La primera semana que pasé en mi nueva casa se resumió en toda una labor de investigación basada en café, visitas al archivo de la Biblioteca, reservar obras, estudiarlas y dormir lo poco que podía. Como no sabía muy bien por dónde empezar, pensaba que lo más sensato era encontrar fuentes ajenas a esa crónica periodística, aunque no supiera lo que me podía encontrar. La ventaja de que las clases no hubieran empezado es que podía permitirme tener ese horario desastroso; pero no siempre iba a poder ser así, por lo que iba contrarreloj. Los días se pasaban rápido cuando me hundía en mis análisis, pero a veces, sobre todo cuando no avanzaba, se me hacían eternos. Después de mañanas y tardes enteras entregadas a la investigación y a la falta de sueño, sentía que mi cerebro se estaba convirtiendo en una pasa y mi escritorio estaba lleno de papeles sueltos y pilas de libros que, a pesar del desorden, por lo menos me hacían sentir que lo que estaba haciendo era útil.
Al mismo tiempo, me estaba acostumbrando a la presencia de Francisco, que había cogido el hábito de observarme desde una distancia prudente. Aquellos malestares que había experimentado el día que lo conocí no volvieron repetirse y ni siquiera había vuelto a percibir el olor a putrefacción, aunque su forma siguiera exudando esa humedad inexplicable. Cuando me sentaba en mi despacho improvisado, él se paseaba por la habitación haciendo paradas ocasionales para mirar por encima de mi hombro como un compañero sigiloso. Y cuando salía a la entrada de la casa para fumar, él se sentaba a mi lado en las escaleras sin hacer ni un sonido. Tal vez era su forma de decirme que me estaba apoyando en mi investigación, aunque no pudiera verbalizarlo directamente.
A lo largo de esa semana, leí el titular del periódico y sus contenidos no una, ni dos, ni tres, sino muchas veces, desglosando cada detalle como si estuviera haciendo un comentario de texto. Había aprovechado una libreta medio vacía que había encontrado de mis años universitarios para hacerme un esquema con todo lo que pudiera rescatar. La primera página la dediqué a enumerar las pistas encontradas en la escena del crimen, que en total eran cuatro: unas colillas de cigarro encontradas al lado del cuerpo, huellas de un zapato número cuarenta y dos, una Biblia de bolsillo (que no se sabía si era de Francisco o del asesino) y los propios golpes en el cuerpo. Las siguientes páginas las dediqué a apuntar lo que fuera descubriendo sobre su pasado, su familia y sus relaciones, que para mí era la parte más importante.
Sin embargo, mi investigación no había avanzado mucho y la verdad es que a veces me sentía un poco ridículo por pensar que iba a ser más capaz que la Policía de la época y más capaz que el que había escrito aquella crónica. No obstante, yo tenía una gran ventaja: la víctima estaba justo a mi lado y podía guiarme cuando me perdiera, aunque a su manera. Además, cuando continué revisando las cajas del almacén, encontré algo especialmente útil: correspondencia. Montañas de correspondencia. Iba a tardar horrores en revisarla toda, pero seguramente me ayudaría a descartar opciones en mi cabeza, así que las junté con gomas elásticas y las puse sobre la mesa del salón. «No puede ser más difícil que el TFG», pensaba.
Además, algunos documentos de la Biblioteca, como una investigación que encontré sobre la economía de la ciudad en el siglo XX, me habían servido para descubrir detalles de interés sobre la familia Hernández García. Por ejemplo, resultó que el padre de Francisco había sido dueño de unos extensos cultivos de plátanos que, en su momento, habían conformado una de las fincas más ricas de Arucas. No era sorprendente que su hijo mayor (de los cinco que habían sido originalmente) hubiera querido imitarle.
