EL TÍO TRANQUILINO, UN EXPLORADOR SIN PRISMÁTICOS

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EL TÍO TRANQUILINO, UN EXPLORADOR SIN PRISMÁTICOS

Alan llevaba mucho, pero mucho tiempo sin ver al tío Tranquilino, el hermano de su padre. Desde los cuatro años. Ahora que les había prometido venir de África y visitarlos en verano, no sabía si lo reconocería.

Recordaba pocas cosas de él. Que era alto y fuerte —o a lo mejor no tan alto ni fuerte, pero a él le parecía un gigante de cuento—, que llevaba el pelo recogido en una coleta y que le pellizcaba el cachete cada vez que lo veía. Y es que el tío Tranqui, como lo llamaba su padre, nunca mandaba fotos por correo. Prefería enviar postales de viajes con selvas y monos, con camellos en un desierto y, en ocasiones, con dibujos en cuevas que parecían hechos por niños. Era un viajero incansable y, según su familia, un gran coleccionista de cosas antiguas.

Así que, cuando llegó del aeropuerto en un día soleado de agosto y entró por la puerta con su hermana Laura de la mano, Alan no supo qué decir. Se quedó rojo como un tomate y corrió a esconderse detrás del sofá como un conejo acobardado. Lo que temía: no reconocía a ese hombre.

Se lo había imaginado con un chaleco de bolsillos, como el de los exploradores, y unos prismáticos colgados al cuello. Sin embargo, no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Era un señor barrigudo —sin pelo largo ni coleta; al contrario, con una cabeza calva como un balón de fútbol—, vestido con una camisa de flores, unas sandalias desgastadas y riñonera a la cadera. Y, sobre todo, con una mirada que taladraba, como la de los hechiceros africanos que había visto en la tele.

Al ver a Alan, el tío Tranqui se acercó al sofá y lo observó con atención.

—Vaya, vaya, vaya…, pero mira cómo ha crecido mi sobrinito —dijo con acento extranjero, pellizcándole el cachete—. ¿Te acuerdas de mí?

Alan lo miró con cara de perro extraviado. Después desvió la vista hacia sus padres, que no le quitaban ojo esperando una respuesta. No le quedó otra que asentir, colorado de nuevo, para salir disparado hacia el jardín como si alguien le pinchara en el trasero.

—Es un niño muy tímido —dijo su padre, alzando los hombros—. Ya cogerá confianza.

Al día siguiente, Alan intentó evitar al tío Tranqui de todas las maneras posibles sin éxito. Se lo encontraba al entrar al baño, desayunando en la cocina, en el cuarto de la tele o en el jardín jugando con Rufo. Y aunque evitara mirarlo, él le sonreía y le pasaba la mermelada, el pan o la mantequilla como si fueran grandes amigos.

Más aun, descubrió con el paso de los días algunas de sus extrañas costumbres. Que dormía en una hamaca de hilos que le habían regalado los kawakawa en la selva del Amazonas, aunque tuviera una estupenda cama en una buhardillaBuhardilla Parte más alta de una casa, inmediata al tejado con el techo inclinado. cercana al cielo. Que entraba y salía de la casa por la ventana del jardín y no por la puerta principal como haría cualquier persona normal. «Es que una ventana es la forma más segura de salir de una casa», comentaba sin dar más explicaciones.

Era un tipo muy, pero que muy raro. Y cuando terminaba de comer, ante los espantados ojos de Alan y de Laura, soltaba un ruidoso eructo en la mesa. Según él, era un gesto de agradecimiento por la comida ofrecida que había aprendido de su amigo El-Saladin, príncipe de un emirato árabe en el que había vivido durante años.



UN ENEMIGO SOBRE UN ÁRBOL

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UN ENEMIGO SOBRE UN ÁRBOL

También advirtió que el tío Tranqui, después de entonar una canción en un lenguaje incomprensible, salía todas las mañanas muy temprano por la ventana. No se sabía a dónde iba ni con qué intención, pero regresaba horas después, cuando el sol salía por el horizonte. Por ese motivo, una mañana, llevado por la curiosidad, Alan madrugó, le puso a Rufo la correa y salió disparado como una flecha tras sus pasos.

