Un buen día de aquellos años, llegó al convento Convento: Casa de religiosos o religiosas. un joven nacido y criado en las viviendas aborígenes que se ubicaban en las laderas del cercano barranco. Cuando atravesó el portalón del muro almenado Almenado: Guarnecido o rematado con adornos en forma de almenas. que circundaba el convento y ascendía por la amplia escalinata de cantería de la fachada principal para llamar a la puerta de aquella venerable casa, era consciente de la intención principal que le conducía a ese lugar y de su deseo más fehaciente: quería vivir como uno más entre los hermanos franciscanos de la comunidad.
–Ave María Purísima.
–Hermano, perdone si le molesto, pero lo he visto muchas veces atendiendo los menesteres de la iglesia y he pensado que usted podría aconsejarme. ¿Qué puedo hacer para que me admitan a vivir con ustedes en el convento?
–Entre, le presentaré al Padre Prior Prior: Superior o prelado ordinario del convento..
Él decidirá lo que más convenga.
Al poco, las puertas de aquel lugar se abrieron para él de par en par y su vida cambió como de la noche al día.
Cada mañana, antes de que naciera la luz, la campana conventual convocaba a todos los hermanos para su oración de alabanza, y en el silencio del amanecer se escuchaba el rezo de los maitines al ritmo de las olas que rompían en la desembocadura del barranco.
En aquel clima de dulzura espiritual pudo descubrir la mirada amorosa de Padre Dios que lo llamaba por su nombre y le desvelaba el camino que podría recorrer en esta nueva vida. El resto de la mañana era tiempo para los trabajos de cultivo, mantenimiento y aseo en cualquiera de las dependencias del recinto, porque era justo y necesario que todos ganasen el pan con el trabajo de sus manos y el sudor de su frente. La tarde quedaba reservada para el alimento de la mente y del espíritu, a través de la lectura apacible, la reflexión serena o la guía del alma con el maestro que le correspondiera. Y casi todas las horas se iluminaban con momentos piadosos de oración, en la soledad de su aposento o en compañía de los hermanos.
Pero si grande fue el cambio experimentado en lo que había sido su vida hasta entonces, no fue preciso que ocurriera así con el alma, porque su rostro de bondad, su espíritu piadoso, su actitud siempre dispuesta para el trabajo y una ilusión que rebosaba por todos los poros de su cuerpo, consiguieron que se ganara muy pronto el corazón de los frailes. Ellos le acogieron en su comunidad de forma sincera y con la sencillez amorosa que les transmitiera el santo de Asís.
Después de la preparación correspondiente, le impusieron los hábitos de la orden y profesó sus votos religiosos con el nombre de Fray Juan de San Francisco. De esta forma hacía homenaje a su ciudad, nacida el día veinticuatro de junio, festividad de San Juan Bautista, y a San Francisco, el santo patrón de la Comunidad, bajo cuya protección se acogía.
Cuando paseaba junto a la alberca del huerto y veía reflejada en el agua su imagen revestida con el hábito franciscano, casi no podría creerlo. Le parecía un sueño en el que él era muy feliz y a sí mismo se decía:
–Porque has bendecido mi vida…
¡Loado, mi Señor!
Si contemplaba el cielo de azul transparente o de gris reconfortante, elevaba hasta las alturas su corazón agradecido diciendo:
–Por la hermana luna, por las estrellas claras tan limpias, tan hermosas, tan vivas… ¡Loado, mi Señor!
Si miraba el interminable mar que se perdía en el horizonte o el agua que corría sonoramente por los regatos y brazales del jardín, cantaba con emoción y alegría:
–Por la hermana agua, que es preciosa y útil, casta y humilde… ¡Loado, mi Señor!
Si percibía el tenue calor del sol crepuscular o el fuego que se adivinaba en la boca de los antiguos volcanes, exclamaba lleno de fe:
–Por el hermano sol, que alumbra y abre el día, que es bello y esplendoroso; y por el hermano fuego que alumbra al irse el sol, y es fuerte y hermoso… ¡Loado, mi Señor!
