Capítulo 14

14

Llegaron más soldados. En varios barcos distintos, pero todos pertenecientes al mismo regimiento de Gran Canaria, fueron incorporándose a la guarnición. Eran quintos. Un centenar de soldados. No les permitían hablar con nosotros, pero cierta vez, desde el exterior de la alambrada, uno de ellos aprovechó un despiste de los moros y me saludó con el puño en alto. Después me guiñó un ojo y continuó su camino.
Cuando lo comenté en el Casino, otros compañeros me contaron cosas similares. Al parecer, no todos ellos eran partidarios del bando nacional. Y se decía que algunos suboficiales podían estar preparando algo. Lucio lo desmintió. No sabíamos nada a ciencia cierta. Y suponer que aquel centenar se sublevaría contra la mía era mucho suponer. Debíamos seguir, concluyó, pensando en planes que pudiéramos ejecutar por nuestros propios medios.
Sin embargo, al día siguiente de esa charla, durante el rancho de mediodía, Lucio se acercó a Pedro y a mí y nos habló en tono de confidencia.
–Lo de anoche era para disimular. Llevo días conversando con un sargento. Un tal Ángel Rodríguez.
Pedro se atragantó de sorpresa.
–Mastica, hombre –le dijo Lucio en tono jocoso. Luego, continuó hablando con seriedad–. Mastica, pero escucha bien: se está organizando algo. Todavía es mejor seguir manteniéndolo en secreto, por si alguien se va de la lengua.
Además del sargento, había, al parecer, otros soldados, quizá no más de cinco o seis, fieles a la República. La mayor parte eran cabos, pero también algún soldado raso. Uno de ellos era Virgilio Munera, el que me había saludado.
–La cosa –prosiguió Lucio– es que aún no sabemos exactamente cómo lo vamos a hacer. Pero hay rumores de que van a mandar a la mayoría de los moros al interior, con el comandante. Por lo visto hay jaleo por allá.
–¿Y a quién dejarán al mando? –preguntó Pedro.
–Al alférez Malo.
No era un apodo. Ese era su apellido. Malo era un veterano de la Guerra de África. Duro, desconfiado. Hombre difícil de tratar. Sería uno de los oficiales a reducir. Así se lo comenté a Lucio.

–Todo llegará. Lo primero es esperar a que se vayan estos. Y a que lo hagan antes de que venga el correíllo.
Nuevamente, nos mostramos sorprendidos.
–¿Y eso?
–El sargento me contó que van a repatriarnos a todos los que quedamos. Y allá están fusilando a casi todo el mundo. Y de los nuestros, los últimos que se llevaron, no han venido buenas noticias.
Lo miré con preocupación. Pensaba en Antonio. Lucio lo adivinó enseguida.
–Antonio está bien, dentro de lo que cabe. Lo han mandado a prisión con Plácido, Inocencio y los demás. Pero Rodrigo Coello no tuvo tanta suerte. Lo fusilaron junto con otros del sindicato. Diecinueve en total. En Tenerife, los de CNTCNT La Confederación Nacional del Trabajo es una confederación de sindicatos de ideología anarcosindicalista de España, que desempeñó un papel fundamental en la consolidación del anarquismo en España en el primer tercio del siglo XX. se están llevando la peor parte, Tigre. Si a alguien le interesa que esto salga bien, es a ti.

