Cap.14

Finalmente decidí coger mi coche y dirigirme a la Residencia con las manos temblando sobre el volante. Y cuando me vi a mí mismo justo delante de la puerta de entrada de ese lugar tan inofensivo, mis nervios no hicieron más que aumentar. Una vez en recepción, pregunté por Juan Pedro Sánchez afirmando que era un pariente que venía de visita. Nunca se me dio bien mentir, pero parecía que esta vez había funcionado. La recepcionistaRecepcionista Recepcionista: Persona que atiende al público en la recepción de un edificio o empresa. me indicó la planta y la habitación sin ningún problema, no sin antes aclararme que habían tenido que cambiarle de zona porque se encontraba delicado de salud. Y así, con determinación, atravesé los largos pasillos y las interminables escaleras hasta llegar a mi destino. Mientras me dirigía hacia allí, intenté mirar a mi alrededor para distraerme, tal y como había hecho el día que llegué a Arucas atravesando el casco histórico. Pero esta vez no había nada. Solo algún que otro anciano o enfermera, luces tenues y paredes blancas. Ni siquiera había rastro de algún fantasma de los que siempre me encontraba y que en otro momento de mi vida habría preferido ignorar. Todo se sentía como un mal augurio. Finalmente, mis pies se pararon delante del cartel que marcaba el número de habitación que la recepcionista me había indicado. Respiré hondo y agité un poco las manos para intentar calmar mis nervios hasta que por fin me decidí a dar tres toques suaves sobre la puerta.
A los pocos segundos, una débil y anciana voz masculina sonó desde el interior invitándome a pasar. Al entrar en la habitación y avanzar un par de pasos, no sin antes cerrar la puerta detrás de mí, me adentré en una habitación simple y humilde con una mesa, un par de sillas, un televisor y una cama. Y justamente allí, sobre la cama, yacía la figura de una persona tumbada y tapada hasta la mitad del pecho. Cuando mis ojos se fijaron en su rostro arrugado, vi que era un hombre ya muy anciano, con la cabeza completamente calva y con unas cuantas manchas que se extendían hasta sus mejillas huesudas. Sus ojos hundidos y entrecerrados me miraban con curiosidad y la piel parecía aferrarse a duras penas a sus músculos desgastados. Era una visión conmovedora, para muchos tal vez incluso triste, por tratarse de una persona en un estado tan vulnerableVulnerable Vulnerable: Capacidad de ser herido física o emocionalmente.. Pero yo no sabía qué sentir. Mis ojos no veían a un simple anciano; veían a un militar, a un resentidoResentido Resentido: Sentimiento de amargura o disgusto por algo ocurrido en el pasado., a un sospechosoSospechoso Sospechoso: Persona que se cree que ha cometido un delito o falta..
—¿Juan Pedro? —pregunté rápidamente. Mi voz sonó mucho más ansiosa de lo que había pretendido.
El anciano no me contestó, aunque su mirada pareció arrugarse más al darse cuenta de que no reconocía al extraño que tenía delante. Tratando de mantener cierta discreción aun dentro de mis nervios, decidí acercarme unos pasos más hasta quedar justo al lado de la cama.
—Buenas tardes. Soy conocido de José y Paqui. Me gustaría hablar con usted.
Esta vez sus ojos se abrieron un poco más y por un momento pareció reconocer algo en mí, aunque nunca nos hubiéramos visto antes. Me miró de arriba abajo y se lamió los labios antes de separarlos lentamente para decirme:
—¿Los de Paco? ¿Paco Hernández? —Su voz sonó ahogada y con una clara dificultad para pronunciar algunas palabras. Aun así, me sorprendió lo rápido que había asociado las ideas en su cabeza. Podía tener casi cien años, pero la cabeza le funcionaba muy bien. Decidí asentir ligeramente esbozando una pequeña sonrisa que lo convenciera de que solo venía a hablar. En mi cabeza, la imagen que estaba proyectando ante él era la correcta.
—Lárgate —escupió de pronto—. No tengo nada que hablar contigo, ni con José, ni con Paqui, ni con nadie de esa condenada familia.
Mi sonrisa desapareció tan rápidamente como había surgido.
—¡Dije que fuera! —añadió alzando su voz y agarrándose a las esquinas de la cama para intentar sentarse sobre el colchón.
Los nervios que había intentado calmar se dispararon de repente. Ya no tenía claro cómo proceder, pero no me podía marchar. No cuando estaba tan cerca.