Lo siguieron durante media hora, ocultándose tras los matorralesMatorrales Matorrales: Terrenos sin cultivar, en el que hay una formación vegetal de matas, arbustos bajos y maleza en general. para no ser vistos, hasta que el tío se detuvo a las afueras del barrio. Se sentó en un banco de madera bajo el flamboyánFlamboyán Árbol de la familia de las leguminosas, oriundo de México, de tronco ramificado y flores abundantes y muy vistosas, de color rojo encendido. de un parque, rebuscó en su riñonera y sacó una caja de fósforos, una bolsa pequeña de tela y unos palitos alargados, como los de la canelaCanela Sustancia de color ocre rojizo, olor muy agradable y aromático, obtenida de la corteza de las ramas del canelo y otras plantas, que, en trozos o molida, es usada como condimento, particularmente de platos dulces. que su madre conservaba en la cocina en tarros. Desde su observatorio, Alan no le quitaba el ojo de encima. Tampoco Rufo.

Pero cuando Alan comenzaba a preguntarse para qué servían todas aquellas cosas sacadas de la riñonera, el tío Tranqui se levantó del banco. Miró hacia lo alto del flamboyán, se encaramó al tronco y trepó por sus ramas como si fuera un niño —y eso a pesar de su regordeta barriga de hombre viejo—. Luego acomodó el culo sobre una rama gruesa y arrancó una misteriosa canción con las manos en la cara y los ojos cerrados. Alan ya no tenía dudas: el tío Tranqui estaba como una cabra.

Sin embargo, al verlo sentado sobre aquella rama, recordó enseguida a Joaquín Torres, un chico de su cole que le caía como una patada en los dientes, un bravucónBravucón Que presume de ser valiente sin serlo. que se las daba de mayor y no hacía otra cosa que presumir de padre. Decía que era el hombre más fuerte y mañoso de todos los puntales de la lucha canaria y que podía tumbar a un león de cien kilos con una simple agarrada. Bueno, eso decía el muy fanfarrónFanfarrón Que presume de lo que no es., porque nadie había visto a su padre en el colegio ni una sola vez.

Aunque había algo aún más desagradable en Joaquín Torres: cuando se hacía el duro y se cruzaba con Alan por los pasillos. Entonces lo empujaba por la espalda para que se cayera al suelo y que los demás niños se rieran a carcajadas de él. O, si no, se metía con él en el recreo. Trepaba al árbol que había en el patio del cole y le lanzaba semillas —unas vainasVainas Vainas: Cáscara alargada y tierna en que están encerradas algunas simientes, como las judías, las habas y otras muchas. enormes como maracasMaracas Instrumento musical de percusión hecho con el fruto vaciado del totumo y relleno con         semillas secas.— mientras le gritaba con ganas: «¡Toma ya! ¡AlanBrito! ¡Carapeo! ¡Enanito rarito!». Así, una y otra vez, hasta hacerlo correr hacia el lado opuesto del patio para que las semillas no le acertaran en la cabeza y le hicieran un chichón.

Una mañana la directora del cole, con las manos en la cintura y muy enfadada, lo hizo bajar inmediatamente del árbol. Se lo repitió varias veces. Y cuando bajó por fin, a regañadientes, le dijo:

—Joaquín Torres Peñate, míreme a la cara y escúcheme bien. No quiero volver a verlo subido a ese árbol, ni hoy ni mañana ni el año que viene; porque, si lo vuelvo a ver ahí, le pongo un parte y llamo a su padre al momento.

Pero el muy burro se le enfrentó:

—Como si me quiere poner uno entero… —le dijo—. Ya se lo diré yo a mi padre, que le va a poner los ojos morados como dos berenjenas.

Por supuesto, estuvo dos semanas sin salir al recreo. Y su padre no le puso los ojos morados a la directora porque nunca se presentó en el colegio ni se dio por enterado. Lo dicho: Joaquín Torres era un fanfarrón que caía mal hasta de espaldas.