Capítulo 13

13

Así transcurrió aquel verano: largo, inmóvil, plúmbeo. Y un mal día, las cosas comenzaron a precipitarse.
Repatriaron a los tres primeros compañeros que serían sometidos a consejo de guerra en Canarias: Antonio Sanz, Adolfo Bencomo y Francisco Sosa, nuestro Paco, el Almirante. Los vimos partir, custodiados, hacia el puerto. Los supimos montando en la falúaFalúa Pequeña nave de carga. de abastecimiento. Los adivinamos embarcando en el Viera y Clavijo, que luego se fue haciendo pequeño en el horizonte hasta desaparecer, rumbo a un archipiélago que se había convertido en un nido de abyección.
–Puede que tengan suerte –dije, por decir algo, mientras el correíllo se alejaba.
Pedro miró alrededor: a la verja, a las chavolas, al Fuerte, a sus ropas y a las mías.
–Mira dónde estamos, Tigre. La suerte se nos acabó hace tiempo.
Tenía razón. Parecía que la suerte se nos había acabado. Días después llegó la noticia del fusilamiento del Almirante. Lo ejecutaron al amanecer del 13 de octubre de 1936. Ahora ya no valían consuelos. No valían esperanzas. Habían comenzado a juzgarnos y a ejecutarnos. Cualquiera podía ser el siguiente. Podía haber más. Y los hubo. Por tandas, en grupos de dos o tres, o de cinco, el Viera y Clavijo se los iba llevando a Canarias para que se les formara consejo de guerra.
Ya no nos alegraba verlo entrar en la ría. Entre finales del 36 y principios del 37, fueron repatriando a compañeros en un goteo incesante, arbitrario, atemorizador. Quienes no eran fusilados, eran condenados a veinte o treinta años de prisión. El día en que los soldados de la mía vinieron a por Antonio, el Albañil, estuve a punto de hacer una locura. Los Illada y Pepe Rial, el Farero, lograron apenas contenerme al fondo de la chavola para evitar que me suicidara arrojándome sobre los guardias.
Los conciliábulos, las largas discusiones sobre lo que debíamos hacer se sucedían sin que hiciéramos nada efectivo. Ningún plan viable. Ninguna oportunidad de fugarnos con éxito.
Y en febrero, cuando ya teníamos cada vez menos esperanzas, ocurrió algo que parecía una vuelta de tuerca y supuso, en realidad, nuestra salvación.

Capítulo 12

12

De noche, nos moríamos de frío. De día, nos matábamos a trabajar, bajo el ardiente sol del desierto, con su aire irrespirable, con lo que el Poeta llamaba «la libélula de la sed». El trabajo era durísimo y, por lo demás, inútil. Trazábamos carreteras sobre caminos polvorientos cuya construcción se dejaba siempre a la mitad cuando nos ordenaban marchar a otro punto a kilómetros del Fuerte, donde comenzábamos otra carretera que también quedaba indefectiblemente a medias. Pero nosotros trabajábamos sin una sola queja.
Desde el comienzo nos pusimos de acuerdo: no les daríamos ni la más mínima oportunidad de castigarnos. Trabajaríamos sin cesar, duramente, en silencio. Algunos lo pasaron mal los primeros días. No estaban acostumbrados al trabajo físico y, mucho menos, en condiciones extremas. Al Poeta le salieron en las manos bolsas de agua a causa del trabajo con la pala. Se le reventaron y llagaron. Sin embargo, ante los guardianes esbozaba su eterna sonrisa, aunque todos sabíamos que se moría de escozor. Yo improvisé unas manoplas para él con una camisa vieja y Pepe Gorrín, que era labrador, le mostró cómo debía coger las herramientas para no lastimarse.
Los días se sucedían uno tras otro, largos, tediosos, iguales a sí mismos. Nos levantábamos al amanecer, se pasaba revista tras el desayuno, nos llevaban a las afueras, trabajábamos todo el día con solo una pausa para comer, volvíamos al campo, se volvía a pasar revista, cenábamos las sobras del mediodía y entonces, solo entonces, había unas horas de ocio antes de que nos ordenaran dormir. Estas horas, casi todo el mundo las pasaba en nuestra chavola, la número 2, a la que apodábamos el Casino. Durante semanas, durante meses fue así. Únicamente algunos pequeños sucesos, nimios acontecimientos periódicos, nos sacaban en ciertos momentos de la agotadora monotonía del campo de concentraciónCampo de concentración Un campo de concentración o campo de internamiento es un centro de detención o confinamiento donde se encierra a personas por su pertenencia a un colectivo genérico en lugar de por sus actos individuales.
Había algo que nos llenaba de ilusión porque nos recordaba que aún existía el mundo más allá del Fuerte: la llegada del correíllo, que atracaba durante una noche una vez cada quince días y la visita de Antonio Pastor, que siempre venía al campo a saludar a Layo, a traernos libros, a cumplir algún encargo personal.
El Viera y Clavijo traía las cartas y los paquetes de nuestros familiares. Y noticias del frente que, aunque contaminadas de la propaganda del bando nacional, nos permitían adivinar la verdad. Y la verdad era que, aunque según la prensa de derechas, Madrid siempre estaba a punto de caer, Madrid nunca caía. Y si Madrid no caía, no caería la República.
Por eso Paco, el Almirante, continuaba pasando la velada mirando al horizonte, esperando ver las luces del Méndez Núñez, uno de los barcos de la Armada que continuaban siendo fieles al gobierno y que, según se rumoreaba, navegaba por aquellas aguas. Por eso continuábamos soñando con arrebatar sus armas a la mía. O, al menos, con huir de aquel destierro.
A Pedro le había costado dar con una forma de que le permitieran escribir, pero al fin lo había logrado. El Poeta se había percatado de que en los cacheos no nos confiscaban los útiles de fumar. Así que se había hecho con un lápiz y lo había partido en dos. Había afilado una de las mitades y con ella iba pergeñando sus poemas en las hojas de un librillo de papel de fumar. Por las noches, mientras yo vigilaba ante posibles registros, a la luz de un quinqué trabajaba en lo que luego sería un libro que contaría nuestra historia y que titularía Romancero cautivo. A veces me leía algún fragmento, algunos versos de los que no terminaba de estar seguro. Y, entonces, ya no estábamos allí, sino en un café, años más tarde, recordando aquella deportaciónDeportación Deportación es la expulsión de una persona o un grupo de personas de un lugar o un país. como si solo hubiera sido un mal sueño.

