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LA CARTA OLVIDADA
Al amanecer, como estaba previsto, fueron al aeropuerto para que su tío cogiera el avión. Él se despidió con la maleta en una mano, la camisa de flores de siempre, las sandalias desgastadas y la riñonera a la cintura como si fuera un turista cualquiera.
Alan le preguntó a su madre dónde quedaba Johannesburgo. «En Sudáfrica, cariño», le contestó, distraída, sin apartar la vista del avión en el que viajaba su cuñado. Se le vino a la mente el mapamundi pegado a la pared de su clase. Recordó dónde estaba Sudáfrica y pensó si de verdad podía haber alguien que tuviera interés en llegar a un lugar tan lejano. Enseguida encontró la respuesta: el tío Tranquilino. La única persona capaz de viajar, alegre como un niño, hasta los confines de la Tierra.
Al llegar del aeropuerto, entraron en la casa con la nostalgia del verano, que aún no había terminado para los demás, pero para ellos sí. La partida del tío Tranqui los había entristecido.
Alan subió a la habitación. Había conseguido —después de mucho insistirles a sus padres— que lo dejaran dormir un rato porque se habían levantado muy temprano, aunque tuviera la intención, en realidad, de presentarse en el Kraal para ver cómo seguían los niños, los hermanos de Kamatuna y, sobre todo, para encontrarse con Timba, que estaría extrañada por su imprevisible retirada.
Abrió el cajón de la mesilla de noche. Metió la mano en su interior, rebuscó entre todas las cosas que guardaba y… Al momento, se quedó pálido y comenzó a sudar: ¡las gafas no estaban en la gavetaGaveta Cajón corredizo de los escritorios.!
Fue a mirar bajo la cama. El carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. también había desaparecido. Sin embargo, el arco y las flechas seguían en el mismo lugar donde los había dejado. Buscó desesperadamente por toda la habitación: en la estantería, dentro del ropero, tras el ordenador, pero ni rastro de las gafas ni del carcaj.
Le entró el pánico y gritó con fuerza el nombre de su hermana.
—¡Lauraaaa!
Bajó corriendo las escaleras y llegó al salón. Laura estaba tumbada en el sofá, embobada ante el televisor.
—Laura, mis gafas… ¿Dónde están mis gafas? ¡Devuélvelas! —le ordenó.
Laura lo miró con desgana, sin hacerle demasiado caso.
—Yo no sé nada de ningunas gafas.
—Laura, no seas plasta, ¡que me des las gafas! —exclamó nervioso, zarandeándole el hombro.
Laura lo volvió a mirar sin entender. Su hermano se había vuelto loco.
—Pero si ni siquiera me dejas entrar en tu habitación —se liberó de la mano de Alan—. Y déjame tranquila ya o se lo digo a mamá —lo amenazó con los labios contraídos para reclamar a gritos a la madre apenas unos segundos después—: ¡Mamááá…! Mira a Alan, que me está molestando y no me deja ver la tele en paz.
Desistió del intento. Estaba claro que su hermana no las había cogido. Pero ¿quién se las podía haber quitado de la mesilla?
Subió de nuevo a la habitación con una oscura tristeza y la certeza de que nunca más vería a sus amigos ni a su fiel y listo camello pardo, que tanta compañía le había hecho. Ni volvería a ser el niño navegante al que todos, niños y adultos, admiraban en el Kraal. Ahora…, ahora ya no era nadie.
Durante esa semana y alguna más, Alan perdió el apetito y cayó en un mutismoMutismo Actitud de silencio absoluto, voluntario o impuesto. inquietante. Ni siquiera las idas y venidas con su madre para comprar los libros y los uniformes del nuevo curso —porque Alan había crecido ese verano una barbaridad— lograron ilusionarlo. Tanto era así que a su padre llegaron a preocuparle los largos silencios de Alan y a su madre, la falta de apetito de su hijo.
Incluso Rufo notaba algo extraño en Alan. Cuando lo veía sentado y abatido en el jardín, se tiraba a su lado, bajaba las orejas y no soltaba ni un solo ladrido, aunque le acariciara el lomo, que era lo que más le gustaba.
Pero una noche Alan encontró una carta en la gaveta de la mesilla. La abrió con curiosidad. Iba dirigida a él.
Decía:
Querido sobrino:
Me imagino que, cuando encuentres esta carta, estarás triste por la pérdida de las gafas y el carcaj. Lo siento, Alan, esto tenía que ser así.
Entré en tu habitación y te dejé las gafas para que las encontraras con toda mi buena voluntad. Pensé que te vendría bien salir de la familia, vivir algunas experiencias que te ayudaran a conocerte y valorarte.
Sinceramente, creo que lo has conseguido. Te has convertido en un chico fuerte, sabes lo necesario que puedes llegar a ser e incluso yo diría que has ganado en altura. Ya no necesitarás ayuda para subirte al flamboyánFlamboyán Árbol de la familia de las leguminosas, oriundo de México, de tronco ramificado y flores abundantes y muy vistosas, de color rojo encendido.. Ahora puedes trepar por ti mismo, cantarle, mimarlo con olores ricos y echarle un poco de calcio a las raíces para que crezca más fuerte.
Pero tu mundo no es el Kraal, Alan. Tu mundo es la familia, el colegio y los amigos nuevos que encuentres por el camino.
Defiende a los más débiles; no te acobardes ante las dificultades, tú puedes con ellas; y, ante todo, lucha por lo que deseas, con ganas. Te aseguro que, si sigues estos consejos, todo te irá de maravilla.
No te preocupes por Timba y sus compañeros. Ellos están bien y te recordarán siempre como el niño navegante que vino desde muy lejos para ayudarlos. En el Kraal eres toda una leyenda. Deberías estar orgulloso de eso.
Bueno, chico, te deseo lo mejor.
Si necesitas escribirme, no lo dudes mucho, hazlo. Pídele mi dirección a tu padre.
El tío Tranquilino
Al terminar de leer la carta, se quedó pensativo. Dobló el papel en cuatro y lo volvió a meter en el cajón: «Sí, pero nunca más volveré a vivir un verano como este. Ha sido fantástico», se dijo a sí mismo con nostalgia.