UN FLAMBOYÁN AL QUE LE GUSTABA LA MÚSICA

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UN FLAMBOYÁN AL QUE LE GUSTABA LA MÚSICA

 Mientras Alan recordaba a Joaquín, el tío Tranqui abrió los ojos y la caja de fósforos, sin dejar de tararearTararear Cantar una canción en voz baja y sin articular las palabras. su canción. Encendió los palitos parecidos a la canelaCanela Sustancia de color ocre rojizo, olor muy agradable y aromático, obtenida de la corteza de las ramas del canelo y otras plantas, que, en trozos o molida, es usada como condimento, particularmente de platos dulces. y extendió el humo que soltaba por todas las ramas del árbol. Se bajó del flamboyánFlamboyán Árbol de la familia de las leguminosas, oriundo de México, de tronco ramificado y flores abundantes y muy vistosas, de color rojo encendido., ahora con más dificultad —bajar no es lo mismo que subir, a punto estuvo de darse un porrazo—, y derramó el contenido de la bolsita, un polvo gris como ceniza, sobre las raíces. Dio varias vueltas alrededor del tronco y volvió a sentarse en el banco de madera. Cerró los ojos y en esa postura se quedó, rígido e inmóvil, como un perenquénPerenquén Lagarto de tamaño pequeño pero robusto, endémico de las Islas Canarias. viejo bajo el sol.

Alan le ordenó a Rufo que no ladrara para que el tío Tranqui no se diera cuenta de que lo observaban. De pronto, aunque parecía estar echándose un largo sueñecito, inesperadamente el tío abrió los ojos, dirigió la mirada hacia donde se escondían y les hizo un gesto para que se acercaran. Alan se quedó pálido como un helado de vainilla. Rufo corrió y se tumbó boca arriba junto al banco. El tío Tranqui le hizo cosquillas en la panza y en el cuello sin apartar la mirada taladradora de hombre viejo de su sobrino, que se resistía a acercarse. Hasta que Alan se aproximó y se sentó junto a él en silencio.

—¿Qué hay, chico? —preguntó sonriente—. ¿Estás de paseo con Rufo?

—Sí —dijo él con la vista clavada en las hojas secas del suelo. Mentía. Nunca salía tan temprano con Rufo, y menos de paseo.

—Es un perro muy cariñoso —soltó Tranqui sin dejar de acariciarle la panza.

—Sí, es cariñoso… —afirmó Alan. Y ahora no le mentía.

—¿A que es tu mejor amigo?

—Sí —contestó el pequeño mientras trazaba un círculo con la punta del tenis en el suelo.

—Pero tendrás más amigos, ¿verdad?

—No.

—¿Ni en el colegio?

—Tampoco.

—¿Y eso por qué?

Alan volvió a quedarse colorado de vergüenza. Le dio una patada a una piedra pequeña.

—Porque se ríen de mí. Y cuando me ven gritan: «AlanBrito, AlanBrito, carapeo, enanito raro».

El tío Tranqui soltó una carcajada. Su barriga parecía que iba a estallar al reírse; sin embargo, sus ojos eran dos estrellas azules y brillantes que lo miraban con simpatía.

—Tú no les hagas caso. Cuando yo tenía tu edad, los chicos del barrio me llamaban Calambrito porque era un niño muy nervioso. Pero yo pasaba, porque Brito es el apellido de nuestra familia y me sentía orgulloso de él —se quedó pensativo y después preguntó—: ¿O acaso piensas que eres un enano rarito?

Alan se encogió de hombros.

—No sé. Quizás un poco bajito sí que soy, pero rarito no —respondió borrando el círculo que había dibujado en el suelo.

Rufo miraba al tío Tranqui con la lengua afuera para que lo siguiera acariciando.

—¿Quieres que les diga algo a esos chicos para que no se metan más contigo? —le preguntó.

Alan negó rápidamente.

—No, no. Tengo diez años, sé defenderme solo.

El tío Tranqui sonrió.

—Vale, vale, no les diré nada. Pero tú no les hagas caso, que con el tiempo las cosas van cambiando, ya verás —sentenció guardando de nuevo la bolsa de tela en la riñonera—. Bueno, ¿y tú no tienes ninguna pregunta que hacerme?

Entonces Alan aprovechó para preguntarle lo que tanto deseaba saber.

—¿Por qué le cantas a ese flamboyán?

Se colocó la riñonera a la cintura y le dijo:

—Pues porque los árboles son seres vivos como nosotros y necesitan cuidados para crecer saludables. Por eso vengo por las mañanas a cantarle un ratito al flamboyán, que sé que le gusta. Lo mimoMimo Cariño, halago o demostración expresiva de ternura. con olores ricos y le echo calcio a las raíces para que crezcan fuertes. He aprendido muchas cosas de los árboles del Amazonas. Nos ayudan a sobrevivir, nos alimentan, nos dan cobijoCobijo Lugar que sirve de refugio. y nos curan de enfermedades. Hay que ser agradecido.

