EL DESEMBARCO

Después de dos horas de intenso cañoneo por ambos lados, el olor de la pólvora y la humareda de dos galeonesGaleones Un galeón es una embarcación a vela utilizada desde principios del siglo XVI. Los galeones eran barcos de destrucción poderosos y muy lentos que podían ser igualmente usados para el comercio o la guerra. en fuego que trae la brisa del noreste sofocan las respiraciones de los defensores en la playa.
Pero nada parece frenar la constante tarea de Alonsillo que lleva ya más de una hora recorriendo las líneas del frente en labores de abastecimiento. Además, tiene que ir tironeando de una mula asustada por los continuos estampidos y que carga con los víveres y el agua para la tropa.
Tal vez para huir del miedo, tiró de la mula y salió de nuevo de la posición para volver a las trincheras de Santa Catalina. En ese momento se dio cuenta de que algo había cambiado en el mar: cientos de barcas cargadas con más de cuarenta hombres armados cada una se separaron en compactos grupos y se esparcieron como una gran mancha que se extendía rápidamente por la superficie del mar.
Con la boca seca y sin poder moverse del miedo, Alonsillo sólo pudo asistir como espectador a lo que ocurrió a continuación. Y esto fue que, con un griterío infernal proveniente de las tripulaciones, la mayoría de las barcas se dirigieron a gran velocidad hacia la caleta de Santa Catalina; a la vez, disparaban los pequeños cañones que llevaban en la proa contra las posiciones defensivas de los milicianos.
Desde las filas de los canarios salieron al borde de la playa varias formaciones de soldados, que montaron sus arcabuces sobre las horquillas y aguardaron la orden de disparo. Y cuando las primeras barcas estuvieron a unos cincuenta metros de la línea de playa, dispararon a la vez los escuadrones de arcabuceros y el sacre que apuntaba desde la punta de Santa Catalina.
Como un aguacero que cayera entre la formación de barcas, el agua pareció hervir alrededor de los navíos, mientras una invisible lluvia proveniente de las bolsas llenas de pequeñas balas de plomo caía del cielo entre las tripulaciones. Muchos hombres quedaban muertos dentro de las propias barcas o caían heridos por las bordas y morían ahogados a falta de auxilio de sus compañeros.
Por eso, cuando el grupo de barcas que había iniciado el ataque remaba de vuelta para unirse al resto de la flotilla junto a los galeones, se levantó un clamor entusiasta en las filas canarias. Tal estruendo recorrió todas las líneas desde el pie del castillo de Santa Ana hasta la fortaleza de La Luz.
El entusiasmo también contagió a Alonsillo, que, a gritos desaforados que espantaron a la mula, echó todo su miedo por la boca hasta desgañitarse. Con el corazón henchido de entusiasmo y siempre tirando de la mula, corrió para llegar a las trincheras de Santa Catalina para abrazar a los héroes.
Pero no tardó la inquietud en volverse a buscar lugar en su ánimo; en plena carrera, y mientras miraba de reojo, pudo observar cómo de la flotilla de barcas volvía a salir otro grupo compacto, en este caso en dirección al embarcadero de La Luz.
Ya llevaba tiempo que la fortaleza apenas disparaba a la flota de galeones, y ese extraño silencio podría haber alentado este nuevo intento de desembarco por ese lugar. Para incrementar esos sombríos pensamientos de Alonsillo, al poco se cruzó con el gobernador don Alonso Alvarado y su lugarteniente don Antonio Pamochamoso. A galope tendido y seguidos de otros caballeros, se dirigían en dirección al embarcadero.
La misma punta de lanza de barcas que había visto retroceder en el intento de desembarco por la caleta de Santa Catalina volvía a su formación inicial al amparo de los galeones. Como confirmación, no tardó en llegar a sus oídos el júbilo de los vencedores, que, como un eco, repitieron los que estaban en la ermita de Santa Catalina.
A los improvisados almacenes de víveres de aquel lugar volvía Alonsillo para cargar la mula de fruta y agua fresca, cuando a la misma ermita llegaron dos carretas trayendo nuevos muertos milicianos. Era un amargo espectáculo observar más de diez cuerpos cristianos que ya no volverían a ver la luz de estas playas que habían defendido con u sangre.
En estos pensamientos se andaba Alonsillo cuando los gritos de alarma y el redoble de tambores de las compañías que estaban en las posiciones intermedias entre la caleta de Santa Catalina y el istmo de Guanarteme avisaron de una nueva amenaza. Eran aquellas las compañías de La Vega, Teror y Arucas, y la nueva línea de costa amenazada por la flotilla de barcas era una zona entre el embarcadero y la punta de Santa Catalina, un lugar de bajíos de muy difícil desembarco.
