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LAS GAFAS MÁGICAS DE CRISTALES GRUESOS
Esa misma tarde, ya casi de noche, Alan entró en su habitación para cambiarse de ropa antes de ir a cenar y vio sobre la mesilla unas gafas. Eran redondas, de cristales gruesos, pasta marrón y muy antiguas, aunque parecían perfectamente conservadas. Las miró con curiosidad. Se preguntaba de quién podían ser y cómo es que estaban en su habitación. Quizás fueran del tío Tranquilino, que siempre llevaba cosas extrañas en los bolsillos para atraer la suerte, pero no era costumbre de él entrar en su habitación. No podía ser.
Las cogió de la mesilla, se sentó en la cama y limpió la arena que llevaba incrustada en los cristales. Se animó a ponérselas. Al colocárselas sobre la nariz, todos los objetos de la habitación se volvieron borrosos: la mesa, la estantería, el póster de Los Simpson… Todo. Intentó ajustárselas y, al instante, una sucesión de imágenes casi reales pasaron fugaces Que desaparece con rapidez, de corta duración. ante él y, a la misma velocidad, desaparecieron ante sus ojos. Alan arrojó las gafas al suelo, atemorizado. Estas cayeron sobre la alfombra.
Tras unos segundos, se acercó lentamente y las observó desde todos los ángulos, como si fueran las gafas perdidas de un extraterrestre. No se habían roto al caer, tampoco se movían, no parecían tener pilas ni ningún otro artilugio Mecanismo o artefacto, en especial mecánico. eléctrico que mostrara aquellas imágenes. Si las miraba bien, parecían unas gafas inofensivas y feas; pero no se iba a dejar engañar, podían ser peligrosas. Aun así, las recogió del suelo con precaución y se las volvió a colocar, con los ojos bien abiertos, a la espera de que sucediera algo sorprendente tras los cristales.
Fue entonces cuando se vio a sí mismo montado a lomos de un camello sobre unas dunas de arena brillante. Y no estaba solo, cabalgaba junto a una chica delgada de un extraño color rojizo. Con el pelo recogido en trenzas, collares al cuello, pulseras en las muñecas y una falda pequeña de piel de vaca. Debía de tener unos once años. Sin entender cómo, ya sabía que se llamaba Timba.
Timba lo miró sonriendo y, con su gesto, supo enseguida lo que ella deseaba: que la siguiera a través de las dunas. Alan pensó en darle una orden a su camello para que emprendiera la marcha: «¡Fúchate, camello, fúchate!», pero tampoco le hizo falta hablar. Tiró de las riendas y el animal empezó caminar ligero. Entonces comprendió que con aquellas gafas no le hacía falta articular palabras. Él sabía en todo momento lo que Timba deseaba hacer sin abrir la boca. Hasta el camello lo entendía. ¡Alan estaba flipando!
Siguió a Timba a través de las dunas, persiguiendo al sol del mediodía, sin saber a dónde lo llevaba. Rebasaron playas de arenas blancas y aguas limpias, terrenos con cenizas volcánicas, caminos polvorientos con multitud de cactus y lagartijas, y cuevas de altos techos que no parecían tener fin; hasta que llegaron a un valle en las faldas de una colina. Y en el valle, una aldea.
—Alan, no te lo vuelvo a repetir. Por segunda vez, ¡baja de inmediato a comer que la cena está preparada! —gritó su madre y Alan la oyó perfectamente.
Alan se quitó las gafas y volvió a la realidad de su habitación como si despertara de un sueño. Tardó en reaccionar. Guardó las gafas en la gaveta Cajón corredizo de los escritorios. de la mesilla y en ese momento decidió que aquel sería su secreto. Nadie sabría de la existencia de las gafas ni de lo que eran capaces de hacer. Sobre todo, Laura, que acostumbraba a curiosear por su habitación y se lo chivaría todo a sus padres.