Entonces se levantó del banco dispuesto a regresar a la casa. Al observar que Tranquilino se iba, Rufo salió disparado moviendo el rabo. Alan, por el contrario, se quedó inmóvil. Le hubiera gustado seguir sentado para hacerle miles de preguntas sobre la selva que su tío conocía. Aunque, como siempre, su timidez pudo con él y se levantó obediente.

—¿No tienes hambre, chico? —Alan asintió—. ¿Sí? ¿Mucha, mucha hambre? —Alan volvió a asentir y el tío Tranqui rio—. Pues no se hable más. Vámonos a desayunar esa taza de leche calentita con gofio que se nos enfría.




LAS GAFAS MÁGICAS DE CRISTALES GRUESOS

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LAS GAFAS MÁGICAS DE CRISTALES GRUESOS

Esa misma tarde, ya casi de noche, Alan entró en su habitación para cambiarse de ropa antes de ir a cenar y vio sobre la mesilla unas gafas. Eran redondas, de cristales gruesos, pasta marrón y muy antiguas, aunque parecían perfectamente conservadas. Las miró con curiosidad. Se preguntaba de quién podían ser y cómo es que estaban en su habitación. Quizás fueran del tío Tranquilino, que siempre llevaba cosas extrañas en los bolsillos para atraer la suerte, pero no era costumbre de él entrar en su habitación. No podía ser.

Las cogió de la mesilla, se sentó en la cama y limpió la arena que llevaba incrustada en los cristales. Se animó a ponérselas. Al colocárselas sobre la nariz, todos los objetos de la habitación se volvieron borrosos: la mesa, la estantería, el póster de Los Simpson… Todo. Intentó ajustárselas y, al instante, una sucesión de imágenes casi reales pasaron fugacesFugaces Que desaparece con rapidez, de corta duración. ante él y, a la misma velocidad, desaparecieron ante sus ojos. Alan arrojó las gafas al suelo, atemorizado. Estas cayeron sobre la alfombra.

Tras unos segundos, se acercó lentamente y las observó desde todos los ángulos, como si fueran las gafas perdidas de un extraterrestre. No se habían roto al caer, tampoco se movían, no parecían tener pilas ni ningún otro artilugioArtilugio Mecanismo o artefacto, en especial mecánico. eléctrico que mostrara aquellas imágenes. Si las miraba bien, parecían unas gafas inofensivas y feas; pero no se iba a dejar engañar, podían ser peligrosas. Aun así, las recogió del suelo con precaución y se las volvió a colocar, con los ojos bien abiertos, a la espera de que sucediera algo sorprendente tras los cristales.

Fue entonces cuando se vio a sí mismo montado a lomos de un camello sobre unas dunas de arena brillante. Y no estaba solo, cabalgaba junto a una chica delgada de un extraño color rojizo. Con el pelo recogido en trenzas, collares al cuello, pulseras en las muñecas y una falda pequeña de piel de vaca. Debía de tener unos once años. Sin entender cómo, ya sabía que se llamaba Timba.

Timba lo miró sonriendo y, con su gesto, supo enseguida lo que ella deseaba: que la siguiera a través de las dunas. Alan pensó en darle una orden a su camello para que emprendiera la marcha: «¡Fúchate, camello, fúchate!», pero tampoco le hizo falta hablar. Tiró de las riendas y el animal empezó caminar ligero. Entonces comprendió que con aquellas gafas no le hacía falta articular palabras. Él sabía en todo momento lo que Timba deseaba hacer sin abrir la boca. Hasta el camello lo entendía. ¡Alan estaba flipando!

Siguió a Timba a través de las dunas, persiguiendo al sol del mediodía, sin saber a dónde lo llevaba. Rebasaron playas de arenas blancas y aguas limpias, terrenos con cenizas volcánicas, caminos polvorientos con multitud de cactus y lagartijas, y cuevas de altos techos que no parecían tener fin; hasta que llegaron a un valle en las faldas de una colina. Y en el valle, una aldea.

—Alan, no te lo vuelvo a repetir. Por segunda vez, ¡baja de inmediato a comer que la cena está preparada! —gritó su madre y Alan la oyó perfectamente.

