UN RESCATE INESPERADO

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UN RESCATE INESPERADO

Timba, Alan y Kamal treparon por el peñasco hasta llegar a lo más alto. Desde allí distinguieron con claridad a tres matuma tumbados en el suelo frente a una hoguera. Habían puesto a asar un conejo, pero al parecer se habían olvidado de él porque estaba carbonizado. Las botellas de alcohol y los fusiles corrían con la misma suerte, abandonados por aquí y por allá sobre el suelo empedrado. La borrachera de los tres matuma era tan grande que los ronquidos y las frases sin sentido se oían a kilómetros de distancia.

Alan había sacado los petardos y los fósforos del carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro.. Timba había tensado el arco con una flecha dispuesta para lanzarla. Kamal había cogido piedras del suelo. Sin embargo, al ver a los matuma desde lo alto en tal estado de embriaguez, se miraron entre sí. De pronto, desconfiaron de la capacidad de unos petardos para atemorizarlos, que era el objetivo. Aquellos hombres no tenían empujeEmpuje Energía, decisión y entusiasmo puesta en la realización de una cosa. ni para salir corriendo y, menos aún, para asustarse por unos explosivos.

Eneko —silencioso como una serpiente— sujetó el cuchillo con los dientes y arrastró su delgado cuerpo por el polvoriento terreno del desfiladero. Se deslizó suave y lentamente, calculando cada movimiento. Pasó junto a los matuma, observó cómo roncaban ante la hoguera y se dirigió hacia el interior de la cueva. Al rebasar la entrada, tardó segundos en adaptarse a la penumbra. Miró a un lado y a otro, atento a si había algún matuma custodiando a los niños. Cuando comprobó que no había nadie, se puso en pie y registró cada rincón de la cueva hasta dar por fin con los pequeños. Los niños estaban atados de pies y manos, ocultos en un recovecoRecoveco Sitio escondido. sombríoSombrío Se aplica al lugar que es oscuro o tiene una sombra excesiva. de la gruta.

Al ver a Eneko dentro de la cueva, uno de los niños intentó llamar su atención y el más joven empezó a llorar desoladoDesolado Lugar que está vacío y sin vida.. Eneko les hizo un gesto con el índice en los labios para que callaran. Los niños comprendieron y guardaron silencio. Les desató las cuerdas de pies y manos, y les susurró que lo siguieran sin hacer ruido. Los niños lo imitaron. Eran pequeños y ligeros. Pasaron al lado de la hoguera —los críos parecían aterrorizados al ver a los matuma tan cerca, pero continuaron— y poco a poco, paso a paso, rebasaron el desfiladero. Se levantaron y salieron corriendo para ocultarse tras los arbustos más cercanos al calor del camello. Eneko aprovechó la ocasión y, viendo que dormían, se había apoderado de un fusil de los matuma. Se lo daría al niño navegante, quizás él estuviera más familiarizado con aquel objeto amenazador propio de un dios maligno.

Mientras tanto, Tabata había dado un rodeo por el desfiladero hasta llegar a donde estaban atados los tres caballos de los matuma. Los había desatado y se los había llevado —a pesar del forcejeoForcejeo Hacer fuerza para vencer una resistencia. nervioso de los animales— fuera del alcance de los ladrones, hasta donde habían planeado encontrarse. Los ató a los arbustos y esperó temeroso a que los caballos se les espantaran con la detonación de los petardos. Al ver a Eneko llegar con los dos niños y un fusil bajo el brazo, sonrió satisfecho. Por fin habían rescatado a los niños, aunque le extrañaba no haber oído ningún estallido.

Timba, Alan y Kamal descendieron de aquel peñasco escarpado. Ante la imponente borrachera de los matuma, habían decidido dejarlos inconscientes hasta el día siguiente, ahorrarse los petardos y las flechas, y ganarles ventaja al dejarlos sin caballos. En esas condiciones, la huida sería menos complicada. Ahora que disponían de monturas, llegarían al Kraal antes de lo previsto y, si los matuma se despertaban con dolor de cabeza y sin caballos que los llevaran, seguramente abandonarían la idea de seguirlos.

Los tres se abrazaron a los niños. Sintieron pena por ellos, estaban muy desnutridosDesnutridos La desnutrición es una carencia de calorías o de uno o más nutrientes esenciales.. Eneko le dio el fusil a Alan. Él ni sabía ni quería utilizar una cosa tan insegura que solo traía dolor y miedo a su gente, así que se montó en el camello con los dos niños, que iban cubiertos con mantas. Timba y Kamal hicieron lo mismo en uno de los caballos; Eneko, en el segundo; Tabata, en el tercero. Entonces corrigieron el sentido de la marcha y pusieron rumbo al Kraal.