Capítulo 11

11

El Dris apareció a la puerta de la chavola. Le acompañaba un sargento español. Un gallego bajito pero atlético. En un principio, pensamos que era la hora del rancho. Pero El Dris avanzó hasta el centro de la tienda repartiendo fustazos arbitrariamente entre los cuerpos tendidos.

–Al drogo, al drogo… –iba diciendo a cada golpe.
Entendimos que nos convenía levantarnos inmediatamente.
–Quiere decir: «Al trabajo» –tradujo el gallego, que parecía divertirse con la situación.
Supuse que sacarían a todos los demás. Pero no. Cuando nos hicieron formar ante las tiendas, comprobé que solo estábamos los de la número 2: el Poeta, los Antonios, los Illada, Layo, Nicolás y yo. Además de los sargentos, nos custodiaba un pelotón. Nos llevaron al extremo sur del campo y nos repartieron palas y picos. Allí, junto a la alambrada, alguien había trazado con cal un gran rectángulo, de al menos diez metros de largo. Una vez ante él, El Dris volvió a repartir empujones y fustazos.
–¡Al drogo!
Esta vez no necesitamos traducción. Comenzamos a cavar. Al mirar de reojo, comprobé lo que ya sospechaba. A nuestras espaldas, el pelotón moro había formado y los hombres ya no llevaban la tercerola al hombro. Ahora las empuñaban a la altura de la cadera apuntándonos.
A todos se nos cruzó por la cabeza la misma idea: cuando hubiéramos acabado, nos fusilarían allí mismo.

–Dios santo –dijo Pedro sin dejar de cavar.
Lucio, que estaba a mi lado, comenzó también a hablar con las frases entrecortadas por cada golpe de pico.
–¿Sabes… qué te digo, Tigre? Que… si estos piensan… que voy a cavar mi propia tumba… van listos…
De pronto dejó de cavar, se volvió y se quedó mirando firmemente a los del pelotón. Pensé que estaba haciendo una locura. Pero se me ocurrió que ya nada importaba y que, al menos, era mejor morir como un hombre y no como un ratón. Así que le secundé.

Los sargentos estaban algo más allá, charlando. Fueron los soldados quienes gritaron: «¡Drogo! ¡Drogo!», montando las tercerolasTercerolas Arma de fuego usada por la caballería, que es un tercio más corta que la carabina. y apoyando las culatas en el hombro, dispuestos a disparar.
Los sargentos se percataron de la situación y vinieron a ver qué pasaba. Manuel Illada y los Antonios también se habían sumado a la silenciosa protesta.
El Dris recorrió la fila gritando su frase favorita, fustigándonos el pecho y los rostros, pero permanecimos impasibles. Ahora ya todos los demás habían parado también de trabajar. El gallego observaba la situación como quien contempla un espectáculo de variedades. Pero cuando vio que El Dris sacaba su pistola, decidió intervenir. Se dirigió a Lucio.
–A ver… ¿Qué es lo que pasa?
–No puedo evitar que me maten como a un perro. Pero no voy a ahorrarle trabajo al sepulturero.
Siguieron unos segundos de denso silencio. Después, el gallego intercambió unas palabras con El Dris. Y, de pronto, los dos estallaron en carcajadas. Sin dejar de reírse, El Dris repetía «Zanja para bur… Zanja para bur…».
Cuando se fueron apagando sus risas, el sargento gallego dijo:

–Les será útil saber que en la lengua de esta gente, bur significa orinar.
Algunos comenzaron a comprender. El sargento volvió a doblarse de risa.
–Las letrinas, idiotas –decía–. Es una zanja para las letrinas.
Una risa histérica se extendió por la fila de ocho hombres que se volvieron y comenzaron a cavar sin necesidad de más órdenes. «¡Al drogo!», volvía a gritar El Dris. Pero ya no nos pesaba tener que hacerlo. Antonio, el Albañil, comenzó de pronto a marcar el ritmo de las paladas. «Un, dos… Un, dos…» y en unos segundos todos habíamos cogido el mismo compás.

Capítulo 10

10

Las chavolas eran largas, rectangulares. Disponían de una sola entrada y de cuatro ventanucos en cada lado. En cada una había ocho catres. Al fondo, un bidón de zinc con agua. El suelo era esa arena dura y plagada de conchas del desierto que un día fue mar. El calor era asfixiante.

A nosotros nos tocó la chavola número 2. Extenuados por el viaje nos tumbamos enseguida. Intenté dormirme, pero, en el caluroso duermevela, sentí, a mi derecha, un quejido sordo exhalado por el Poeta.
–Pedro, ¿estás bien? ¿Te está fastidiando el reumaReuma Se habla de reuma o de reumatismo para referirse al conjunto de dolores o molestias relacionados con el aparato locomotor.?
–No. No me duele el cuerpo –respondió–. Es por el cuaderno. Alguien tiene que contar lo que nos está pasando. Por si acaban con nosotros…
De pronto, me senté al borde del catre mirándolo con rabia.
–Mírame bien, Poeta. Y escucha. Nadie va a acabar con nosotros. No los vamos a dejar. Si nos ordenan marchar, marcharemos los kilómetros que haga falta. Si nos ordenan trabajar, trabajaremos. Si nos ordenan comer tierra, comeremos tierra. Pero no van a acabar con nosotros. Aguantaremos.
–¿Aguantar? ¿Para qué? ¿Qué esperanza tenemos, Tigre?
–Todas. De hecho, nos han quitado todo: la familia, los amigos, la libertad. Nos han quitado hasta la propia tierra de debajo de los pies. Lo único que realmente nos queda es la esperanza. Y no voy a permitir que eso también nos lo arrebaten. Ni a ti, ni a mí. ¿Está claro?

Pedro esbozó entonces una sonrisa, y un brillo extraño y dulce le iluminó el semblante.
–A la mar fui por naranjas… Lo miré con extrañeza.
–¿No conoces esa copla, Tigre? Es una malagueña. Me la solía cantar mi madre. «A la mar fui por naranjas, cosa que la mar no tiene. Metí la mano en el agua. La esperanza me mantiene».
Se hizo un silencio. Yo volví a tenderme en el jergón. Entonces oí de nuevo la voz de Pedro.
–De todos modos, tengo que buscar alguna forma de escribir sin que me lo confisquen.

–No puedes estar sin escribir, ¿verdad?
–Cuando escribo, soy libre.


Juego de lógica

Con las siguientes instrucciones resuelve el problema de lógica completando la tabla que verás a continuación.

  • El más joven se llama PEDRO y tiene 40 años. El compañero que tiene un año más vive en ARUCAS.
  • El compañero que tiene 44 años es ALBAÑIL.
  • El compañero que vive en TACORONTE tiene 43 años y fue PRESIDENTE.
  • Quien vive en TELDE es POETA y no se llama LUCIO.
  • BORO es BOXEADOR y no vive en TENERIFE, como MANOLO.
  • Quien tiene 42 años es POLÍTICO y no se llama ANTONIO, como quien vive en GÁLDAR.

