Capítulo cinco
Cuentos en un día de lluvia
Lucas se levantó temprano. Tomás vendría a buscarlo para ir de pesca como todos los sábados. No hizo ruido para no despertar a Omar. Si seguía durmiendo, no vendría con ellos. Prefería que no lo hiciera, así podría estar a solas con su padre.
Se asomó a la puerta entornada de la habitación de su madre. Todavía dormía. No importaba, se vestiría y así estaría preparado a tiempo. Marta prefirió quedarse en casa porque Beatriz y Ely iban a venir a almorzar y jugar con ella.
La casa estaba en silencio. Lucas salió del baño y abrió los cajones de la cómoda con mucho cuidado para no despertarlas. Sacó una camiseta, unos pantalones cortos y se vistió. Se calzó las playeras y bajó al sótano a buscar la caña y la caja de la pesca. Dejó las cosas en el vestíbulo. Un olor a café le llegó desde la cocina.
–Buenos días, Lucas –lo saludó Elsa, que se había levantado–. ¿Ya estás vestido? Y con el pelo engominado… ¡Qué guapo!
–¿A qué hora viene papá? –abrió la nevera, sacó la jarra de zumo y llenó un vaso.
–Dentro de un rato. Llama a Omar, dile que se vista para que tu padre no espere.
–Él…, él no quiere venir. No le interesa la pesca para nada –dio un mordisco a la tostada que Elsa le había puesto en la mesa y continuó–. Pero no se lo digas, porfa, dice que le da vergüenza que lo invitemos y después no aparecer.
–¡Qué raro! Parecía tan ilusionado… Bueno, está bien, bébete la leche que se enfría.
Lucas no se dio cuenta de que Omar, descalzo, detrás de la puerta, había escuchado aquella mentira.
A decir verdad, le encantaría ir, pero decidió quedarse si no era bienvenido.
Salió a la terraza. El viento empujaba las nubes, que corrían como locas por un cielo resplandeciente. Escuchó un trueno a lo lejos, luego otro, y otro más y empezaron a caer gotas de lluvia gordas como garbanzos. Entró en el salón y observó por los cristales: el agua caía a cántaros. Marta se había levantado y estaba a su lado. Llamaba a su madre y a su hermano para que vieran cómo llovía. En ese momento sonó el teléfono.
Lucas prestaba más atención a su madre que a su hermana, que correteaba en calcetines por la terraza mojándose toda mientras don Pancho saltaba junto a ella. Elsa le hizo una advertencia con la mano para que entrara, o se ganaría una buena torta en el culo. Cuando colgó el auricular, Lucas se le acercó.
–¿Era papá?
–Sí, era él –Elsa trató de decirle con la mayor delicadeza que no vendría a buscarlo–. Verás, hijo, va a estar lloviendo todo el día y lo mejor será dejarlo para otro momento.
–Lo sabía, lo sabía. ¡Siempre pasa algo! –refunfuñó apartando la mano de su madre, que intentó acariciarlo–. Por lo menos podía hablar conmigo. Jo, estoy despierto desde la seis de la mañana para nada…
–Bueno, no te lo tomes así. Sabes que no está el día para ir de pesca… Luego vendrán Bea y Ely, la niña que te gusta. También está Omar y lo pasaremos bien en casa. ¿Qué te parece si a la tarde preparo chocolate y nos sentamos a contar cuentos?
–¿Cuentos? ¡Mamá…!, ya soy mayor para cuentos. Yo me quedo en mi habitación viendo la tele –sus ojos estaban húmedos.
El día estuvo oscuro y frío, por lo que hubo que encender las luces del salón. Elsa se había sentado en la alfombra con Omar, Beatriz, Marta y Ely a su alrededor. Lucas entró sin hacer ruido y se sentó aparte en un sillón.
–Vamos a ver, chicos ¿quién va a ser el primero en contar un cuento?–preguntó Elsa mirándolos uno por uno–. Ven, Lucas, siéntate aquí con nosotros.
–¡Omar es el primero! –Marta lo miró–. Tú sabes un montón de cuentos, ¿a que sí? ¿Quieres empezar tú?
–Ahora no me acuerdo… No sé…, bueno, les voy a contar uno de mi tío Mustafá. Por las noches viene a nuestra jaima y nos cuenta historias. Le gustan un montón los cuentos árabes como este.
–¡Estupendo! Pues empieza tú con el cuento –Elsa se colocó un cojín en el trasero y prestó atención.
–Bien, allá voy –Omar fijó la mirada en Lucas, que se había unido al grupo, aunque parecía no interesarle nada de lo que Omar decía.
–Hace mucho, mucho tiempo que Dios empezó a hacer el mundo. Primero, fabricó el cielo lleno de estrellas, el sol y la luna. Más tarde, quiso hacer a la gente, pero la hizo sin alma. Dios tenía un ayudante. Era un ángel. El ángel le pidió a Dios que hiciera un alma a todos los hombres y mujeres. Pasaron mucho tiempo haciendo almas en el taller de Dios: las hicieron con flores, piedras preciosas, rayos de sol… Eran muy bonitas y brillaban como las estrellas. Entonces, Dios y su ayudante bajaron a la Tierra y le pusieron un alma a cada persona. Aquel día llovía, como hoy. Algunas almas se mojaron y se estropearon. Por ese motivo, los dueños de estas almas imperfectas empezaron a decir mentiras. Cuando Dios se enteró, bajó otra vez a la Tierra y les dijo:
–No es bueno mentir. Cada vez que digan una mentira, dejaré caer un grano de arena en la Tierra como castigo.
La gente pensó que un grano de arena no importaba porque la Tierra era muy verde y grande, así que no le hicieron caso y siguieron mintiendo. Cayeron sacos de arena en la Tierra. Ya no era tan verde. Muchos lugares se llenaron, formándose los desiertos. Donde había gente buena que no mentía, nacieron los oasis.
–Mi tío dice –Concluyó Omar, terminando su cuento– que si la gente no para de decir mentiras, la Tierra se convertirá en un enorme desierto.
–Muy bien, Omar –Elsa aplaudió entusiasmada. Se levantó y le dio un beso–, es un cuento precioso.
–Mamá, ¿Dios me hizo el alma con todas esas cosas que dijo Omar? –preguntó Marta muy seria.
–Claro que sí, cielo –contestó su madre–. A veces, cuando te voy a dar las buenas noches, brillas en la oscuridad.
–¿Vas a traer los bocadillos y el chocolate, Elsa? –preguntó Bea mirando hacia la cocina.
Lucas se levantó, abrió la puerta de la terraza y observó el suelo.
–¡Uff! Menos mal que no ha caído arena –se tranquilizó.