Por supuesto, no se detuvieron en el pueblo fantasma ni para informar a don Justiniano de que habían liberado a los niños, lo que le daría una gran alegría. Entrar en un poblado que simpatizaba con los matuma era tentar a la tiránica suerte.

Había comenzado a caer la noche. Las estrellas se deslizaban por el cielo como bicicletas fugacesFugaces Que desaparece con rapidez, de corta duración., iluminándola toda, pero Alan seguía preocupado. Oía a su madre llamándolo como una loca por toda la casa. Temía que, en un arranque de histerismoHisterismo Excitación exagerada., llamara a la policía para advertirle de su desaparición. Pero se contuvo y esperó a llegar al río: su próxima parada. Cuando todos durmieran, se presentaría en su casa sin llamar la atención de Timba y de sus compañeros del Kraal.

LA INSINUACIÓN DEL TÍO TRANQUILINO

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LA INSINUACIÓN DEL TÍO TRANQUILINO

Llegaron a altas horas de la noche al río. Les dieron de beber a los animales y bebieron ellos. Recogieron los dátiles caídos de las palmeras, sacaron los aguacates que les quedaban en el saco, comieron y cayeron rendidos sobre la arena.

Alan esperó, como había calculado, a que todos durmieran para ponerse las gafas y, en un segundo, volver a su habitación. Entonces sería como si el viaje con los chicos del Kraal fuera solo un sueño; si no fuera por el cansancio que sentía desde las caderas hasta las uñas de los pies.

Guardó el carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. bajo la cama, se puso el pijama y se quedó adormecido sobre las sábanas. Pero no había pasado media hora —para él, apenas unos minutos— cuando tocaron en su habitación. Era su madre que, no satisfecha con aporrearle la puerta, la abría de repente como un huracán.

—Hijo, tú me vas a quitar de este mundo. ¿Dónde estabas? Te he llamado mil veces —preguntó sin importarle que Alan durmiera. Alan abrió un ojo, le costó abrir el otro y los volvió a cerrar. Su madre lo zarandeó—. ¡Alan, despieeerta!

Se sentó con mucho esfuerzo en la cama y se frotó los ojos.

—Ummm… ¿Qué pasa, mamá?

—¿Que qué pasa? —preguntó ella con las manos en jarra—. Pasa que nos has dado un susto de muerte. ¿Dónde estabas?

El tío Tranquilino asomó tímidamente la cabeza por la puerta. El cabreo de su cuñada era descomunal.

—¿Dónde has estado? ¡Dímelo! ¿O acaso crees que te vas a manejar solo? —insistió.

Alan inventó una respuesta. No podía pensar con claridad y añoró a sus amigos, que estarían durmiendo como troncos.

—Fui a dar un paseo, mamá. No he pegado ojo en toda la noche. Y cuando llegué a casa, me quedé dormido enseguida. No te oí.

La respuesta pareció amansar un poco a su madre. «El niño no se había ido a la calle con sus amigotes», pensó. Suspiró aliviada.

—¿Y eso? ¿No podías dormir? ¿Tendrás fiebre? —le tocó la frente preocupada y esperó unos segundos; no tenía fiebre—. Hijo, esas hormonas tuyas te tienen muy perturbadoPerturbado Que tiene trastornadas sus facultades mentales.. Anda, baja a comer que ni siquiera has desayunado.

—Ahora no, mamá. Más tarde. Déjame dormir un ratito… —suplicó remolónRemolón Que evita trabajar o hacer una cosa.. No podía mantenerse en pie.

—Mujer, deja al chico dormir, que ya lo despierto yo dentro de una hora —intervino el tío Tranqui para poner orden entre madre e hijo.

—Bueno, pero que no pase del almuerzo. ¡Mira que este niño se me va a enfermar cualquier día!

Y se marchó refunfuñando.

El tío Tranqui le guiñó un ojo y cerró la puerta despacio. Alan respiró hondo y se echó en la cama con el deseo de dormir un día entero.

A las dos horas, más de lo prometido, el tío Tranqui llamó a la puerta.

—Venga, Alan, arriba. Que tu madre te ha hecho un arroz a la cubana para chuparse los dedos —dijo retirándole las sábanas para que se levantara.

Alan comenzó a desperezarse y buscó a Timba por todas partes, pero la visión del tío Tranqui lo devolvió a la habitación.

—Chico, tienes que ponerte fuerte. Todavía te queda mucho camino por recorrer hasta llegar a donde tú quieres. Anda, vístete y baja a comer —repitió despeinándole el pelo.

