Cap.9

Tenía la cabeza apoyada en ambas manos cuando entonces escuché los quejidos de Francisco, cuya forma estaba apoyada contra el marco de la puerta, observándome.
—Francisco, me estás volviendo loco —musité con cierto cansancio—. Siento que estoy buscando una aguja en un pajar. Por favor, ¿seguro que no sabes quién fue? Tuviste que verlo, tuviste que sentirlo. ¿Era alguien que conocías? ¿Era alguien que querías? ¿Era alguien que conocía a María? Por favor, solo dime algo.
Francisco entonces se acercó a mí e intentó levantar sus deformes extremidades superiores hacia delante, haciendo lo que yo veía como un gran esfuerzo. Al entender que estaba intentando señalar algo, comencé a sacar libros de entre los papeles, así como un bolígrafo medio gastado de mi estuche. Lentamente, comencé a enseñarle todas y cada una de las obras, esperando de forma paciente a que me diera una señal. Al principio, ninguna parecía llamar su atención. Sin embargo, cuando dejé los libros de lado y acerqué la caja de periódicos a mis pies, emitió uno de sus gruñidos de ultratumba característicos. Decidí sacar los ejemplares uno por uno para enseñárselos, pero, tras vaciar la caja, resultó que ninguno le importaba tampoco. De nuevo, comencé a desesperarme.
Pero entonces recordé que había uno que no le había enseñado; y ese era el último de todos, el que tenía fecha del 2 de julio de 1958 y que me había ayudado a descubrir su historia en primer lugar. Una parte de mí dudaba fuertemente que se refiriera a ese, porque ya lo había revisado demasiadas veces. Pero, en cuanto alargué el brazo para cogerlo, Francisco emitió un quejido que me confirmó que ese era el que quería ver. ¿En serio? ¿Otra vez? Lo levanté para que lo viera y comencé a recorrer las líneas con el bolígrafo, sin llegar a rayar el papel. Cuando llegué al segundo párrafo, en el que salía su nombre completo, sus manos se extendieron hacia delante. Mi bolígrafo se había parado justo encima de sus apellidos.
—¿Hernández García? Sí, son tus apellidos. ¿Qué pasa?
Francisco agitó su brazo derecho de delante hacia atrás, insistiendo. Pero yo no entendía nada. Ya parecíamos un matrimonio disfuncional.
—¿Sabes qué? Creo que me voy a tomar un descanso, lo siento.
Ya no me quedaban energías para darle a la cabeza. Ignorando sus murmullos ininteligibles, pasé a través de él y volví a coger mi sudadera.
—Voy a salir un rato, ¿vale? Cuida de la casa —dicho esto, salí por la puerta y comencé a alejarme sin saber exactamente a dónde ir.
Mi mente solo quería alejarse del ambiente agotador que se había formado en mi casa. Sabía que había dejado a Francisco a medias, pero no quería seguir buscándole el sentido a algo que cada vez se me hacía más absurdo.

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