Capítulo 8

8

Villa Cisneros. Capital de Río de Oro, una de las provincias del Sahara Español.
Estaba amaneciendo cuando embocamos la ría. La falúa del práctico guió al correíllo a través de las siete millas de mar interior. El buque quedó anclado frente a Villa Cisneros. Allí, a doscientos metros, nos esperaban el puerto desvencijado por los embates del mar, los edificios militares y, en la explanada del muelle, los uniformes blanquiazules de los soldados de la mía, indígenas reclutados a sueldo de España. Eran hombres duros (mucho más que los oficiales españoles que los comandaban), con el desierto pintado en sus oscuros rostros impertérritos. A su custodia nos entregaron cuando desembarcamos en el muelle, por grupos, repartidos en las lanchas al principio; reunidos luego en un desordenado y triste pelotón que los mercenarios hicieron desfilar por el poblado.

Caminamos por las polvorientas calles de la colonia, entre los edificios de una sola planta, enfermos de lepra en sus muros blanqueados, entre las miradas curiosas de hombres de chilaba, esclavos negros y rotundas mujeres de rostros y manos tatuados por la gena. Algunas de las casas tenían un aspecto algo más presentable. Estaban recién enjalbegadas y las puertas y ventanas tenían menos desconchones. Esas eran las casas de los oficiales. Los niños correteaban alrededor del grupo, ruidosos, expectantes, atraídos por nuestra imagen de pordioseros y por las tercerolas de los regulares, dispuestas a hacer fuego ante cualquier movimiento extraño.
Y, de pronto, al volver una esquina, lo vimos. Cuatro torreones de ocho metros de altura. Cuatro altos muros completamente impracticables, formando, al unir los torreones, un rectángulo blanco en uno de cuyos lados menores se abría un enorme portón ante el cual hacían guardia dos regulares. Allí estaba: nuestra prisión, el último reducto de suelo español, el primer territorio del indómito desierto. El Fuerte de Villa Cisneros. La puerta del Sahara.


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