A los veintitrés, Francisco ya se había hecho con un cachito de tierra que comandar y tan solo un par de años más tarde su padre le compró una parcela de mayor extensión, lo que le permitió producir más y ganar más dinero. Lo que estaba claro es que había sido muy trabajador. Pero, cuando hice cálculos, vi que no había cumplido ni los treinta cuando murió y ese pensamiento me llenaba de pena. Por si fuera poco, encontré un detalle más en un pequeño libro sobre familias de la agricultura: Francisco estaba casado. Su esposa había sido una mujer llamada María Candelaria Sánchez Rodríguez, con quien contrajo matrimonio en 1954, tan solo cuatro años antes de su muerte.
No obstante, a pesar de que los detalles revelados por esos escritos me habían ayudado a entender un poco más el terreno en el que me estaba moviendo y a aclarar aspectos no tratados en la crónica, que se había limitado a recoger la investigación del crimen, también se caracterizaban por ser escasos. En todos los documentos que revisé, la pista de los apellidos de Francisco se perdía tras la muerte del patriarca, y la suya solo salía mencionada como una especie de contratiempo o impedimento para la economía familiar. Así que, al darme cuenta de que los libros ya no eran mis mejores aliados, comencé a pensar en otras formas de recabar información.
Fue así como durante la segunda semana decidí, muy a mi pesar, pasar a un terreno más pantanoso: los testimonios directos. Esto no era malo en sí y, de hecho, tener la posibilidad de hablar con personas que vivieron el crimen en tiempo real era una gran oportunidad que debía de ser aprovechada, aunque el contacto humano nunca se me había dado especialmente bien. Yo había sido el típico niño cuyas manos temblaban cada vez que tenía que participar en clase, así que el acto de entrevistar a gente desconocida no me gustaba lo más mínimo. Aun así, sabía que no estaba en posición para rechazar esa ayuda.
Al buscar una forma de enfocar mis preguntas, decidí intentar centrarme en la figura de María Candelaria, la esposa de Francisco, que era la única que no encajaba en mi mapa mental. Y es que en mi cabeza había creado dos categorías de posibles implicados: la de la familia y la de los individuos externos. La categoría de la familia la descarté casi inmediatamente. ¿Qué interés podrían haber tenido los padres de Francisco en deshacerse de él? Incluso si hubiera sido alguno de sus hermanos con la intención de quedarse con su herencia o sus terrenos, ¿por qué le habría dado una paliza o pagado a alguien para que le apaleara, pudiendo haber usado una pistola o un arma blanca para hacerlo rápido e indoloro? Además, en el mismo documento donde mencionaban el matrimonio de Francisco se afirmaba también que ninguno de los hermanos mostró interés en quedarse con la propiedad de las tierras, motivo por el cual su padre las vendió.
Por todo lo anterior, y teniendo en cuenta que en su momento los primeros sospechosos de la investigación seguramente habrían sido sus propios familiares, decidí enfocar la mía hacia otros posibles involucrados pertenecientes a la categoría de «individuos externos». Aunque las evidencias físicas nunca habían apuntado hacia María Candelaria, mi instinto me decía que sería mucho más provechoso empezar por ahí, y así lo hice.
Para ello decidí prepararme cogiendo el hábito de pasear por la ciudad por las mañanas y procurando quedarme con todos los rostros que aparentaran más de setenta años, porque probablemente serían los que se acordarían del trágico suceso. A veces, durante mis paseos me encontraba con don Gourié, quien por lo visto seguía recorriendo la ciudad y me saludaba educadamente como el que ve a su vecino.
Casi siempre me lo encontraba a la altura del Parque Municipal, muy bien vestido, con su sombrero y su puro, caminando en dirección a la fábrica de ron. Lo cierto es que ya no me molestaba su saludo como lo había hecho el primer día, seguramente porque el contacto persistente con Francisco me estaba ayudando a acostumbrarme a otras presencias como la suya.
Tras varios días de seguir esta rutina, logré apañármelas para encontrar vecinos ancianos no muy lejos de mi casa y, armado con la misma libreta medio usada y un bolígrafo, me dispuse a hacer uso de mis (escasas) habilidades sociales.