Alan lo miró a los ojos. No sabía si lo que le decía era el consejo de una persona mayor o si le estaba recordando lo que aún le quedaba por andar hasta llegar al Kraal. Tenía la impresión de que el tío sabía más de lo que aparentaba.

Bajó al comedor con el tío siguiéndole los pasos. Ya estaban servidos los platos en la mesa —arroz, huevo, papas y un plátano frito— y la familia sentada ante ellos. Le encantaba el arroz a la cubana, era su comida preferida, pero aquel plato le recordó a los compañeros del Kraal y a los dos niños, que estarían muertos de hambre.

Levantó la vista en busca de su tío. Sus miradas se cruzaron. Él tenía razón, recapacitó Alan, debía alimentarse para coger fuerzas y llevar a los niños con sus padres. Cogió el tenedor y el cuchillo, y arrasó hasta con el último grano de arroz que quedaba en el plato.

—Alan, ¿sabías que el tío nos deja dentro de unos días? —le preguntó su padre para después añadir con una sonrisa—: Dice el muy gandulGandul Que es holgazán, perezoso o vago. que tiene cosas pendientes que hacer al otro lado del mundo —dejó de sonreír—. Bueno, hace bien. Empezamos a trabajar la semana que viene y ustedes tienen que ir al colegio. Se aburriría como una ostra.

—Sí, me lo dijo él.

—Pues le vamos a hacer una despedida en el jardín. ¿Qué te parece?

—Me parece estupendo —dijo Alan con fingido entusiasmo.

Le preocupaba ese festejo. Solo esperaba llegar al Kraal con tiempo para dejar a los niños con sus padres, volver a casa y ayudar a su papá con los preparativos de la despedida.

Esperó a que todos se retiraran a la siesta y a que Laura se embobara con la tele para ir a la cocina, coger algunos sobres de sopa, chocolate y varios vasos de plástico —lo que pudiese caber en el carcaj—, y subir rápidamente a la habitación. Debía darse prisa. En el desierto estaría amaneciendo.

Sacó los petardos y los guardó bajo la cama. Les daría utilidad en otra ocasión. Aprisionó los objetos dentro del carcaj, se desnudó —¿para qué vestirse si siempre llegaba al otro lado con un taparrabos y las sandalias de cuero?—, se puso las gafas y esperó.

Al momento, el sol le dio en la cara. Sonrió. Ya había amanecido en el desierto.

LA LLEGADA AL KRAAL

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LA LLEGADA AL KRAAL

Cuando se presentó en el río, Timba y Eneko se estaban bañando. Los niños correteaban tras los pájaros. Y tanto Tabata como Kamal conversaban bajo una palmera, quizás extrañados por la ausencia de Alan. Al verlo, se acercaron rápidamente para preguntarle a dónde había ido.

—Fui a dar un paseo —dijo Alan evasivo mientras se dirigía a reavivar el fuego de la hoguera. Cogió agua del río y la puso a calentar. Ellos lo siguieron con curiosidad, preguntándose qué iba a hacer.

Alan sacó del carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. dos sobres de sopa y los preparó como había visto hacer a su padre en las excursiones. Les echó agua caliente a dos vasos, disolvió el contenido de los sobres y se los ofreció a Tabata y Kamal. Dieron un sorbo con desconfianza, se tomaron unos segundos para saborearla —Alan estaba atento, la sopa era de verduras—. Se la bebieron toda y enseguida extendieron los vasos para repetir. Alan sonrió satisfecho.

Al acercarse los niños, distribuyó una tableta de chocolate entre los dos. Cuando Timba y Eneko regresaron de bañarse, volvió a calentar agua y les ofreció la sopa. Por último, compartió la segunda tableta de chocolate entre todos. Eso les daría energía.

Recogieron lo poco que poseían y emprendieron la marcha siguiendo el curso del río. Sin embargo, a medida que avanzaban, el sol les atizaba con más fuerza. Y aquel río, que había sido caudaloso y fresco en su momento, se fue secando poco a poco hasta desaparecer sobre la tierra ante el temor de todos. Solo unos pocos árboles seguían fielmente el cauce del río, convertido ahora en un lecho lodosoLodoso Que está lleno de lodo (barro). de animales muertos y pequeñas piedras.

A veces, se veían caminando por profundas dunas en donde los caballos enterraban las patas y resultaba agotador desenterrarlas; otras, en cambio, avanzaban por caminos pedregosos y estrechas gargantas que lastimaban los pies de los chicos del Kraal. A lo lejos se observaba un mar embravecido, la Costa de los Esqueletos, que ellos trataron de evitar por no toparseToparse Encontrar una persona o cosa con un obstáculo que impide su avance o desarrollo. con los espíritus de aquellos piratas malencarados.