Capítulo 9

9

Ante el Fuerte, rodeadas por una alambrada, estaban las largas chavolas de lona donde seríamos alojados. Nos hicieron formar fila frente a ellas.
Un teniente español llegó trotando a caballo desde el Fuerte y se apeó ante nosotros. Como si se hubieran puesto de acuerdo, nada más ocurrir esto, apareció de pronto, acompañado por dos soldados que a su lado parecían niños, un sargento de regularesRegulares Los Grupos de Regulares pertenecen a las fuerzas militares españolas, creados a partir de 1911 en África, con personal español e indígena.. Ese era el sargento El Dris, quien se convertiría en nuestro horror diario. Si los soldados de la mía ya nos causaban pavor, lo que nos inspiraba El Dris era indescriptible.
Enorme, descomunal en su uniforme blanco de fajín azul, con su gumía a la cintura, la fusta siempre encajada en la muñeca izquierda, tenía un rostro oscuro y cruel, cruzado por una enorme cicatriz que lo recorría desde la sien izquierda hasta la barbilla. El ojo de ese lado estaba muerto, oculto por el párpado hundido, podrido, seguramente hacía años. Pero lo peor no era su aspecto sino sus ademanes brutales, inclinados al empujón, al insulto, al exceso. Temimos que nos cayera una paliza pero, simplemente, nos fueron registrando uno a uno. Buscaban objetos peligrosos. Al Poeta le confiscaron un cuadernillo de notas. A Layo, una brújula de bolsillo.
El teniente, repeinado y con afeitado impecable, la camisa sin una sola arruga, la capa azul ondeando a la brisa, paseó ante nosotros mientras decía con seriedad:
–Señores, soy el teniente La Gándara y estoy al mando de la mía mora responsable de su custodia. Ustedes han sido calificados por las autoridades como «muy peligrosos» –al decir esto sonrió con sarcasmo, mirando a los individuos cansados y debilitados que tenía ante sí–. Personalmente, me da exactamente igual que vuelvan ustedes a España vivos o en cajas de pino. Si están aquí es porque son comunistas y masones, criminales contra la Patria y contra la raza.
Hizo una pausa, miró de reojo al comandante, por quien, al parecer, no sentía un especial afecto, y prosiguió.
–Mientras estén aquí, trabajarán en las labores que se les asignen y obedecerán mis órdenes y las de cualquiera de mis subordinados. Les prometo que no habrá castigos injustos. Pero también les prometo la máxima severidad ante cualquier falta, por leve que sea. Mis hombres son los mejores combatientes de toda el África Occidental, guerreros de casta y tiradores excepcionales. No se molesten en intentar hablarles. Los moros de la mía tienen oficialmente prohibido aprender español. –Tomó de las manos del sargento la brújula de Layo y nos la mostró antes de arrojarla al suelo y romperla con un pisotón de su bota de montar–. Ya han visto dónde están. A un lado tienen el mar. Al otro, el desierto. No sobrevivirían ni en uno ni en otro lugar. Pero tampoco podrían llegar a ellos. Mis hombres tienen orden de disparar al menor intento de fuga. No les darán un alto previo. Y no les dispararán a las piernas: dispararán a la cabeza. Y les advierto que, cuando un moro dispara, siempre da en el blanco. Espero que ninguno de ustedes tenga jamás que comprobarlo. Ahora vayan a las tiendas hasta que se les requiera. Ocho hombres en cada una. Procuren reponer fuerzas. Pronto empezará el trabajo.



 

Capítulo 8

8

Villa Cisneros. Capital de Río de Oro, una de las provincias del Sahara Español.
Estaba amaneciendo cuando embocamos la ría. La falúaFalúa Pequeña nave de carga. del prácticoPráctico Persona que por el conocimiento del lugar en que navega dirige el rumbo de las embarcaciones. guió al correíllo a través de las siete millas de mar interior. El buque quedó anclado frente a Villa Cisneros. Allí, a doscientos metros, nos esperaban el puerto desvencijadoDesvencijado Desencajado. por los embatesEmbates Golpe fuerte de mar o de viento. del mar, los edificios militares y, en la explanada del muelle, los uniformes blanquiazules de los soldados de la mía, indígenas reclutados a sueldo de España. Eran hombres duros (mucho más que los oficiales españoles que los comandaban), con el desierto pintado en sus oscuros rostros impertérritosImpertérritos Que no se altera por nada.. A su custodia nos entregaron cuando desembarcamos en el muelle, por grupos, repartidos en las lanchas al principio; reunidos luego en un desordenado y triste pelotón que los mercenariosMercenarios Se refiere al soldado o a la tropa que sirve a un gobierno extranjero a cambio de dinero. hicieron desfilar por el poblado.