Si sentía el tacto de la tierra fecunda sobre la que caminaban sus pies descalzos, entonces, siguiendo el alma de Francisco de Asís, convertía en oración sincera todo el afecto que le brotaba a raudales:
–Por la hermana tierra; la hermana madre tierra, que es toda bendición, y que nos da abundantemente las hierbas, los frutos, las flores y cuanto nos sustenta… ¡Loado, mi Señor!
Fray Juan se sentía feliz como el que más y una gran alegría le desbordaba. Había conseguido la ilusión más importante de su vida y gozaba al encontrarse en compañía de aquellos venerables varones que, por vocación y por misión, manifestaban su grandeza al considerarse siempre como inferiores, porque habían comprendido que el Reino de Dios está reservado para quienes saben hacerse pequeños entre los más pequeños.
Un tiempo particularmente gratificante transcurría en el refectorio Refectorio: Sala reservada en algunas comunidades y colegios para reunirse a comer: mientras se servía la comida en el re- fectorio, uno de los monjes leía las Sagradas Escrituras., ante la escasez del sustento diario, siendo consciente del regalo que suponía disponer de él cada día.
Mientras los frailes comían, se les proporcionaba también el necesario alimento espiritual con la lectura de Las Florecillas de San Francisco. Esto les permitía identificarse con su modelo, hecho en cándida poesía: el pobrecito dulcísimo, amigo de los pájaros y de los corderitos. Pero también con un Francisco duro y exigente consigo mismo y con los demás, capaz de reprender severamente a sus discípulos y de plantar cara al maligno con santa ira. Un Francisco audaz hasta la temeridad, que hace frente a lobos, a bandidos y a sediciosos; que emprende, en medio de los estertores de la guerra, un viaje que habría de conducirle hasta los mismos caminos y los mismos mares que conocieron la presencia del Maestro. Un Francisco intrépido, capaz de arriesgarse sin más armas que la paz de su corazón y la fuerza de su amorosa palabra ante los más fieros enemigos. Un Francisco que desafía el fuego de la hoguera por ansia de martirio y de pureza para, de esta forma, seguir más de cerca la mirada cautivadora del Señor. Un Francisco capaz de transformar las propias flaquezas, en su afán por convertirse en un hombre nuevo en el más pequeño entre los pequeños, entregado a vivir como instrumento de la paz.
A Fray Juan le divertían las ocurrencias del hermano cocinero, a quien con frecuencia ayudaba preparando o sirviendo las viandas. Y siempre le infundía un cierto temor reverencial la presencia del Padre Prior, que no renunciaba al semblante de expresión severa que tanto contrastaba con sus formas apacibles y su cálido verbo.
Pero Fray Juan guardaba dentro de él un secreto muy íntimo que sólo con el paso del tiempo pudo ir desvelando a los demás: estaba profundamente convencido de que la voz que lo llamó al convento fue la de Padre Dios, el Señor, que le hablaba a través de las campanas que sonaban en la iglesia de San Francisco. Las había escuchado cada día, sin faltar ni uno solo, desde el mismo de su nacimiento. Y las recordaba, siendo un niño sin apenas uso de razón, por el sentimiento de alegría que le producía escucharlas. A su toque, toda la familia comenzaba las labores diarias, rezaba al mediodía y recordaba a los difuntos en el ocaso.
Cuando su sonido recorría el cauce abrupto del barranco de Guiniguada, una fuerte emoción le embargaba y entonces sentía esa música como un reclamo que lo llamaba. Esto le hacía forjarse la ilusión de que algún día él mismo habría de tañerlas con sus propias manos y podría convertirse, de esta forma, en un mensajero de la palabra divina que, desde siempre y como ahora, sigue empeñada en llegar al corazón de cada persona a través de los medios más diversos y sorpresivos, incluso por medio del sonido de las campanas.
