Cap.16

Tras abandonar el hospital como alma que lleva el diablo, me metí en el coche y saqué mi móvil para buscar el lugar que Pedro había mencionado y finalmente encontré una entrada que hablaba de él. Sin pensarlo dos veces, encendí el GPS y pisé el acelerador.
Tras unos diez minutos de camino por carretera alcancé las afueras de la ciudad y comencé a ver zonas de cultivo, algunas preservadas y otras abandonadas. El dispositivo me indicó que debía aparcar y adentrarme en un sendero que me llevaría al fondo del barranco que las separaba. Aunque mi indumentaria no era la adecuada, y mi calzado más que desaconsejado, decidí adentrarme en él.
Procurando no tropezar con las pequeñas chinas de las rampas de tierra, fui bajando y adentrándome en una zona profunda cada vez más perdida de los ojos humanos, donde solo se oía el cantar de pájaros y los lejanos sonidos de coches del puente.
Cuando finalmente llegué al fondo, el corazón se me bajó al estómago. Lo primero que vi fueron la gran placa conmemorativa y el letrero informativo en los que se mencionaba y se recordaba a las personas que habían sido asesinadas cruelmente durante la guerra y botadas en aquel lugar, que ahora estaba completamente vacío. Aunque abrumado, decidí acercarme un poco más hasta que por fin pude encontrarme cara a cara con ese terrible lugar que tantas barbaridades había presenciado y que tanto dolor había guardado en su fondo. Ahora no era más que un agujero sellado por una losa de hormigón, aunque antaño hubiera servido, muy a pesar de tantos, como una fosa común.
Me quedé parado delante de él, contemplándolo durante unos minutos. Mi cabeza no podía evitar imaginarse el macabro escenario de la escena que Pedro me había descrito. Visibilicé una y otra vez aquella tragedia con pelos y señales: el enfrentamiento físico, el golpe en la cabeza, la travesía hasta ese lugar, el momento de tirar el cuerpo. Pero en cada visión, Jesús tenía un aspecto distinto, al contrario que Francisco, cuyo rostro juvenil se me había quedado grabado tras visitar a sus hermanos. Pero no tardé en darme cuenta de que Francisco, ese hombre del pasado que tanto había tenido presente en mi vida, en las últimas semanas había regresado a los anales del pasado de los que yo le saqué en el mismo momento en que mi investigación llegó a su fin. Había cumplido mi objetivo original, había resuelto un misterio sin resolver. Pero ¿para qué? ¿De qué había servido al final? ¿De qué había servido si aquel fantasma seguía en mi casa y ni Francisco ni él iban a obtener la justicia que merecían?
Entonces pensé en él. Recordé que él seguía allí, esperándome, esperando una conclusión, una respuesta. Pero yo ya no sabía qué era lo que quería ni por qué se había acercado a mí. Me encontraba tal y como en el principio. Sin saber qué hacer con esos sentimientos, allí, en ese sitio maldito, lleno de muerte y de oscuridad, testigo de odio y de injusticia, no pude hacer más que echarme a llorar. Y lloré y lloré. Lloré como no lo hice en el hospital, como no lo hice en casa de José y Paqui, como no lo hice el día que llegué a Arucas, como no lo hice cuando me di cuenta de que ni mamá ni papá me iban a llamar más, como no lo hice cuando Daniel me dejó. Y al acordarme de Daniel, ya no veía su cara. Veía la foto de Francisco sentado en el muro, posando con sus hermanos. Y visualizaba a Jesús y los miles de caras que le había inventado. Y mientras todo esto pasaba por mi cabeza, se repetían mis reflexiones sobre la crueldad, la violencia, la justicia que nunca llegaba o llegaba demasiado tarde. Yo había intentado ser un justiciero y había fracasado.
Cuando logré estabilizarme de nuevo y respirar hondo, decidí que volvería a casa sin saber cómo enfrentarme a lo que allí me esperaba. Entonces, cuando ya me iba, tropecé accidentalmente con un pedrusco que había confundido con una parte del suelo, aunque por suerte logré mantener el equilibrio y no caerme y no sin antes maldecirme. No obstante, cuando miré el boquete que había dejado la piedra en el suelo, algo que me llamó la atención. En ese pequeño boquete, semienterrada entre el polvo y la tierra, a pocos metros del pozo había una forma pequeña y redonda, como del tamaño de una moneda de euro. Decidí agacharme y recogerla con cuidado, movido por la curiosidad. Cuando la limpié un poco, vi que estaba sucia, marrón, oxidada y apenas se distinguía lo que realmente era. En medio de mis adivinaciones decidí compararla con el ancho de mi dedo: el tamaño era casi perfecto, como para ir alrededor del dedo de hombre. En mi cabeza surgió la posibilidad de que fuera algo que pertenecía a alguno de los asesinados, aunque lo creía poco probable por las labores arqueológicas que allí se habían llevado a cabo. Al menos eso pensé hasta que me fijé atentamente en los pocos detalles que todavía se podían notar y vi que tenía unas letras grabadas en la parte interna. Mi corazón dio un vuelco. ¿Será posible…? No podía ser cierto. Sin embargo, se veía claramente. Las letras, aunque semiocultas por el desgaste del metal, formaban el nombre Francisco, grabado con una hermosa caligrafía.
Tras comprender qué podía ser lo que sostenía en mi mano, logré sentirme mucho más tranquilo porque ahora por lo menos tenía algo con lo que regresar a casa. Sin dudar ni un segundo más, me metí el anillo en el bolsillo y comencé a subir la cuesta para regresar al coche e irme a casa.

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