Tras largas horas de camino, Alan reconoció la zona: se acercaban a la cueva donde había dormido la noche en que inició su viaje. Lo mismo pareció sucederle al camello, que berreó y se asentó ante la entrada sin que nadie pudiera moverlo. Por tanto, decidieron pasar la noche allí.

Tabata y Kamal salieron a cazar con Alan, aprovechando la claridad de la luna. Silenciosos y ágiles, escudriñaronEscudriñaron Examinar una cosa cuidadosamente para conocer todos sus detalles o para descubrir algo. las madrigueras de algunos animales pequeños sin ningún interés. Hasta que dieron con la guarida de una serpiente. Se acercaron y esperaron con paciencia. Cuando por fin la serpiente salió, Kamal se apresuró y disparó una flecha que la dejó clavada a la tierra. Tabata sacó el cuchillo e hizo el resto: la lavó con agua y le quitó la piel. Regresaron a la cueva con una serpiente bien grande para cenar.

Alan comprendió esa noche que tenía mucho que aprender de los chicos del Kraal. Que no necesitaban de sus sobres de sopa ni de sus chocolates para poder sobrevivir. Eran unos supervivientes desde su nacimiento.

A la mañana siguiente, Alan se despertó con la panza aún llena. Fue a estirar las piernas y a ver cómo seguían los caballos. Pero al acercarse a los animales cayó en cuenta de que, bajo la sombra de unos peñascos cercanos, dormían dos personas y quiso averiguar quiénes eran. Pudo distinguir a dos chicos menudos, de unos trece años, con rasgos africanos y con la piel, las pestañas y el pelo totalmente blancos. Reparó en que a uno de ellos le faltaba una mano.

Al aproximarse, pateó sin querer una piedra. Esta rebotó y despertó a los chicos, que se pusieron en pie de un salto. Al instante, uno de ellos sacó un cuchillo que llevaba sujeto al cinto.

—¿Tú quién eres? ¿Qué quieres de nosotros? —preguntó, mostrándole el cuchillo.

—Tranquilo, chico. Solo vine a por mis caballos.

—¿Qué quieres de nosotros? —insistió el del cuchillo.

Alan pensó veloz y se le ocurrió que quizás con la invitación a tomar una sopa de verduras suavizaría el mal humor de aquellos chicos. Todavía le quedaban unos sobres en el carcaj.

—Pues solo invitarles a tomar algo caliente si les apetece.

Intercambiaron miradas, dudaron, parecían no haber tomado nada desde hacía días. Hasta que al final asintieron, pero sin soltar el afilado cuchillo que mostraban.

—Guarden ese cuchillo, por favor, que no voy a hacerles daño —dijo Alan.

Titubearon, se volvieron a mirar y el chico guardó el cuchillo. Se colocaron unos sombreros de paja en la cabeza y le siguieron en silencio. Se llamaban Alika y Abdul, afirmaron sin pronunciar más palabras. Avanzaban inseguros, apoyándose en las piedras del camino, como si no pudieran ver con claridad.

Al entrar en la cueva seguido por aquellos dos chicos blancos como la leche, vestidos con harapos hasta las cejas y sombreros de paja, se hizo un silencio de sorpresa entre los del Kraal. Alan los presentó:

—Estos son Alika y Abdul. Les he invitado a tomar un poco de sopa. Estaban durmiendo junto a los caballos —y se dirigió a calentar el agua.

—¿De dónde son ustedes? —preguntó Timba después de mirarlos largo rato.

Alika, al que le faltaba la mano, respondió con una mirada de infinita tristeza:

—Somos de Kamatuna, un pueblo que está muy lejos de aquí.

—¿Y a dónde van?

—A ningún parte. Huimos del pueblo —intervino enseguida Abdul.

—No te comprendo… —habló Timba, confusa.

—Huimos para que no nos maten. Llevamos semanas andando por el desierto y estamos muy cansados —dijo con un suspiro.

Los chicos del Kraal los miraron desconcertados. Alan dejó la sopa y los observó con más atención.

—¿Y por qué los quieren matar? ¿Qué han hecho? —volvió a preguntar Timba.

—Porque somos albinos. Unos niños muy blancos.

—Eso no es motivo para matar a nadie —contestó Eneko rotundamente.

—En Kamatuna, sí. Son muy supersticiosos. Vivos, traemos la mala suerte, somos la vergüenza de la familia, pero si estamos muertos valemos nuestro peso en oro. En nuestro pueblo somos los hijos del diablo.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Eneko.

—Por eso nos siguen, para matarnos y vender nuestras manos, pies o mechones de pelos como amuletos mágicos. ¿Ven a mi hermano? —levantó el muñón de Alika—. Le cortaron la mano y la vendieron a buen precio en el mercado.

