Capítulo Diez
De pesca
Se despertó sobresaltado. Alguien lo zarandeaba. Abrió los ojos y se encontró con los de Lucas.
–¡Vamos, Omar! ¿A qué esperas? Mi padre vendrá en una hora y todavía no hemos bajado al sótano a buscar los bártulos de pesca. ¡Levántate ya!
–Está bien, está bien… Anoche me desvelé, apenas dormí. Lo siento.
Se oyó la bocina del coche. Elsa se asomó a la ventana para avisar a Tomás de que los niños saldrían en unos minutos.
–Buenos días –dijo Omar al subir al coche–, se nos ha hecho un poco tarde por mi culpa. Me quedé dormido.
–Hola, papá. Yo me siento atrás con Omar. ¿Te acordaste de la carnada?
–Sí, me acordé de todo: de la carnada, de las cañas, de los bocadillos, de los refrescos…, y hasta de venir a buscarte.
El coche emprendió la marcha y media hora más tarde subían a la embarcación LUCAMAR, atracada en el muelle deportivo.
–Pónganse los chalecos salvavidas, niños. Sobre todo tú, Omar, que todavía no nadas bien –dijo Tomás–. No se olviden de los gorros, hace mucho sol hoy.
–Vale, Capitán. A sus órdenes –Lucas se cuadró y saludó llevándose la mano a la frente.
La embarcación salió del puerto a poca velocidad y enfiló mar adentro saltando sobre las olas. El agua que levantaba a su paso les caía como una ducha refrescante. Lucas se coló por delante de su padre y cogió el timón. Omar iba sentado en el banco fuertemente agarrado a la borda. No se atrevió a levantarse hasta que el motor paró.
–Echa el ancla, Lucas. Que el barco se mantenga aproado al viento. Nos quedamos por aquí. Omar, ayúdame a preparar la caña. Sujétala así, ¿vale? Saca un poco de hilo y frena la manivela para que no se suelte. Bien…, ahora le vas a poner la carnada. Lucas te enseñará.
–Mira cómo trabo el trozo de calamar en el anzuelo –le explicaba Lucas–. Es muy fácil. Solo tienes que engancharlo así… ¿Ves? Inténtalo tú ahora.
–Vale… ¿Cuándo vamos a echar un lance? –Omar se impacientaba.
–Desde que aprendas lo que te estoy diciendo. Trae aquella caja, porfa. Voy a coger otro plomo más pesado. Tranquilo, que ya vas a aprender a lanzar. Anda, coge tu caña y mira cómo lo hago yo –lo animó–. No hace falta que lances el nylon muy lejos, con el plomo ya baja. Cuando coja fondo, recoge un poco.
–¡Te están picando, Omar! –le avisó Tomás–. Fíjate cómo se curva la punta de la caña. Tira, tira ahora y engánchalo… ¡Bien hecho, muchacho! –Omar hacía un gran esfuerzo–. Ahora gira la manivela para recoger. Sigue, sigue así… ¡Caramba, mira lo que has cogido!
Un jurel de buen tamaño asomó. Luchaba por destrabarse a sacudidas. La alegría se dibujó en el rostro de Omar cuando Tomás le quitó el anzuelo y lo metió en el balde.
A Tomás solo se le pegaban los peces pequeños y los lanzaba por la borda. ¡No era su día de suerte!
–¿Por qué tiras el pescado? –preguntó Omar.
–Solo tiro los pequeños. Hay que devolverlos al mar para que se hagan grandes, ¿comprendes? Pero no te preocupes, con ese ejemplar vas a presumir de pescador de primera –señaló el balde donde el jurel todavía se movía–. ¡Ese viene con nosotros!
–¡Mira, Tomás! –exclamó Omar señalando a lo lejos con el índice–. Están saliendo peces gigantes del agua… ¡Por allí!
–Son delfines –contestó Tomás–. Están jugando. Saltan y dan vueltas en el aire.
–¡Pero qué bonitos son! ¿Atacan a las personas? –Quiso saber Omar.
–Oh, no, son amigos. Siguen a los barcos, son curiosos –le aclaró–. Además, son muy inteligentes.
***
Tuvieron una buena pesca e hicieron un descanso para los bocadillos y los refrescos. Las horas pasaron volando y Tomás decidió regresar antes de que cayera la noche. Hicieron el recuento. Resultó que Lucas fue quien más había pescado. Presumía de campeón delante de su padre, gastándole bromas.
La tarde estaba tan quieta que parecía dormida. Tomás le permitió a Omar llevar el timón y la embarcación se deslizó con suavidad.
–Pronto vamos a pasar frente a una baja –avisó Lucas.
–¿Y qué es una baja?
–Es una roca enorme que sale del fondo del mar, no se ve porque no llega hasta la superficie. Algunos barcos han chocado contra ella y están hundidos abajo –respondió Tomás.
–Sucedió hace muchos años –intervino de nuevo Lucas–. Más de cien. Mi padre me lo contó. Uno de los barcos se hundió con un tesoro.
–¿Un tesoro? –preguntó Omar sorprendido–. ¿Era un barco pirata de los que llevan una calavera en la bandera?
–No –respondió Tomás–. Era un velero de tres palos, un trasatlántico. Se llamaba Alfonso XII. Transportaba pasajeros y cofres con monedas de oro.
–¿Qué le pasó a la gente que iba en el barco? –se interesó Omar.
–Los pescadores fueron con las barcas y les ayudaron. Ninguno se ahogó –contestó Lucas.
–¡Qué suerte que estuvieran cerca!
–Parte del tesoro sigue en el fondo de mar –continuó Lucas–. Algunos buzos bajaron y subieron algunos de los cofres, pero no todos. ¿Verdad, papá?
–No, no todos. Aunque cuando se extendió la noticia, bajaron los buscadores de oro, unos buceadores aficionados, pero no lo rescataron. Solamente consiguieron algunas monedas, campanas, restos de loza, marcos de cuadros… Poca cosa. Bueno, estamos llegando a puerto. Déjame el timón, Omar, esto no es tan fácil.
***
El coche paró frente a la casa. Omar se despidió de Tomás y, cogiendo el pescado, entró en la casa. Llamó a don Pancho. Lucas se quedó con su padre para recoger las cañas y la caja de la pesca.
–¿Qué, campeón? –Tomás abrazó a su hijo–. El mejor pescador que conozco, después de mí, claro. ¿Te lo pasaste bien?
–¡Fantástico! ¿Cuándo vamos a pescar otra vez?
–¡Pronto, hijo, pronto!
–Entonces, hasta pronto… ¡Te quiero, papá!
–¡Y yo a ti…! –le gritó desde el coche, mientras veía a Lucas alejarse hacia la casa.