Alan se quitó las gafas y volvió a la realidad de su habitación como si despertara de un sueño. Tardó en reaccionar. Guardó las gafas en la gavetaGaveta Cajón corredizo de los escritorios. de la mesilla y en ese momento decidió que aquel sería su secreto. Nadie sabría de la existencia de las gafas ni de lo que eran capaces de hacer. Sobre todo, Laura, que acostumbraba a curiosear por su habitación y se lo chivaría todo a sus padres.

En la cena, Alan escarbaba en la comida con el tenedor sin levantar la cabeza del plato. Al ver que no probaba bocado, su madre le replicó:

—Alan, cariño, ¿no te gustan los champiñones? ¿Te encuentras mal? Anda, come un poco, no te vas a ir a dormir con el estómago vacío.

Probó los champiñones para que su madre no le diera la lata y siguió escarbando en el plato. El tío Tranqui lo miraba de reojo, aunque hablaba con su hermano y su cuñada como si aquello no fuera con él. Con el plato a medias, Alan bostezó aparatosamente y pidió permiso para irse a dormir.

—Estoy muerto de sueño —se justificó.

—Anda, vete de una vez, pero no olvides llevarte una manzana —le dijo su padre.

Alan cogió una manzana del frutero y salió disparado a su habitación. Al entrar, cerró la puerta con llave. Estaba ansioso por ponerse las gafas. Abrió el cajón de la mesilla de noche y se las puso. Como por arte de magia, apareció ante un valle repleto de árboles que le señalaba Timba.

—En ese valle está mi casa —dijo sonriendo y emprendieron la marcha hacia la aldea.

El poblado de Timba, al que llamaban Kraal, era una aldea pequeña del desierto, de casas construidas con ramas flexibles, arena arcillosa y estiércol de vaca. Con un corral cercado de vacas, cabras y gallinas, un pozo de agua escarbado en la tierra y un pequeño terreno con hortalizas. Dentro de las casas había poca cosa: un fuego encendido para ahuyentar a los mosquitos, algunas vasijas de barro para cocinar o traer el agua y esterillasEsterillas Especie de alfombra usada para tomar el sol, hacer ejercicio u otros usos. en el suelo para dormir. Sin embargo, fuera sí había multitud de niños polvorientos que, al verlos llegar, entre risas y gritos, corrieron hacia los camellos para acariciarlos. Aquellos niños desconocían lo que era un televisor, una tableta de chocolate o un helado, pero parecían ser felices.

En el Kraal todos tenían el trabajo distribuido: las mujeres se encargaban de construir las casas, cuidar de los cultivos, cocinar para la comunidad y mantener encendido el fuego sagrado en honor al dios de la naturaleza, Aruna, al que adoraban. También empleaban su tiempo en untarse el cuerpo con grasa de animal y un polvo rojizo que obtenían de triturar una piedra que contenía hierro. Así se protegían del sol y de los fastidiosos mosquitos que sobrevolaban la aldea. De ahí, el color rojizo de Timba.

Los niños mayores se encargaban de cuidar a los más pequeños, de alimentar a las cabras y las gallinas. Y los hombres, de sacar las vacas a pastar y a beber agua, protegiéndolas del ataque de leones y hienas con sus flechas envenenadas. Pese a que utilizaban los camellos para el transporte diario, las vacas parecían ser lo más valioso que poseían. Les daban todo lo que necesitaban para sobrevivir. Algunas llegaban a medir hasta dos metros de alto.

Pero lo curioso era que, cuando tenían que tomar alguna decisión importante para la comunidad, lo hacían entre todos. Se reunían las mujeres, los hombres, los jóvenes y los más viejos, y decidían qué hacer en beneficio de la aldea. Eso le había contado Timba con orgullo mientras se acercaban al poblado.

Ese mismo día, tras el regreso de los hombres con el ganado, se reunieron ante la hoguera sagrada para celebrar la llegada del nuevo amigo de Timba. Se pintaron y adornaron el cuerpo con plumas, comieron carne de cabra asada, bebieron de un fruto llamado chuy y bailaron con Alan al son de las palmas y los tambores hasta que una luna resplandeciente asomó tras la colina. Entonces la noche se enfrió y todos se fueron retirando a sus respectivas chozas a descansar.

Alan durmió esa noche como un bebé junto a Timba, su madre y la abuela. Si les preguntabas, no sabían qué edad tenían, pero la abuela andaría con toda seguridad por los cien años.