«Pobre muchacha», recuerdo que me dijo Soraya, la madre de un vecino y mi primera entrevistada, cuando le pregunté por María Candelaria y la vida que había llevado. No fue muy difícil convencerla para que me contara lo que sabía, sobre todo cuando le conté que estaba viviendo en su antigua casa y que estaba muy interesado en saber su historia. Ella sería una de tantos a los que acabaría visitando para conocer su versión de lo ocurrido.
Cuando María era una adolescente, Soraya era solo una niña. Y en 1958, cuando Soraya era una adolescente, María se quedó viuda. Cuando le pedí que me la describiera, la ahora anciana me pintó a una mujer amable, hija única, un poco seria y reservada pero muy encantadora cuando se aprendía a tratarla. Según lo que me contó, nunca le había entusiasmado la idea de casarse con Francisco. Él era muchos años mayor que ella y su padre había accedido a la unión sin apenas hablarlo con su hija. «Su marido no la quería», me aseguró. Esto llamó mucho mi atención, pero no quiso decirme nada más, refugiándose en el respeto que todavía le tenía a esa amiga del alma que hacía décadas que no veía.
Unos días después, coincidí en la puerta del supermercado con Manuel, un señor muy serio, hijo del que por aquellos años había sido el lechero. Tras introducir el tópico de manera cautelosa, él también me dijo que María era hija única y que no quería casarse, añadiendo el detalle de que ella siempre había sido «una niña muy de su casa». Me explicó además que tras la muerte de Francisco se volvió a casar con un extranjero y desapareció de Arucas. Al oír esto, arrugué la nariz. Era sospechosoSospechoso Sospechoso: Persona que se cree que ha cometido un delito o falta. que las circunstancias hubieran sido tan favorables para ella, pero no quise llegar a una conclusión tan lanzada porque sabía que iba a tener que ir más allá. Antes de irme, aproveché también para preguntarle, en vista del hallazgo de la misteriosa Biblia en la escena del crimen, si Francisco había sido un hombre religioso. Él me confirmó que recordaba haber visto a Francisco yendo a misa con sus progenitores, pero no sabía mucho sobre sus creencias personales.
Al día siguiente hablé con Juanillo, otro vecino, para ver si sabía algo sobre la relación que llevaba el matrimonio. Mientras compartía sus puros conmigo, me contó que la gente acaudalada de la zona nunca tuvo en mucha estima a la familia de María por sus orígenes humildes. El anciano todavía recordaba la sorpresa que se habían llevado todos cuando se supo que Francisco iba a desposarla, como si hubiera elegido a la primera mujer que se cruzó por la calle. Las palabras de Soraya sobre la falta de amor entre ellos se me vinieron a la mente de inmediato y me hicieron preguntarme qué motivo habría tenido entonces para casarse con ella, pero ni yo lo entendía. Con un poco más de descaro decidí preguntarle directamente por la posibilidad de un problema monetario o un motivo por el que María hubiera querido deshacerse de su marido, pero no supo qué responderme.
Después de este encuentro, decidí preguntarle lo mismo al resto de los entrevistados, buscando una opinión común de la cual partir, pero todos me decían cosas diferentes. La percepción general era que Francisco y María siempre habían sido muy independientes el uno del otro, pero nada indicaba que ocurriera algo malo entre ellos. Desde luego, la vida privada de esa pareja era un auténtico misterio.
La tarde del domingo de esa semana, después lo que sería la última sesión de preguntas vacías y apuntes sucios en mi libreta, la dediqué a recorrer las calles de mi vecindad, sintiéndome más perdido que nunca, porque ahora tenía incluso más preguntas que cuando había empezado. María Candelaria no solo era un personaje de naturaleza misteriosa e intimidad guardada con cerrojo, sino que tenía la mala suerte de que ahora seguramente vivía en otro país, o tal vez incluso ya estaba fallecida.