Caminamos por las polvorientas calles de la coloniaColonia Conjunto de personas que pasan temporadas en un sitio que no es su residencia habitual., entre los edificios de una sola planta, enfermos de lepraLepra Enfermedad infecciosa y crónica, caracterizada por lesiones en la piel, nervios, huesos y vísceras y que provoca insensibilidad en la zona afectada e incluso pérdida de miembros. en sus muros blanqueados, entre las miradas curiosas de hombres de chilabaChilaba Prenda de vestir con capucha usada por los musulmanes., esclavos negros y rotundas mujeres de rostros y manos tatuados por la genaGena Henna, planta y tinte obtenido de ella.. Algunas de las casas tenían un aspecto algo más presentable. Estaban recién enjalbegadasEnjalbegadas Blanquear una pared con cal, yeso o tierra blanca. y las puertas y ventanas tenían menos desconchonesDesconchones Desprendimiento de un trozo del enlucido o revestimiento de una pared.. Esas eran las casas de los oficiales. Los niños correteaban alrededor del grupo, ruidosos, expectantes, atraídos por nuestra imagen de pordioserosPordioseros Persona que habitualmente pide limosna para vivir. y por las tercerolasTercerolas Arma de fuego usada por la caballería, que es un tercio más corta que la carabina. de los regularesRegulares Los Grupos de Regulares pertenecen a las fuerzas militares españolas, creados a partir de 1911 en África, con personal español e indígena., dispuestas a hacer fuego ante cualquier movimiento extraño.
Y, de pronto, al volver una esquina, lo vimos. Cuatro torreones de ocho metros de altura. Cuatro altos muros completamente impracticables, formando, al unir los torreones, un rectángulo blanco en uno de cuyos lados menores se abría un enorme portón ante el cual hacían guardia dos regulares. Allí estaba: nuestra prisión, el último reducto de suelo español, el primer territorio del indómitoIndómito Que es difícil de someter, guiar o controlar. desierto. El Fuerte de Villa Cisneros. La puerta del Sahara.


Capítulo 7

7

Y llegó el amanecer de aquel 17 de agosto de 1936. Nos reunieron en la cubierta de proaProa Proa: es la parte delantera del barco, según el sentido de avance. y pudimos constatar que habíamos atracado en el Puerto de La Luz, para hacer una escala en la singladuraSingladura En términos náuticos se denomina singladura al camino o distancia recorrida por una embarcación durante la navegación. a Villa Cisneros. La silueta de la ciudad se extendía, tendida al pie de los riscos, a lo largo de la costa. Y pensé en mi madre, una anciana que allá, en el barrio marinero, llevaría ya horas levantada, ajena al hecho de que su único hijo vivo hacía escala en la ciudad, camino del destierro.
El capitán del Viera y Clavijo era Antonio Pastor Krauel, un conservador honesto que, aunque no compartía nuestras ideas, abominabaAbominaba Abominar: aborrecer y condenar enérgicamente a una persona o una cosa. del trato al que nos sometían. Durante el viaje conversaba con nosotros y cuidaba de que no nos faltara de nada. Incluso nos prestaba libros de su biblioteca. Era un consuelo saber que incluso en aquel tiempo de destierro y de violencia, aún quedaban hombres como Pastor, islas de humanidad en medio de un mar de bajezas.