Timba le había prometido que al día siguiente partirían hacia un lugar que le sorprendería.


LA COSTA DE LOS ESQUELETOS

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LA COSTA DE LOS ESQUELETOS

A la mañana siguiente, nada más despertarse, Alan se sobresaltó al mirar a su alrededor. Estaba en su habitación. Buscó las gafas bajo la almohada, a sus pies, bajo la cama y sobre la silla sin éxito. Cuando ya imaginaba que las manos diabólicas de su hermana Laura eran las responsables de su desaparición, las vio sobre la estantería. Se preguntó en qué momento las había dejado allí y dónde había dormido esa noche: ¿en la aldea de Timba o en su dormitorio? Era la primera vez que se hacía esa pregunta. De pronto había llegado a dos conclusiones: si se quitaba las gafas, siempre regresaría a su habitación; y, lo más importante, las gafas eran invisibles en el mundo de Timba.

Se las volvió a poner y, al momento, el sol caluroso del desierto le dio en la cara. Avanzaba sobre el camello a paso lento por un territorio de dunas pedregosas, estrechas gargantas y ríos secos. A lo lejos se veía el mar. Ahora su aspecto era distinto. Con la cara y el cuerpo untado con aquel pastoso ungüentoUngüento Ungüento: Sustancia con la que se unta el cuerpo o cualquier superficie. rojizo, unas sandalias, collares al cuello y un taparrabos como única vestimenta, parecía un adolescente del Kraal. Había crecido sin darse cuenta. Parecía más fuerte que antes. Sonrió. Su nuevo aspecto le gustaba.

Tras una larga caminata, llegaron a la Costa de los Esqueletos, un cementerio de barcos embarrancadosEmbarrancados Quedarse una cosa atascada en un barranco o en un atolladero y desperdigadosDesperdigados Separar las cosas que formaban un conjunto a través de kilómetros y kilómetros de arena blanca. Unos en la orilla del océano, otros sobre las dunas, como si el mar los hubiera arrastrado hasta allí y después hubiera desaparecido. Timba le contó que las agitadas aguas del mar y la densa bruma del lugar hacían encallar a los barcos en aquella costa, y que, en otros tiempos, habían sido motivo de pillajePillaje Robo, rapiña o estafa. para piratas y aventureros en busca de tesoros.

A Alan le pareció un lugar tenebrosoTenebroso Que está oscuro o en tinieblas.. Solo se oía el silbido del viento arrastrando la arena y el estruendo de las olas que se formaban en el mar. Al fondo, cientos de esqueletos de embarcaciones abrasados por el sol, ahora sin ningún interés para nadie, ni siquiera para las hambrientas gaviotas que habían dejado de revolotear sobre la playa.

Nadaron hacia uno de los barcos, el que parecía estar mejor conservado, y ascendieron hasta la cubierta por unas escalinatas herrumbrosasHerrumbrosas Que tiene herrumbre. Oxidadas. a punto de desbaratarseDesbaratarse Estropearse.. Una bruma densa se extendía por toda la cubierta y se filtraba por los ojos de bueyOjos de buey Ventanillas en forma de orificios circulares practicados en las mamparas exteriores de los barcos, cámaras industriales, aviones, ... de aquel barco a la derivaDeriva Sin gobierno, dirección o rumbo fijo. ya sin tripulación. Las olas encrespadas lo azotaban con crudeza por barloventoBarlovento Parte de donde viene el viento respecto a un punto o lugar determinado., moviéndolo de un lado a otro.

Bajaron y curiosearon por el barco: por los camarotes de los oficiales, que estaban desordenados; por la sala de máquinas, por el comedor de la tripulación… Sin embargo, cuando llegaron a la cocina, algo les inquietó. Los calderos permanecían calientes, aunque no había comida en su interior, y la mesa estaba preparada con platos y vasos, como si se esperara a una tropaTropa Multitud o reunión de gran número de personas. para comer. Y aún les faltaba lo más extraño por ver. Cuando visitaron el puesto de mando del capitán, una taza de café humeante y recién puesta descansaba junto al timón. Miraron para todos lados. Les pareció ver una sombra fugaz que pasaba de largo tras los cristales del puesto de mando. Un escalofrío les recorrió el cuerpo. ¿Alguien vivía en aquel barco?