—¡Qué horror! —intervino Timba.

—Y puede ser que ahora nos estén buscando. Por eso siempre llevo el cuchillo conmigo.

—Nuestra aldea no está muy lejos y los protegeríamos de esos carniceros —afirmó Timba—. Vénganse con nosotros.

Los albinos contemplaron a Timba con desolación mientras se tomaban la sopa caliente que Alan les había ofrecido.

—Eso tenemos que hablarlo mi hermano y yo —dijo Abdul tras beberse la sopa y despedirse con desazón.

Media hora más tarde, cuando vieron partir a los del Kraal en sus monturas, Alika y Abdul se apresuraron tras ellos hasta alcanzarlos. Se subieron a los caballos de Eneko y de Tabata, y continuaron la travesía juntos. Calculaban que les quedaría poco para llegar al Kraal. Lo estaban deseando. Sobre todo, el niño navegante.

De cuando en cuando, Kamal, con su visión de águila, se subía a una atalayaAtalaya Lugar elevado desde donde puede verse mucho terreno. para ver si los matuma o los enemigos de Alika y Abdul les seguían los pasos. Pero el horizonte era largo y solitario, sin ningún ser viviente a la vista. Solo una manada de elefantes que parecía tener el mismo rumbo que ellos, conducida por una matriarcaMatriarca Mujer que ejerce el mando de una organización social. que la dirigía hacia las fuentes de agua y los pastos verdes que la vieja hembra recordaba. Hasta que, al parecer, a la manada le entró la prisa y se alejó con la misma actitud con la que llegó: indiferente a todo lo que la rodeaba y sin separarse los unos de los otros.

Al llegar al valle, el poblado corrió a su encuentro con la satisfacción de verlos entrar en la aldea. Los padres de los dos niños no cabían en sí de felicidad por haberles devuelto a sus pequeños sanos y salvos. Enseguida avivaron la hoguera sagrada del dios Aruna para festejar la llegada de sus héroes. Cuando los adultos regresaron al Kraal con las vacas, bien alimentadas y refrescadas, comenzó la fiesta. Se pintaron la cara de colores y se adornaron el cuerpo con plumas, comieron carne de cabra y bebieron chuy del mejor hasta altas horas de la madrugada.

La alegría se había adueñado del poblado. El sonido de los tambores se extendió por todo el valle. Sin embargo, Alan estaba en otra cosa. Se sentía preocupado. Quería estar en el jardín de su casa, llegar a tiempo para la despedida del tío Tranquilino. Porque si no estaba allí enseguida, no iba a tener excusa que le valiera a su padre.

Se retiró de la vista de todos, de Timba, de Tabata, de Eneko, de Kamal. Se puso las gafas y desapareció.

LA DESPEDIDA DEL TÍO TRANQUILINO

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LA DESPEDIDA DEL TÍO TRANQUILINO

Ya en la habitación, se vistió con una sudadera y los vaqueros. Entró en el baño y se limpió la arena de la cara. Al mirarse en el espejo, comprobó que tenía la cara quemada por el sol. Eso le preocupaba. ¿Cómo lo iba a justificar ante su padre con lo pálido que él era? Evitó pasar por la cocina para no encontrase con su madre y su hermana, que estarían haciendo los canapésCanapés Pequeña rebanada de pan sobre la que se extienden o colocan otros alimentos. para la cena, y corrió hacia el jardín. Rufo lo recibió con generosos lametazos en la cara.

Su padre, que estaba con unos filetes en el asador, lo miró con cara de pocos amigos y le dijo:

—Alan, ven para acá, tú y yo tenemos que hablar seriamente —Alan se acercó y su padre bajó el tono de voz—. ¿No quedamos en que me ibas a ayudar con la carne? —lo miró atentamente y se fijó en el bronceado de su cara—. ¿Y se puede saber de dónde vienes tan colorado?

El tío Tranqui, que los había oído desde la tumbona del jardín, sonrió y salió en defensa de Alan.

—Joaquín, deja al chico tranquilo que fue a hacerme unos recados. Y, de paso, le di unos euros de más para que se comprara un helado y se lo tomara en la playa.

—¿Y eso le ha llevado todo el día? Tendrán que ser muchos los recados, digo yo… —afirmó su padre, suspicaz.

—Pues sí, señor. Son unos regalitos que el chico me ha comprado para ustedes —dijo con determinación.

Alan lo miró agradecido. No esperaba ese gesto de complicidad en su tío, pero eso lo llevó a pensar de nuevo que el tío Tranqui estaba al tanto de su secreto. Cómo y cuándo había descubierto el poder de las gafas era todo un misterio para él.