—Señor, con todo respeto, he trabajado muy duro para llegar hasta aquí y no pienso irme tan fácilmente.
—¡Te dije que largo, me estás acosando! ¡Largo ahora mismo o avisaré a una trabajadora!
—¡Si la llamam yo avisaré a la Policía! —exclamé con un atrevimiento que ni siquiera yo identifiqué como míos.
El anciano se quedó callado como una tumba, pero no por ello dejó de mirarme con desprecio. «Sé muy bien que no eres un dulce ancianito», pensé. Su repentina violencia y su reticencia habían sido las mayores pistas que podría haberme dado y ni siquiera había comenzado mi interrogatorio. Decidí ponerme firme y mirarle fijamente. Ya no iba a ser tímido y, desde luego, ya no iba a perder más el tiempo.
—Mi nombre es Marco Pereira —comencé—. Llevo varias semanas investigando el caso de Francisco Hernández García. He hablado con sus vecinos, con sus hermanos; he leído periódicos, correspondencia, artículos y todo lo que se pueda imaginar. Usted es la última persona a la que necesito oír. No intente intimidarme ni mentirme ni desviar mi atención porque le aseguro que no me impedirá llegar al fin de este asunto. Tan solo responda a una pregunta simple para saber si debo seguir: ¿mató usted a Francisco?
Poco a poco, Pedro dejó caer su cuerpo encima de la cama y miró hacia otro lado sin dejar de fruncir el ceño. Mi corazón latía con velocidad mientras me preguntaba qué decisión iba a tomar. ¿Iba a acceder a decirme la verdad? ¿Iba a echarme? Si realmente quería que me fuera, estaba tardando mucho en darme la orden o amenazarme otra vez. Así pues, parecía no haber perdido esa costumbre de los soldados de callarse cuando hay algo que no pueden rebatir.
De repente volvió a mirar hacia mi dirección, aunque no parecía que estuviera mirándome a mí, sino a través de mí. Quise creer que sabía bien que no tenía escapatoria, que a estas alturas de su vida, con el poco tiempo que debía de quedarle, no le veía sentido a seguir fingiendo, a seguir huyendo. Y también en el fondo esperaba que, aun siendo culpable, guardara algo de humanidad o incluso arrepentimiento en alguna parte. Entonces, mirándome nuevamente, habló.
—Paco no quería a mi hermana —sentenció con seguridad—. Todo el mundo hablaba maravillas de él, pero yo vi bien quién era en realidad: tenía dinero, era bien parecido, pero era un hombre sucio que llevaba sus cochinadas a la vida de María. Y yo no podía permitirlo.
—¿Le hacía daño?
Yo no terminaba de entender a qué se refería cuando llamaba a Francisco un «hombre sucio» ni a qué se refería con cochinadas, aunque mi mente fabricaba una posibilidad tras otra. Tras un breve silencio, el anciano continuó:
—Francisco usó a mi hermana como tapadera para que no lo reventaran a patadas. Aunque ni eso le sirvió. ¡Imagínatelo! ¡Un hombre heredero de una empresa en ascenso y de un padre de los de toda la vida! Habría sido un escándalo. Y María lo sabía, pero le siguió el juego no sé ni por qué. —Cruzó sus manos esqueléticas sobre su pecho antes de continuar —. Aquel verano me iban a destinar a Marruecos, iba a pasar un año fuera de casa y, cuando me di cuenta de que no iba a poder cuidar de María, me volví loco. No quería que su casa se convirtiera en un picadero ni que se convirtiera en la sirvienta de un vago, de un maleante. Entonces les conté a unos compañeros de escuadrónEscuadrón Escuadrón: Unidad militar compuesta por varias tropas o vehículos. mis miedos y mis preocupaciones. Les hablé de mi rabia, de mi odio, incluso les hablé de la condición de Francisco, que él había querido ocultar durante años. Dos días después me llegó la noticia de que alguien lo había matado.
Me quedé estático al escuchar sus palabras. Mis tripas se revolvieron y un sudor frío como nunca había sentido antes recorrió mi espalda. Y de la nada, junto a unas fuertes ganas de vomitar, sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas. De repente Pedro prosiguió.
—Los de la Policía dijeron que las huellas encontradas eran de zapatos de hombre. Todos en el cuartel sabían que eran huellas de botas militares y que no eran de un par, sino de varios, pero ¿a quién se lo iban a decir? ¿A quién iban a ir a presentar su dimisión? Y yo sabía además que Francisco no fumaba, que iba a la iglesia para aparentar y nunca llevaba una Biblia. ¿Qué hacía entonces todo eso allí?