Al poco, su sueño comenzó a convertirse en realidad. Cuando el hermano sacristán Sacristán: Persona que ayuda al sacerdote en la misa y tiene a su cuidado los ornamentos y la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía. ya se encontraba tan enfermo y desvalido que apenas tenía fuerzas para acceder al presbiterio de la iglesia, subiendo los pocos peldaños que lo separaban de la nave central, el Padre Prior encargó a Fray Juan que fuera su ayudante en cualquiera de las labores y menesteres que tenía encomendados, pero, sobre todo, le confió encarecidamente lo concerniente al cuidado y al toque de las campanas.
Siempre consideró este momento como uno de los más importantes de su vida. Había alcanzado la ilusión más secreta cuando apenas sobrepasaba los veinte años de edad. A partir de ahí, comenzó el dulce trabajo de recorrer cada día, y aun muchas veces al día, el bello camino que le llevaba a aprender el lenguaje de las campanas y a compenetrarse con ellas, con su silueta y con su tacto.
Aprendió el toque de gloria para celebrar los días de mayor solemnidad; el de duelo, para acompañar la despedida de quienes marchaban a la casa de Padre Dios; el de alarma, para avisar a la ciudad de los peligros que amenazaran la población.
Igual que ocurrió cuando se produjo el ataque del pirata holandés Pieter Van der Does: al escuchar los vecinos el toque de las campanas corrieron a refugiarse en el interior de la isla, llegando hasta la Vega de Santa Brígida. El pirata terminó la escaramuza incendiando la iglesia durante su retirada, tras ser rechazado por aquellos bravos canarios en los altos de El Batán. Luego, los frailes se vieron obligados a reconstruir la iglesia, que pudo así resurgir de sus cenizas, y a levantar la espadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas. para que el sonido de las campanas llegara hasta los lugares más remotos sin que ningún obstáculo se interpusiera en su camino.
Fray Juan aprendió también el toque de la misa de alba, para dar gracias por la luz de la mañana cuando apenas clareaba el día, el de ángelus al mediodía, para evocar en su oración a María, la madre del Señor, y el de ánimas, recordando cada atardecer a quienes ya no estaban entre nosotros, pero permanecían fielmente en nuestra memoria.
Cada toque sabía transmitirlo con su acento propio, con la intensidad precisa, con la melodía más expresiva, con el tiempo necesario, con la mezcla sugerente de sonidos según el tamaño de las campanas, con la técnica que mejor cuadrara: de volteo, de balanceo o de percusión por medio de los pesados badajos de hierro. Incluso llegó a conseguir de ellas, manejando diestramente las cuerdas que bajaban
hasta el pie de la espadaña, expresiones de alegría o de tristeza, sonidos que parecían íntimas palabras susurrantes o exclamaciones de alborozo, gritos de angustia o llanto amargo, y siempre con una increíble fuerza misteriosa que las proyectaba a los cuatro vientos.
Fray Juan sentía que con cada vibración de las campanas hacía vibrar también su propia alma, elevándola en un éxtasis divino que la arrebataba hasta la cumbre más alta y le daba la posibilidad de estar muy cerca del cielo. Muchas tardes, escondido entre las primeras sombras del crepúsculo, subía hasta el balconcito de madera que flanqueaba las campanas, allá en lo alto de la espadaña y con sus dedos robustos las acariciaba, las golpeaba con infinitos matices. Acercaba el oído a ellas para escuchar su lenguaje más profundo, un lenguaje que él, mejor que nadie, había aprendido a descubrir y a descifrar. Les hablaba quedamente, confiándoles sus pensamientos, sus sentimientos y las ocurrencias más peregrinas.