Con gestos precisos, el gobernador y su lugarteniente solicitaban apoyo a todos los que estaban en las inmediaciones de la ermita de Santa Catalina. No lo dudó Alonsillo y dejando la mula, salió corriendo y se mezcló al poco con los milicianos de la compañía de La Vega.
En su arrebato no cayó en la cuenta de que no llevaba arma alguna, y de que el morrión holgado que le protegía la cabeza lo había dejado en alguno de los lugares de aprovisionamiento. ¿Valentía o temeridad? Cuando se es joven como lo era Alonsillo ambas cosas suelen confundirse.
Cuando llegó a la zona de la costa, Alonsillo vio un espectáculo sobrecogedor. Con el agua en la cintura, canarios y holandeses intercambiaban arcabuzazos a quemarropa y trataban de herirse mutuamente con lanzas y espadas. Diez enormes lanchones planos ya habían encallado en la orilla y otros tantos llegaban a la zaga. Pero no se arredró Alonsillo y, sin parar su carrera, continuó entre los milicianos que gritaban desaforadamente acercándose al enemigo.
A su lado y armado con una enorme pica, ve sobrepasarle al capitán de la compañía de La Vega, el capitán Cipriano de Torres, quien, sin dudarlo, metiéndose en el agua, acomete una lancha que está a punto de encallar. Las insignias grandes y naranjas indican que viene ocupada por oficiales de alto rango.
Al de mayor porte y mejor armado ataca el capitán con tal impulso que si no consigue hincarle la lanza en el cuello es porque el holandés coloca los guanteletes ante la punta de acero y desvía el golpe a la coraza que le cubre el pecho. Cuando el capitán Cipriano de Torres quiso darle el golpe de gracia, recibe hasta cinco tiros de arcabuz. Tal vez murió sabiendo que estuvo a punto de matar con su lanza al mismísimo almirante de la escuadraEscuadra Un escuadrón naval o escuadra naval es una unidad militar compuesta por tres o cuatro grandes buques de guerra, naves de transporte, submarinos, o a veces pequeñas embarcaciones que pueden ser parte de una mayor fuerza de tareas o flota. holandesa.
Viendo cómo el capitán se hundía lentamente en el mar sin soltar la pica , Alonsillo no duda en entrar al agua y coger de los sobacos el cuerpo de Cipriano de Torres. Se sabe amenazado por los dos flancos, pero solo tiene en el pensamiento rescatar del agua aquel cuerpo probablemente ya
En ese preciso instante, un arcabucero de una lancha que llega por su izquierda carga su arma sin quitarle el ojo. Asomando por entre el resto de hombres que siguen atendiendo al almirante herido, un enorme mosqueteroMosquetero Un mosquetero era un soldado de infantería armado con mosquete que apareció en el siglo XVI y combatió en los ejércitos europeos por dos siglos, siendo sustituidos en el siglo XVIII por soldados armados con fusiles de avancarga. le apunta directamente a la cara a menos de dos metros de distancia. Alonsillo llora, no sabe si por la impotencia de alzar el cadáver del capitán o porque se da cuenta de que está a punto de morir de un disparo.
Sin soltar de los sobacos el cuerpo sin vida del miliciano, entre lágrimas mira con rabia la muerte que le muestra el mosquetero holandés.
Es un rostro fiero, de un mirar tan intenso, tan azul dentro del cerco negro con el que se pinta los ojos como el que debe mostrar la faz de una criatura del demonio. Alonsillo no le quita los ojos de encima, y cuando ve que se prende la mecha del mosquete se encomienda a Dios Todopoderoso.
No tiene tiempo para ningún otro pensamiento, ni siquiera para comprender por qué en el último instante el cañón del arma se desvía ostensiblemente a la derecha; la bala hace desaparecer la cara del arcabucero que ya estaba a punto de dispararle casi a quemarropa. Un sollozo desconsolado sacude el cuerpo enclenqueEnclenque Débil, enfermizo de Alonsillo, al tiempo que el peso del capitán Cipriano de Torres le arrastra irremisiblemente bajo el agua.
Un instante antes de sumergirse, puede ver claramente cómo el mosquetero, al tiempo que grita enérgicas órdenes a los demás tripulantes de la barca para alejarla de la orilla con el almirante herido, le mira de nuevo fijamente a la cara. Puede ver cómo el sol del mediodía hace nacer un fugaz reflejo asomándole bajo el casco. Le parece una pequeña cruz de plata que le cuelga de la oreja izquierda.
El tiempo que Alonsillo permaneció bajo el agua nunca lo supo. Sí creyó que fue una eternidad.
En la retirada precipitada, unos milicianos de la compañía de La Vega rescataron de las aguas a Juan Alonso, Alonsillo.