En la cena, Alan escarbaba en la comida con el tenedor sin levantar la cabeza del plato. Al ver que no probaba bocado, su madre le replicó:
—Alan, cariño, ¿no te gustan los champiñones? ¿Te encuentras mal? Anda, come un poco, no te vas a ir a dormir con el estómago vacío.
Probó los champiñones para que su madre no le diera la lata y siguió escarbando en el plato. El tío Tranqui lo miraba de reojo, aunque hablaba con su hermano y su cuñada como si aquello no fuera con él. Con el plato a medias, Alan bostezó aparatosamente y pidió permiso para irse a dormir.
—Estoy muerto de sueño —se justificó.
—Anda, vete de una vez, pero no olvides llevarte una manzana —le dijo su padre.
Alan cogió una manzana del frutero y salió disparado a su habitación. Al entrar, cerró la puerta con llave. Estaba ansioso por ponerse las gafas. Abrió el cajón de la mesilla de noche y se las puso. Como por arte de magia, apareció ante un valle repleto de árboles que le señalaba Timba.
—En ese valle está mi casa —dijo sonriendo y emprendieron la marcha hacia la aldea.
El poblado de Timba, al que llamaban Kraal, era una aldea pequeña del desierto, de casas construidas con ramas flexibles, arena arcillosa y estiércol de vaca. Con un corral cercado de vacas, cabras y gallinas, un pozo de agua escarbado en la tierra y un pequeño terreno con hortalizas. Dentro de las casas había poca cosa: un fuego encendido para ahuyentar a los mosquitos, algunas vasijas de barro para cocinar o traer el agua y esterillas Especie de alfombra usada para tomar el sol, hacer ejercicio u otros usos. en el suelo para dormir. Sin embargo, fuera sí había multitud de niños polvorientos que, al verlos llegar, entre risas y gritos, corrieron hacia los camellos para acariciarlos. Aquellos niños desconocían lo que era un televisor, una tableta de chocolate o un helado, pero parecían ser felices.
En el Kraal todos tenían el trabajo distribuido: las mujeres se encargaban de construir las casas, cuidar de los cultivos, cocinar para la comunidad y mantener encendido el fuego sagrado en honor al dios de la naturaleza, Aruna, al que adoraban. También empleaban su tiempo en untarse el cuerpo con grasa de animal y un polvo rojizo que obtenían de triturar una piedra que contenía hierro. Así se protegían del sol y de los fastidiosos mosquitos que sobrevolaban la aldea. De ahí, el color rojizo de Timba.
Los niños mayores se encargaban de cuidar a los más pequeños, de alimentar a las cabras y las gallinas. Y los hombres, de sacar las vacas a pastar y a beber agua, protegiéndolas del ataque de leones y hienas con sus flechas envenenadas. Pese a que utilizaban los camellos para el transporte diario, las vacas parecían ser lo más valioso que poseían. Les daban todo lo que necesitaban para sobrevivir. Algunas llegaban a medir hasta dos metros de alto.
Pero lo curioso era que, cuando tenían que tomar alguna decisión importante para la comunidad, lo hacían entre todos. Se reunían las mujeres, los hombres, los jóvenes y los más viejos, y decidían qué hacer en beneficio de la aldea. Eso le había contado Timba con orgullo mientras se acercaban al poblado.
Ese mismo día, tras el regreso de los hombres con el ganado, se reunieron ante la hoguera sagrada para celebrar la llegada del nuevo amigo de Timba. Se pintaron y adornaron el cuerpo con plumas, comieron carne de cabra asada, bebieron de un fruto llamado chuy y bailaron con Alan al son de las palmas y los tambores hasta que una luna resplandeciente asomó tras la colina. Entonces la noche se enfrió y todos se fueron retirando a sus respectivas chozas a descansar.
Alan durmió esa noche como un bebé junto a Timba, su madre y la abuela. Si les preguntabas, no sabían qué edad tenían, pero la abuela andaría con toda seguridad por los cien años.
Timba le había prometido que al día siguiente partirían hacia un lugar que le sorprendería.