Degustaron los canapés que su madre había dispuesto en la mesa, la carne con verduras que su padre había asado y bebieron hasta caer la noche, atentos a las historias que contaba el tío Tranqui sobre los indígenas más ocultos del Amazonas, sobre los indomables elefantes del desierto —que Alan conocía muy bien, aunque no se diera por enterado—, o sobre las leyendas del río Nilo, que cada año se desbordaba y hacía crecer el papiroPapiro Lámina sacada del tallo de esta planta que se usaba para escribir en ella. a sus orillas, tan importante en los manuscritos de los antiguos egipcios.

Todos lo oían embobados —era un excelente narrador—, hasta que pareció cansarse de tantas batallas, bostezó y dijo con una sonrisa:

—Bueno, ya está bien de cuentos. Ahora quiero darles unos regalitos antes de irnos a dormir.

Al oír esas dos palabras, Laura comenzó a dar saltos de alegría, mirando para todos lados:

—Unos regalitos, ¡unos regalitos! —gritó aplaudiendo—. ¿Y dónde están?

Su madre, con cierto pudor, puntualizó:

—Ay, por dios, Tranquilino, no hacía falta que nos compraras nada. Conque vengas a visitarnos más a menudo, nos contentamos.

—No, si no ha sido ninguna molestia. Ha sido Alan quien me ha ayudado a comprarlos. Es un chico estupendo, ¿verdad? —dijo dándole unas palmaditas cariñosas en la espalda.

El padre, la madre, Laura, hasta Rufo miraron para Alan sorprendidos. El muchacho hizo una reverencia para disimular la turbaciónTurbación Alteración o desorden que se produce en una cosa. que sentía ante la mentira de su tío.

Empujado por el entusiasmo, subió corriendo a la habitación, pilló los petardos que estaban bajo la cama, volvió al jardín y, con el permiso de su padre, los estalló apuntando al cielo, iluminando la noche. Todos aplaudieron la ocurrencia de Alan, excepto Rufo, que, atemorizado por las detonaciones, corrió de inmediato a ocultarse en la caseta. Odiaba los voladores.

—Bueno, Alan, ahora ayúdame a traer los regalos —le pidió el tío Tranqui.

Alan lo siguió hasta el salón y recogió los paquetes sin tener la menor idea del contenido de cada uno. Aunque no tardó demasiado tiempo en enterarse, porque Laura los fue abriendo apresuradamente, con ansiedad. Para su padre, un reloj de buceo que medía la profundidad de inmersión, unas gafas de sol para su madre, un disfraz de pirata para Laura y unas zapatillas de deporte rojas para él.

Cuando le tocó a Alan abrir su regalo, el tío se le acercó y le susurró al oído:

—Esto es para que dejes de ponerte esas sandalias de cuero.

Al oír sus palabras, el corazón le dio un vuelco. Lo miró con una sonrisa tímida y enseguida sintió el rubor en el rostro. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Las gafas mágicas eran del tío Tranquilino.

Después de los regalos, recogieron los platos y los vasos de la mesa, y se fueron a dormir. Tenían que madrugar para llevar al tío al aeropuerto.

Antes de dormir, Alan se aseguró de que las gafas continuaban en el cajón de su mesilla. Sin embargo, tenía un mal presentimiento y le estaba costando conciliar el sueño.

Intentaba retroceder en el tiempo y recordar el momento en que el tío había entrado en la habitación para dejar las gafas, pero no recordaba el día ni el momento. Sería cuando él no estaba.

LA CARTA OLVIDADA

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LA CARTA OLVIDADA

Al amanecer, como estaba previsto, fueron al aeropuerto para que su tío cogiera el avión. Él se despidió con la maleta en una mano, la camisa de flores de siempre, las sandalias desgastadas y la riñonera a la cintura como si fuera un turista cualquiera.

Alan le preguntó a su madre dónde quedaba Johannesburgo. «En Sudáfrica, cariño», le contestó, distraída, sin apartar la vista del avión en el que viajaba su cuñado. Se le vino a la mente el mapamundi pegado a la pared de su clase. Recordó dónde estaba Sudáfrica y pensó si de verdad podía haber alguien que tuviera interés en llegar a un lugar tan lejano. Enseguida encontró la respuesta: el tío Tranquilino. La única persona capaz de viajar, alegre como un niño, hasta los confines de la Tierra.

Al llegar del aeropuerto, entraron en la casa con la nostalgia del verano, que aún no había terminado para los demás, pero para ellos sí. La partida del tío Tranqui los había entristecido.