Capítulo 6

6

Éramos treinta y siete hombres desarmados, apretujados contra la popa de un remolcador desde cuya proaProa Proa: es la parte delantera del barco, según el sentido de avance. nos apuntaban varias docenas de fusiles. A nuestra espalda, una pequeña motora con una ametralladora Hotchkiss del calibre 7, montada y preparada para acribillarnos. Se me pasó por la cabeza que, efectivamente, iban a hacerlo, allí mismo, en la corta travesía de transbordo entre el archipiélago fantasma y el vapor correo Viera y Clavijo. Hubiera sido fácil: un par de ráfagas y una breve noticia al día siguiente anunciando que se habían visto obligados a aplicarnos la Ley de Fugas.
Solo los motores, el chapoteo del agua o algún golpe de tos se dejaban oír en medio del silencio tenso que el alférez había ordenado antes del traslado. Vimos cómo las luces del Viera iban agrandándose, formando la silueta de aquel buque tan familiar para todos. Sin embargo, ahora no era el correíllo que nos comunicaba con nuestras familias, que acercaba las islas unas a otras, que llevaba las cartas y paquetes de los seres queridos. Ahora era el buque del destierro, una nueva prisión flotante en cuyo puente nos esperaban dos filas de hombres armados que nos apuntaban directamente al pecho.
Nos pusieron en la tercera clase, a todos menos a Nicolás, a los Illada y al Poeta, a quienes alojaron en un camarote de fogoneros que disponía de dos literas. Después, organizaron la guardia y nos dejaron solos. En ese momento sentí que ingresábamos en la brumaBruma Se llama así particularmente a la niebla que se forma sobre el mar. del olvido; que, nos ocurriera lo que nos ocurriera, nuestra suerte no le importaría ya a nadie, porque habíamos dejado de existir.
No pasaron ni cinco minutos antes de que Pedro viniera a buscarme. Me tomó por el brazo y me dijo:
–Ven, Tigre. Tienes que ver esto.
En el camarote, en la pared que había tras las literas, alguien había trazado con grasa las letras que formaban el mensaje: ¡Ánimo, compañeros! ¡Viva el Frente Popular!
–Si intentáramos algo, tendríamos a la tripulación de nuestra parte –dijo Manuel Illada.
–Eso no es más que una conjeturaConjetura Juicio u opinión formado a partir de indicios o datos incompletos o supuestos., Manolo –le respondió el Poeta.
Nicolás protestó:
–¿Cómo que una conjetura? Eso lo ha tenido que escribir uno de los fogoneros.
–Tú mismo lo acabas de decir –le hice notar yo–. Uno de los fogoneros.
–A lo mejor son más.
–A lo mejor no –intervino Lucio–. Los soldados están armados hasta los dientes. No nos podemos lanzar a la aventura así como así.
–¿Quieres decir que vamos a dejar que acaben con nosotros sin hacer nada? –le espetó su hermano.
–No he dicho eso. Pero hay que hacer las cosas con cabeza, prepararlo todo, esperar el momento. Y, para empezar, este no es el momento.

Se hizo un denso silencio. Me quedé mirando la pintada, ¡Ánimo, compañeros! ¡Viva el Frente Popular!, trazada por un dedo de fogoneroFogonero Persona que tiene por oficio alimentar el fogón, especialmente el de las máquinas de vapor., el dedo de un proletarioProletario Persona que no dispone de medios propios de producción y vende su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo o salario. que aún creía en la justicia. Lucio tenía razón. Hubiera sido una locura y aquel grafiti no era más que eso: un mensaje de apoyo de alguien bienintencionado. Pero ahora sabíamos que no estábamos solos, que el mundo no nos había olvidado, que continuábamos existiendo.


Capítulo 5

5

Lo siguiente que ocurrió lo recuerdo con precisión de pesadilla. Como si hubiera sucedido hoy. Como si estuviera sucediendo ahora mismo. Para ellos no supuso más que un mero trámiteTrámite Trámite es la gestión que se realiza para obtener un resultado o los formulismos necesarios para resolver una cosa.. Para nosotros, en cambio, fue el terror.
Vuelvo a estar allí, en la bodega del Santa Rosa de Lima, al caer la tarde del 16 de agosto de 1936. De pronto, desde cubierta, a través del escotillónEscotillón Pequeña abertura practicada en una de las cubiertas interiores de un barco, que sirve para comunicar sus distintas dependencias., surge la figura del cabo recortándose contra el cielo y gritando:
–¡Atención!
Nos congregamos todos, en el centro de la bodega, en pie para escuchar lo que el cabo tenga que decirnos.
–Las personas mencionadas a continuación prepararán sus pertenencias y anotarán las señas de sus familiares para que les sea comunicado su traslado.
El corazón nos da un vuelco.
«Traslado» puede significar «encarcelamiento en tierra firme». Pero también una ejecución colectiva.

