hacía años que no vivían monjas allí; cuando paseaba por Triana, escuchaba el tranvía y el agua corriendo bajo el puente del Guiniguada; y cuando iba a Tejeda o visitaba la cueva pintada de Gáldar, veía hombres y mujeres vestidos con pieles que me estudiaban de arriba abajo.
A veces las visiones se sentían tan tangibles, tan reales y tan persecutorias que no podía evitar romper a llorar o acurrucarme en un rincón, esperando a que se fueran, y por culpa de estos mismos ataques me mandaron al psicólogo más de una vez, solo para que el especialista de turno llegara a la conclusión de que no tenía alucinaciones, aunque tampoco podía explicar mi ansiedad.
Al tiempo, el morbo que había causado mi condición entre mis familiares no tardó en dejar de resultar divertido. Muchos empezaron a cuestionarse por qué había nacido con esa habilidad e incluso se preguntaban si tal vez se trataba una maldición que les obligaba a estar siempre rodeados de muerte. Y cuando me armé de valor para hablarles del fantasma del querido y respetado bisabuelo, que se paseaba entre la cocina y la habitación en la que había muerto, para muchos fue ya el colmo, incluso una broma de mal gusto.
Por mi parte, podría haberme callado o fingir que no me afectaba, tal y como pasó cuando vi a Lolita Pluma vendiendo chicles y caramelos en Santa Catalina. Pero, por mucho que lo intentaba, a veces era tan inquietante que me veía en la necesidad de compartir mis reflexiones, lo cual también logró que mis amigos se hartaran de escucharme eventualmente. Incluso las pocas parejas que tuve de ahí en adelante, algunas creyentes y otras escépticas, acabaron sintiéndose intimidadas por mi inquietante habilidad. Algunos incluso me acusaron de tener una forma perturbada de llamar la atención. En pocas palabras, resultó ser que, en efecto, esa peculiaridad mía que todos temían había acabado siendo una maldición para mí.

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