Capítulo uno
La noticia
El timbre sonó con insistencia. Los niños entraron en la casa alborotados y rompieron el silencio. Su padre, que venía con ellos, cerró la puerta. Marta le dio la mochila a su madre y corrió al baño. Volvió momentos después y se colgó al cuello de Tomás, que aún estaba en el vestíbulo. Le hizo prometer que volvería pronto a buscarlos y los llevaría al cine. Lucas se tiró en el sofá a jugar con su playstation. Observaba por el rabillo del ojo cómo su padre se despedía, pero no se levantó.
–No has ido a decirle adiós a papá, ¿eh? –le dijo la madre removiéndole el pelo–. No seas así. Sabes que te quiere mucho.
Lucas le retiró la mano.
–¡Pues que esté más tiempo conmigo! Quiero que viva con nosotros, como antes.
–¿Ya olvidaste lo que hablamos cuando se marchó…? Tanto él como yo seguimos siendo tus padres. Los dos te queremos, eso nunca va a cambiar, pero hemos acordado vivir separados. Tu hermana, tú y yo viviremos juntos en esta casa y tu padre vendrá con frecuencia a vernos.
–«Nunca será igual, pensó el niño. Soy el último mono de esta casa, nadie me hace caso. No voy a decir nada más ¿para qué…? ¡Lo que yo diga no cuenta!»
Desde que sus padres se separaron, Lucas ya no era el mismo. No comprendía por qué ocurrían esas cosas que tanto le dolían. Recordaba cómo su padre y él se divertían antes, cómo se reían cuando se tomaban el pelo. Era como un niño grande jugando con él. Después de estudiar, salían a estirar las piernas. Jugaban a la pelota en el parque o montaban en bicicleta. Ese ratito que pasaban juntos cada día era único, sagrado para él, y también para Tomás.
Sonó el teléfono. Elsa corrió a contestar y habló en voz baja. A Lucas se le estiraron las orejas como a los burros. Quería saber por qué su madre había bajado tanto la voz.
–Creo que será una buena idea –Lograba escuchar–, tendré que hablar con los dos. Sobre todo con mi hijo, necesita un cambio. Siempre está ausente, se enfada por todo y Marta es la que paga los platos rotos –se hizo el silencio y de nuevo la voz de su madre–.Estoy preparando los papeles. Ya lo tengo decidido. Vendrá a final de mes, cuando lleguen las vacaciones.
¿Qué les tenía que decir su madre…? ¿De qué papeles hablaba? ¿Quizás su padre pensaba volver y darles una sorpresa? ¿Vendría a final de mes cuando estuvieran de vacaciones? –el corazón de Lucas empezó a correr como un caballo. Primero, al trote; luego, más aprisa; y al final, galopaba.
La idea de que en verano volviera para siempre le empezó a acariciar el alma. Se levantó del sofá. Soltó la play y se quedó detrás de la puerta, donde su madre todavía hablaba por teléfono. En ese momento la oyó decir:
–Bueno, Luisa, ya te contaré… Veremos si todo sale bien –Escuchó el golpe del auricular cuando colgó. Entró y le preguntó que con quién hablaba.–Con tía Luisa, ¿por qué, mi niño?
–Oí que nos ibas a decir algo –Agrandó los ojos– ¿Qué es, má?
–Sí, es una gran noticia que les tengo que dar a ti y a Marta, pero cuando sea seguro. Estoy arreglando las cosas.
Parecía que las palabras de su madre habían tocado el resorte que puso en marcha su imaginación. Los ojos le destellaban de contento. Esperaba que los papeles a los que su madre se había referido fueran los que él pensaba y que pronto estuviera toda la familia reunida.
A partir de aquel momento, estuvo más alegre y amable con los demás. Con frecuencia observaba a su madre, necesitaba descubrir cosas. Una tarde en la que ella le ayudaba a hacer los deberes, dejó el bolígrafo sobre la mesa y dijo:
–Dentro de dos semanas empiezan las vacaciones.
–Sí, ya queda muy poquito. Lo vas a pasar muy bien este verano, ya verás…
–Mamá –Miró a otro lado aparentando estar distraído–, ¿ya tienes todo arreglado para las vacaciones?
–Bueno…, hay cosas que están listas, pero no todas.
–Pero dijiste que ibas a hablar con Marta y conmigo y no lo has hecho. No puedo esperar más… –se removió en el asiento.
–¡Ah! Se trata de lo que te dije el otro día… Pues sí. Ya está todo, hijo. En cuanto llegue tu hermana de ballet, hablaré con los dos.
–Es algo bueno, ¿verdad? –la miró con expresión traviesa.
–Estoy segura de que te va a hacer muy feliz. Marta y tú van a tener un verano estupendo, distinto…, habrá cambios.
A los pocos minutos se oyeron los ladridos de don Pancho avisando de que el timbre iba a sonar. Era Marta que volvía de clase con Lucía, la vecina.
Elsa abrió la puerta y le dio las gracias a Lucía por traer a su hija a casa. Le dijo a Marta que se lavara, se cambiara y viniera al salón. Poco después, volvió en pijama y se arrellanó en el sofá, mientras Lucas se sentaba y miraba a su madre expectante.
–Bien, niños –comenzó con la mejor de sus sonrisas–, dentro de unos días vendrá
una persona muy especial a vivir a nuestra casa.
Los ojos de Lucas se iluminaron a la espera de la gran noticia.
–Es alguien con quien van a jugar y compartir todo –continuó–, a quien tendrán que respetar. Nunca ha tenido lo que ustedes tienen. Viene de una tierra muy pobre. Ni siquiera tienen suficiente comida como nosotros.
Lucas cambió de color. La sonrisa se le heló. No podía entender de qué hablaba su madre. ¿Les estaba tomando el pelo? ¿Cómo iba a venir su padre de una tierra como esa…? O se había vuelto loca, o él soñaba. Abrió la boca para preguntar, pero su madre le puso el dedo índice en los labios y siguió:
–De donde viene no hay luz, ni agua, ni carreteras…
–¿Quién es, mamá, ¿de dónde viene? –preguntó Marta sentándose en la falda de Elsa.
–Se llama Omar. Tiene diez años y es un niño que vive en el desierto.
–¿En el desierto…? –Lucas, encendido, se levantó del sofá.
–Sí, hijo, en el desierto. En Tinduf, Argelia. Es un niño saharaui.
Lucas se quedó atónito. Era como si le cayera un balde de agua fría en todo el cuerpo. No podía creer que en lugar de su padre fuera un niño de nosedónde quien viniera a pasar el verano en su casa. Se había hecho la ilusión de que «aquellos papeles» servirían para que sus padres volvieran a vivir juntos. ¡Qué chasco! ¡Cuánta tristeza volvió a su corazón! «Papa, cómo te echo de menos…», pensó.
–Es papá quien tiene que volver a casa, no ese imbécil –gritó Lucas levantándose de golpe–. ¡No me dijiste la verdad! Creí que era él quien volvía. ¡No quiero a ningún niño como ese aquí! ¡Y a mí qué me importa que no tenga nada…!
Cogió uno de sus libros y lo lanzó al suelo. Salió del salón y se encerró en su dormitorio. Marta y Elsa se miraron sorprendidas, pero guardaron silencio.