Nos esperamos cualquier cosa, salvo un trato justo.
El cabo comienza a leer nombres de su lista repugnante.
–Bencomo García, Adolfo… Espinosa Rodríguez, Antonio…
Veo las caras de los camaradas que van siendo nombrados. Veo cómo comienzan a temblar, a empaparse de un sudor frío.
–Rodríguez Figueroa, Layo; Pestana Nóbrega, Carlos…
Ni siquiera nos conceden el consuelo del orden alfabético, que podría darnos la seguridad de que permaneceremos aquí. Hasta que no acabe de leer su lista, nadie se sentirá seguro.

–Illada Quintero, Manuel… Prieto Hernández, Manuel…
Los hermanos Illada se acercan, preocupados. No pueden creer que vayan a separarlos. Si han de morir, quieren hacerlo juntos.
–Illada Quintero, Lucio… Niebla Roure, Luis… Niebla Roure, Leoncio…
Los Illada se abrazan. El llanto de Manuel parece el de un niño pequeño en los robustos brazos de su hermano. Los Niebla se miran de reojo con una sonrisa de seguridad. El cabo sigue rezando su letaníaLetanía Lista o enumeración larga y monótona.. Ha pronunciado los nombres de los dos Antonios, de Nicolás Mingorance, de Manolo Prieto, del Almirante, de Paco Verdejo. También hay otros, como Pepe Rial, el Farero de Isla de Lobos. De repente, se escucha decir al cabo: «García Cabrera, Pedro» y yo noto en mi brazo la tenaza temblorosa de la mano reumática del Poeta. Luego viene el de Rodrigo Coello, secretario general de la CNTCNT La Confederación Nacional del Trabajo es una confederación de sindicatos de ideología anarcosindicalista de España, que desempeñó un papel fundamental en la consolidación del anarquismo en España en el primer tercio del siglo XX. en Tenerife, camarada desde siempre. Pero yo no puedo dejar de pensar en que el Poeta me necesita. Este hombre educado, brillante y bueno necesita de mi ayuda para que ese cuerpo débil y enfermo resista a los abusos de los fascistasFascistas En singular (fascista), se utiliza para referirse a cualquier dirigente o gobierno totalitario, autoritario o nacionalista..

–Sánchez Martín, Plácido… González Herrera, Salvador…
Ese es mi nombre. Miro al Poeta. Su cara está iluminada por el afecto y ensombrecida, al mismo tiempo, por la lástima. No quiere separarse de mí pero no desea que me ocurra una desgracia. En cualquier caso, no somos nosotros quienes decidimos. Lo único que podemos hacer es agachar la cabeza y tragar.
El cabo ha terminado de leer su lista.
–Estén preparados. A medianoche serán conducidos.
–¿Conducidos adónde? –grita el Portuario.

El cabo dobla el papel con la lista y se lo guarda en el bolsillo. Evidentemente, no le han dicho que deba informarnos. Pero considera justo hacerlo. Baja un poco la voz y se agacha.
–Los van a deportar. Creo que a Villa Cisneros. Si lo desean, escriban cartas a sus familiares. Se les harán llegar.
Mientras preparamos los equipajes con las cuatro cosas que cada uno tiene y escribimos cartas para nuestras familias (yo escribo una breve carta a mi madre, que sufre en Las Palmas pensando en mi suerte), llegamos a ciertas conclusiones. La primera, bastante evidente, es que esa lista ya había sido elaborada antes de la rebelión. Entre nosotros hay concejales, secretarios de sindicatos y partidos, periodistas conocidos, abogados del pueblo que se han hecho notar y han puesto a los privilegiados en graves aprietos con sus actuaciones. La segunda, que no saben exactamente qué hacer con nosotros, pero necesitan separarnos del resto de los detenidos. Temen, no sin razón, que seamos ideólogosIdeólogos Personas que teorizan sobre alguna cuestión política, social o religiosa. de una revuelta. Por último, la más terrible: dada nuestra notoriedad social, una ejecución pública podría armar un gran revuelo. Para ellos podría resultar más conveniente enviarnos lejos y acabar con nosotros en secreto. Así, es muy posible que «deportaciónDeportación Deportación es la expulsión de una persona o un grupo de personas de un lugar o un país.» no sea más que un eufemismo para la palabra «exterminio».
Al filo de la medianoche se suceden las despedidas. Los abrazos, las palabras de ánimo, los «Hasta pronto» y los «Salud y República».
En cubierta se hace un silencio angustioso mientras preparan los botes para el traslado. Miramos a tierra, a las luces de la ciudad dormida, ajena a nuestra suerte.