La declaración cayó encima de mí como una jarra de agua helada y mis manos temblaron al darme cuenta de que acababa de recibir la respuesta que tanto buscaba. Sin embargo, no había sido satisfactoria.
—¿Y dónde están esos hombres ahora? —susurré con la voz temblona y la vista borrosa.
—Nunca supe quiénes fueron exactamente. Pero todos aquellos de los que sospeché ya están muertos.
Y con esas palabras, las lágrimas por fin comenzaron a brotar de mis ojos y la impotencia se apoderó de mí. De pronto me di cuenta de que ya no había absolutamente nada que pudiera hacer. Ni investigar, ni charlar, ni leer, ni buscar. Yo podía ver a los muertos, podía hablar con ellos, pero no podía pasar a su plano. Y eso, entre otras cosas, significaba que, aun sabiendo la verdad, ya no podía hacer justicia. Un pequeño sollozo se escapó de mi cuerpo antes de que pudiera poner una mano sobre mi boca para contenerlo. Francisco había contado conmigo y yo ya no podía llevar a los culpables, a los que le arrebataron la vida, ante la justicia. Y lo peor es que ni siquiera tenía sus fotos ni sus nombres. Eran simplemente anónimos.
—Él fue a por mí, quería vengarse, quería matarme. De alguna forma sabía que yo tenía algo que ver, que lo maté yo. Pero no fue así.
Las palabras de Pedro me sacaron de repente de mi shock. ¿De qué estaba hablando ahora?
—¿Quién?
—Jesús. ¿No vienes por él? ¿No viniste buscando la verdad sobre él?
No tenía ni idea de qué estaba hablando, así que solo me quedé en silencio, con las mejillas húmedas. Al ver que no entendía a quién se refería, Pedro hizo un movimiento brusco con las manos, como para estimular un recuerdo que yo no tenía.
—¡Jesús! Jesús, el que estudiaba Medicina en La Laguna. El andaluz. Juro que fue en defensa propia. Lo juro por Dios, que Dios me ampare.
—¿De qué estás hablando?
Pedro tosió un poco y me miró con un extraño temor. El miedo no había aparecido en su mirada mientras me hablaba sobre lo que le había pasado a Francisco y tampoco había percibido un gran arrepentimiento ni empatía. Pero ahora se dirigía a mí como si estuviera en el confesionario y yo fuera el obispo. Sentí que de nuevo estaba al borde de recibir una grave declaración, una que tocaba mucho más de cerca al anciano. Vi que ahora era él el que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Jesús vino a los cultivos de mi padre el mismo día del funeral de Francisco. Me dijo que sabía que había sido yo, que se lo había quitado a propósito, que yo era un monstruo. Yo intenté explicarle que no buscaba su muerte, pero no quiso escucharme. Entonces comenzamos a forcejear. Y allí le maté, con mis propias manos, ¡pero fue un accidente! No calculé bien mis fuerzas y su cabeza fue a parar en un pedrusco. No quise hacerlo. La Biblia dice «no matarás», yo nunca lo habría hecho —juró con la voz rota.
Mis ojos se abrieron de golpe al comprender qué me estaba diciendo. Entonces recordé cuando Paqui me dijo que su hermano estaba viendo a alguien más cuando murió, pero nunca le di demasiadas vueltas. Y ahora, aunque Pedro había acabado con mis esperanzas de encontrar al asesino de Francisco, había admitido ser el culpable de otro asesinato. Y la víctima no había sido otra más que un compañero, un amante, un joven que nunca había oído nombrar a nadie ni de casualidad; como si nunca hubiera existido. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo era posible que de entre todas las personas con las que había hablado ninguna me hubiera dicho el nombre de alguien tan importante en esa historia? ¿Nadie sabía que estaba en la vida de Francisco? ¿Nadie tenía una foto? ¿Nadie se había preocupado por su paradero? Al pensar en esto último, una sola cuestión se formuló en mi mente:
—¿Qué hiciste con él? ¿Dónde está Jesús?
Pedro tragó saliva antes de contestar.
—Lo tiré. Lo tiré en uno de esos pozos donde en mi época tiraban a los políticos contrarios y a los inconvenientes. Fue para proteger a mi familia, mi vida, mi trabajo; nadie podía saberlo. Pero lo vaciaron hace ya varios años cuando buscaban víctimas de fusilamientos. Lo siento. Si vas, no encontrarás nada.

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