–La langosta y el viento del sur acabarán con la vida de toda la vega… y habrá hambre… ¿Dónde estarán las barcas que zarparon al amanecer para faenar al otro lado de la bahía… ? ¿Escucharán los marinos vuestro sonido cuando se encuentren solos en alta mar…? ¡Qué a va ser de ustedes el día que yo falte… porque ese día habrá de llegar!
En las ocasiones que Fray Juan debía cumplir su misión de limosnero, recorría humildemente las calles de la ciudad y las viviendas más alejadas en los riscos o en las vegas y campos pidiendo de puerta en puerta. En esos momentos le gustaba preguntar a todos:
–¿Se escucha bien por estos lugares el sonido de las campanas?
Y recibía casi siempre una palabra reconfortante:
–Fray Juan, cuando suenan las campanas sabemos que no estamos solos y sentimos que Padre Dios no nos olvida y está muy cerca de nosotros.
–Dicen bien, mis hijos –les respondía el lego–. Su sonido es como la presencia misteriosa de la divina Trinidad a nuestro lado: tres campanas distintas, pero cada cual con su voz particular, y una música armoniosa que nace del perfecto entendimiento entre las tres. Y luego, ese son celestial vuela hasta nuestras almas de la misma manera que vuelan las palomas hasta las támaras del barranco y llenan el cielo de vida y de alegría.
–¡Que su nombre por siempre bendito sea!
Y Fray Juan volvía al convento con el corazón renovado de una alegría tan grande que le proporcionaba nuevas fuerzas para esmerarse más y más en su tarea, incluso cuando regresaba al convento con la bolsa de las limosnas tan escuálida como había salido de él, porque la pobreza de aquellos buenos isleños era inmensa, tan grande que bien podría compararse con la mucha generosidad de sus almas.
Así transcurría lenta y serenamente la vida de Fray Juan. Con el mismo ritmo que las olas van y vienen junto a la arena de la playa, una y otra vez, y siempre se nos antojan iguales, y casi siempre nuevas. Así fue día tras día, año tras año.
Con el paso del tiempo, sus hermanos de comunidad ya no eran los mismos, porque la llamada del Sumo Hacedor había aportado savia nueva y renovadora de la comunidad con la incorporación de nuevos frailes. También ocasionó no pocas ausencias y desgarros con el adiós postrero de otros: el bondadoso hermano sacristán cuyas funciones había heredado, el cocinero de cara tan bonachona y siempre lleno de simpatía y el Padre Prior que le admitiera cuando solicitó el ingreso en la Orden. Cada uno se marchó dejando un vacío en su corazón y una infinidad de recuerdos en su memoria. Y en cada despedida, las campanas, sabiamente dirigidas por las manos de Fray Juan, rezaban su plegaria acompasando el recitado de salmos y responsos por los hermanos. De esta forma, los acompañaba hasta su última morada terrenal situada en un cercado, dentro de los huertos y no muy lejos del jardín al que miraba el claustro Claustro: Galería que rodea el patio principal de una iglesia o convento. del convento. Allí recibían la visita de los frailes que, vestidos con sus hábitos marrones y cubriendo la tonsura Tonsura: Coronilla afeitada de quienes recibían este grado. de sus cabezas con la capucha, desgranaban con devoción sus oraciones:
–Dales, Señor, el descanso eterno y brille sobre ellos la luz perpetua. Sus almas y las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz. Amén.
Y también, a todas las horas del día gozaban de la compañía y el saludo de las campanas. Una atmósfera de música y esperanza impregnaba el ambiente luctuoso de aquel lugar, mientras vencidas definitivamente las prisas, los miedos y la desesperanza, fruto de las ocupaciones terrenales, los hermanos fallecidos esperaban pacientemente el día glorioso de la resurrección. El día que habrían de recibir la invitación amorosa de Padre Dios, llamando a cada cual por su nombre: «Venid, benditos de mi Padre, al sitio que os tengo reservado».