Alan subió a la habitación. Había conseguido —después de mucho insistirles a sus padres— que lo dejaran dormir un rato porque se habían levantado muy temprano, aunque tuviera la intención, en realidad, de presentarse en el Kraal para ver cómo seguían los niños, los hermanos de Kamatuna y, sobre todo, para encontrarse con Timba, que estaría extrañada por su imprevisible retirada.

Abrió el cajón de la mesilla de noche. Metió la mano en su interior, rebuscó entre todas las cosas que guardaba y… Al momento, se quedó pálido y comenzó a sudar: ¡las gafas no estaban en la gavetaGaveta Cajón corredizo de los escritorios.!

Fue a mirar bajo la cama. El carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. también había desaparecido. Sin embargo, el arco y las flechas seguían en el mismo lugar donde los había dejado. Buscó desesperadamente por toda la habitación: en la estantería, dentro del ropero, tras el ordenador, pero ni rastro de las gafas ni del carcaj.

Le entró el pánico y gritó con fuerza el nombre de su hermana.

—¡Lauraaaa!

Bajó corriendo las escaleras y llegó al salón. Laura estaba tumbada en el sofá, embobada ante el televisor.

—Laura, mis gafas… ¿Dónde están mis gafas? ¡Devuélvelas! —le ordenó.

Laura lo miró con desgana, sin hacerle demasiado caso.

—Yo no sé nada de ningunas gafas.

—Laura, no seas plasta, ¡que me des las gafas! —exclamó nervioso, zarandeándole el hombro.

Laura lo volvió a mirar sin entender. Su hermano se había vuelto loco.

—Pero si ni siquiera me dejas entrar en tu habitación —se liberó de la mano de Alan—. Y déjame tranquila ya o se lo digo a mamá —lo amenazó con los labios contraídos para reclamar a gritos a la madre apenas unos segundos después—: ¡Mamááá…! Mira a Alan, que me está molestando y no me deja ver la tele en paz.

Desistió del intento. Estaba claro que su hermana no las había cogido. Pero ¿quién se las podía haber quitado de la mesilla?

Subió de nuevo a la habitación con una oscura tristeza y la certeza de que nunca más vería a sus amigos ni a su fiel y listo camello pardo, que tanta compañía le había hecho. Ni volvería a ser el niño navegante al que todos, niños y adultos, admiraban en el Kraal. Ahora…, ahora ya no era nadie.

Durante esa semana y alguna más, Alan perdió el apetito y cayó en un mutismoMutismo Actitud de silencio absoluto, voluntario o impuesto. inquietante. Ni siquiera las idas y venidas con su madre para comprar los libros y los uniformes del nuevo curso —porque Alan había crecido ese verano una barbaridad— lograron ilusionarlo. Tanto era así que a su padre llegaron a preocuparle los largos silencios de Alan y a su madre, la falta de apetito de su hijo.

Incluso Rufo notaba algo extraño en Alan. Cuando lo veía sentado y abatido en el jardín, se tiraba a su lado, bajaba las orejas y no soltaba ni un solo ladrido, aunque le acariciara el lomo, que era lo que más le gustaba.

Pero una noche Alan encontró una carta en la gaveta de la mesilla. La abrió con curiosidad. Iba dirigida a él.

Decía:

Querido sobrino:

Me imagino que, cuando encuentres esta carta, estarás triste por la pérdida de las gafas y el carcaj. Lo siento, Alan, esto tenía que ser así.

Entré en tu habitación y te dejé las gafas para que las encontraras con toda mi buena voluntad. Pensé que te vendría bien salir de la familia, vivir algunas experiencias que te ayudaran a conocerte y valorarte.

Sinceramente, creo que lo has conseguido. Te has convertido en un chico fuerte, sabes lo necesario que puedes llegar a ser e incluso yo diría que has ganado en altura. Ya no necesitarás ayuda para subirte al flamboyánFlamboyán Árbol de la familia de las leguminosas, oriundo de México, de tronco ramificado y flores abundantes y muy vistosas, de color rojo encendido.. Ahora puedes trepar por ti mismo, cantarle, mimarlo con olores ricos y echarle un poco de calcio a las raíces para que crezca más fuerte.

Pero tu mundo no es el Kraal, Alan. Tu mundo es la familia, el colegio y los amigos nuevos que encuentres por el camino.

Defiende a los más débiles; no te acobardes ante las dificultades, tú puedes con ellas; y, ante todo, lucha por lo que deseas, con ganas. Te aseguro que, si sigues estos consejos, todo te irá de maravilla.

No te preocupes por Timba y sus compañeros. Ellos están bien y te recordarán siempre como el niño navegante que vino desde muy lejos para ayudarlos. En el Kraal eres toda una leyenda. Deberías estar orgulloso de eso.

