Capítulo 9

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Ante el Fuerte, rodeadas por una alambrada, estaban las largas chavolas de lona donde seríamos alojados. Nos hicieron formar fila frente a ellas.
Un teniente español llegó trotando a caballo desde el Fuerte y se apeó ante nosotros. Como si se hubieran puesto de acuerdo, nada más ocurrir esto, apareció de pronto, acompañado por dos soldados que a su lado parecían niños, un sargento de regularesRegulares Los Grupos de Regulares pertenecen a las fuerzas militares españolas, creados a partir de 1911 en África, con personal español e indígena.. Ese era el sargento El Dris, quien se convertiría en nuestro horror diario. Si los soldados de la mía ya nos causaban pavor, lo que nos inspiraba El Dris era indescriptible.
Enorme, descomunal en su uniforme blanco de fajín azul, con su gumía a la cintura, la fusta siempre encajada en la muñeca izquierda, tenía un rostro oscuro y cruel, cruzado por una enorme cicatriz que lo recorría desde la sien izquierda hasta la barbilla. El ojo de ese lado estaba muerto, oculto por el párpado hundido, podrido, seguramente hacía años. Pero lo peor no era su aspecto sino sus ademanes brutales, inclinados al empujón, al insulto, al exceso. Temimos que nos cayera una paliza pero, simplemente, nos fueron registrando uno a uno. Buscaban objetos peligrosos. Al Poeta le confiscaron un cuadernillo de notas. A Layo, una brújula de bolsillo.
El teniente, repeinado y con afeitado impecable, la camisa sin una sola arruga, la capa azul ondeando a la brisa, paseó ante nosotros mientras decía con seriedad:
–Señores, soy el teniente La Gándara y estoy al mando de la mía mora responsable de su custodia. Ustedes han sido calificados por las autoridades como «muy peligrosos» –al decir esto sonrió con sarcasmo, mirando a los individuos cansados y debilitados que tenía ante sí–. Personalmente, me da exactamente igual que vuelvan ustedes a España vivos o en cajas de pino. Si están aquí es porque son comunistas y masones, criminales contra la Patria y contra la raza.
Hizo una pausa, miró de reojo al comandante, por quien, al parecer, no sentía un especial afecto, y prosiguió.
–Mientras estén aquí, trabajarán en las labores que se les asignen y obedecerán mis órdenes y las de cualquiera de mis subordinados. Les prometo que no habrá castigos injustos. Pero también les prometo la máxima severidad ante cualquier falta, por leve que sea. Mis hombres son los mejores combatientes de toda el África Occidental, guerreros de casta y tiradores excepcionales. No se molesten en intentar hablarles. Los moros de la mía tienen oficialmente prohibido aprender español. –Tomó de las manos del sargento la brújula de Layo y nos la mostró antes de arrojarla al suelo y romperla con un pisotón de su bota de montar–. Ya han visto dónde están. A un lado tienen el mar. Al otro, el desierto. No sobrevivirían ni en uno ni en otro lugar. Pero tampoco podrían llegar a ellos. Mis hombres tienen orden de disparar al menor intento de fuga. No les darán un alto previo. Y no les dispararán a las piernas: dispararán a la cabeza. Y les advierto que, cuando un moro dispara, siempre da en el blanco. Espero que ninguno de ustedes tenga jamás que comprobarlo. Ahora vayan a las tiendas hasta que se les requiera. Ocho hombres en cada una. Procuren reponer fuerzas. Pronto empezará el trabajo.