Pero el paso del tiempo también fue dejando huella en la persona de Fray Juan. Las canas habían cubierto su cabeza tonsurada. Sus manos, antes fuertes y musculosas, amanecían cada vez más ajadas y rugosas. Su silueta, antes erguida y firme, fue reflejando de manera ostensible el peso de los años en el declive de su espalda. Los cada vez más frecuentes achaques en su salud (porque el transcurrir de los años así lo disponía) le obligaron a evitar la humedad de la tarde, el frescor mañanero de los vientos alisios Alisios: Se dice de los vientos regulares que soplan en dirección NE o SE, según el hemisferio, desde las altas presiones subtropicales hacia las bajas del ecuador. o los sofocos ocasionales del siroco Siroco: Viento del sureste, seco y cálido. y la calima.
Y cuando adivinó la preocupación de los hermanos que miraban por su salud, temiendo que hubiera llegado el momento de limitar el tiempo dedicado al trabajo, pidió al nuevo Padre Prior que le fueran concedidos dos deseos, como gracia muy particular.
En el primero le rogaba que, si él consideraba oportuno asignarle un ayudante para realizar las tareas de la iglesia, porque sus fuerzas no le permitían responder dignamente en sus oficios, no le privara de seguir encargándose de las campanas hasta que Dios dispusiera de él. Y es que se encontraba con el mejor ánimo para renunciar a las diversas labores que atendía, para suavizar sus esfuerzos en las tareas domésticas o para dejar en otras manos la bolsa de las limosnas, pero no así para alejarse de la compañía y el calor cercano de sus campanas. Ellas lo eran todo para él, eran su vida.
En el segundo ruego manifestaba el más firme deseo de que, llegado el momento de la llamada definitiva al final de sus días, le dieran cristiana sepultura al pie de la espadaña, para poder estar eternamente muy cerca de las campanas, lo que no sería posible si lo enterraban en el cercado del huerto donde reposaban los hermanos difuntos.
Ambos deseos se cumplieron, y siendo ya muy anciano, sacaba fuerzas de flaqueza para hacer oír cada día sus campanas. El anciano fraile Fraile: Nombre que se da a los religiosos de ciertas órdenes. cobraba nuevo brío cuando acariciaba las cuerdas que las hacían sonar con el mismo vigor que habían sonado toda la vida, con la misma sensibilidad y dulzura de siempre, con el amor que le permitía sentir dentro de él al mismo Dios.
Así fue hasta que una triste mañana las campanas no encontraron la mano amable de Fray Juan, porque ese amanecer había entregado su alma al Señor. Los hermanos acudieron a su celda, sorprendidos y alarmados porque Fray Juan no hubiera asistido al rezo del Oficio Divino, y más aún porque las campanas no hubieran dado el toque del alba. Al entrar lo encontraron plácidamente dormido, con expresión amable y serena, y el cuerpo aún caliente recostado entre las sábanas, tal como la hermana muerte lo sorprendiera en la soledad del amanecer.
Las campanas doblaron a difunto y los vientos alisios llevaron por toda la isla la noticia luctuosa de su muerte. En ese momento, otro corazón y otras manos que no acertaban a enjugar las lágrimas de su alma, intentaron arrancar la mejor música de aquellas campanas, huérfanas en lo alto de su espadaña, para acompañar el último camino de Fray Juan a hombros de sus hermanos.
El cortejo procesional se detuvo al pie de la espadaña y allá dieron sepultura al cuerpo envejecido de aquel hombre bueno, de aquel hermano menor, de aquel fraile sencillo, humilde y bondadoso, que había alcanzado el sentido más entero de la vida a través de la noble tarea de entregarse amorosamente al toque de las campanas. Sobre su tumba colocaron una sencilla cruz de madera y un nombre: Fray Juan de San Francisco. Muy pocas palabras para expresar tanta grandeza de alma, ya que no eran suficientes para explicar, a quienes desconocieran aquella vida y aquel amor, la historia verdadera que a partir de ese momento quedaba oculta bajo la tierra.