Bueno, chico, te deseo lo mejor.

Si necesitas escribirme, no lo dudes mucho, hazlo. Pídele mi dirección a tu padre.

El tío Tranquilino

 Al terminar de leer la carta, se quedó pensativo. Dobló el papel en cuatro y lo volvió a meter en el cajón: «Sí, pero nunca más volveré a vivir un verano como este. Ha sido fantástico», se dijo a sí mismo con nostalgia.



 

UN INICIO DE CURSO INESPERADO

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UN INICIO DE CURSO INESPERADO

A la semana empezaron las clases. En verano habían pintado la fachada del colegio de un amarillo intenso como la luz del sol. El bullicioBullicio Alboroto o rumor que causa mucha gente junta. de la chiquillería que iba y venía por los pasillos, como hormigas nerviosas en un hormiguero, era impresionante. El nuevo profesorado se dirigía a las aulas con la carpeta bajo el brazo y dispuesto a poner orden si fuera necesario.

Alan llevaba a Laura de la mano. Iban vestidos con los uniformes nuevos que les había comprado su madre y con las mochilas del curso pasado a la espalda, lápices y cuadernos. Buscaba la clase que le correspondía a su hermana en la primera planta del cole. La dejó sentada en el aula junto a otros niños de su edad y fue a buscar la suya antes de que tocaran el timbre de entrada.

Subió a la segunda planta, donde estaban las aulas de los mayores.

Y fue entonces cuando vio a Joaquín Torres Peñate, su enemigo número uno. El bravucónBravucón Que presume de ser valiente sin serlo. que se las daba de duro el curso pasado, que fardabaFardaba Presumir, mostrarse una persona orgullosa de poseer una cosa. de tener un padre que lo protegía y que, siempre que lo veía, lo zarandeaba por los pasillos, o en la hora del recreo, o le hacía la zancadilla hasta hacerlo caer para que todos los compañeros se rieran de él.

Alan se puso tenso y aminoró el paso, esperando a que lo molestara o lo empujara como acostumbraba a hacer. Se colocó mejor la mochila a la espalda y esperó lo peor de su enemigo. Como mínimo, una sonrisa burlona o el empujón reglamentario. Sin embargo, para su sorpresa, no sucedió como temía: algo había cambiado en el bravucón de Joaquín Torres.

Venía solo por el pasillo, sin sus amigos de siempre, que eran tan borricos como él, y su aspecto había cambiado. Había adelgazado una barbaridad, tanto que ya no parecía el hombretón de antes, más bien parecía haber encogido en altura. Tampoco tenía la mirada desafiante de antañoAntaño Hace años, antiguamente. ni la altaneríaAltanería Actitud propia de una persona altiva o soberbia. que lo caracterizaba y que a él le hacía temblar y temer ir a clase cada día.

Aun así, al llegar a su altura, Alan se paró en seco, lo miró con decisión y esperó a ver qué hacía. Joaquín Torres lo observó de arriba abajo. Pareció sopesar en unos segundos el brillo en los ojos y la seguridad de su adversario, y agachó la mirada al instante como bajaría las orejas Rufo cuando se sentía acobardado. Luego siguió de largo por el pasillo, sin fanfarronerías ni arrogancias.

Alan reemprendió la marcha. Pasó por su lado y continuó hacia el aula más satisfecho que atemorizado. Suspiró. Quizás algún día sería amigo de Joaquín Torres. «Ojalá», pensó. No quería tener enemigos.

En la primera semana fueron apareciendo nuevos alumnos por la clase que provenían de otras partes del mundo —chinos, marroquís y colombianos que los primeros días les hablaron de sus países, sus familias y costumbres que él desconocía— y otros que ya habían estado el curso anterior, hasta que se dio por completa la clase.

Pero la mayor sorpresa de esa semana fue la llegada de Luna, una niña dominicana con pecas en la cara, delgada, con la cabeza llena de trenzas y multitud de pulseras de hilo en las manos que le recordó enseguida a Timba.

Durante dos o tres días soñó con Luna montada en un caballo, corriendo sobre una duna y bajo el sol resplandeciente del desierto. No esperó más de una semana para sentarse en el pupitre de al lado y preguntarle si quería aprender a tirar flechas con un arco, que él sabía y le enseñaría en el recreo o fuera de él.

Luna no tardó en aceptar y sonreírle mirándolo a los ojos.

—Sí, sí. Me encantaría —dijo entusiasmadísima.

Alan se sintió halagado. Tirar flechas con el arco era su mejor habilidad. Luna iba a ser su mejor amiga.

A partir de ese día, no se separaron ni en el aula, ni en el recreo, ni en todo el curso escolar.



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