Al instante, oyeron el ruido ensordecedor de unos hierros retorcidos y el ronquido apagado de un motor. De pronto, el barco se balanceó como si intentara desclavarse de donde estaba encallado. Salieron a cubierta para ver de dónde salían los crujidos y fue entonces cuando se toparon con ellos: tres hombres demacradosDemacrados Provocar que una persona se adelgace o adquiera un aspecto enfermizo. como la muerte con sus ropas de piratas hechas añicos y una mirada aterradora.

Al ver a Timba y a Alan de frente, soltaron un largo gruñido. Corrieron hacia ellos con las manos sobre las espadas que les colgaban de la cintura, sin pisar el suelo, pues parecían volar sobre la cubierta en vez de caminar como cualquier ser humano.

No les hizo falta más. Alan cogió a Timba de la mano, que se había quedado paralizada ante aquella visión espeluznante, y corrieron a lo largo de la cubierta como almas que lleva el diablo. Descendieron por las escalinatas herrumbrosas del barco, se tiraron al mar embravecido y nadaron, nadaron lo más rápido que pudieron, alejándose de aquel navío fantasma hasta llegar a la orilla y tirarse agotados sobre la arena.

Aún sin aliento, observaron cómo el barco se iba estabilizando y comenzaba a navegar lentamente hasta desaparecer por alta mar, como si no hubiera estado encallado durante décadas en aquella costa.

Impresionados por la experiencia —nunca más volverían a la Costa de los Esqueletos, no deseaban luchar contra algo que no comprendían—, decidieron regresar al Kraal antes de que cayera la noche. Las noches del desierto eran muy frías y ninguno de los dos había llevado pieles para cubrirse. Había que darse prisa, así que alentaron a los camellos a correr.


ALAN, EL NIÑO NAVEGANTE

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ALAN, EL NIÑO NAVEGANTE

Los días en el Kraal pasaban lentos.

Alan aprendió a ordeñar las cabras del corral y a reconocerlas por su nombre, a cortar leña para la hoguera sagrada y a beber chuy mientras cuidaba de ella. Se construyó un arco de bambú y unas flechas, y aprendió a lanzarlas y a competir con otros niños hasta convertirse en uno de los más hábiles arqueros del Kraal. Los adultos lo invitaron a acompañarlos con las vacas a los abrevaderosAbrevaderos Sitio al aire libre donde va a beber el ganado o la caballería. y, de paso, cazar algún animal salvaje para alimentar a la comunidad. Entonces observó cómo los animales reconocían a su dueño por el silbo e iban a su encuentro si estaban dispersos.

Por si fuera poco, Timba le había confeccionado un carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. de cuero para guardar el arco y las flechas, y los ancianos, un cuchillo elaborado con una piedra afilada. Se acostumbró a llevar el cuchillo a la cintura —acompañado de las gafas— y el carcaj con el arco y las flechas a la espalda. Con todo esto, Alan se sentía satisfecho. Le agradaba tener amigos que lo protegieran y pocas cosas por las que atemorizarse.

No obstante, guardaba un secreto: cuando oía la voz de alguno de sus padres, se quitaba las gafas, desaparecía de inmediato del Kraal y se transportaba de nuevo a su habitación con el carcaj de cuero a la espalda, el arco de bambú y las flechas, que, sin saber por qué, nunca desaparecían y que él guardaba rápidamente bajo la cama para ocultárselo a la familia.

Un día Timba le preguntó:

—Alan, ¿en tus tierras hay vacas?

La pregunta le sorprendió y respondió precipitadamente:

—Sí, claro que hay vacas, aunque son más pequeñas que las de tu aldea. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque siempre desapareces cuando le tienes que echar de comer a las vacas. ¿Tus tierras son muy grandes?

—Bueno, sí… Llegan hasta donde el sol desaparece de la vista —contestó.

—Ahhh… ¿Puedo ir contigo a verlas?

—A lo mejor algún día —mintió.

Mientras hacía un dibujo en la arena con el dedo y sin levantar la cabeza, Timba preguntó:

—Dicen los ancianos que eres el hijo del dios Aruna. Que puedes traer la lluvia a la aldea y hacer crecer los pastos. Te llaman el niño navegante. ¿Es cierto eso? ¿Eres el hijo de Aruna?

—Yo no soy el hijo de ningún dios, no puedo traer la lluvia, ni tampoco soy un navegante. Solo soy un niño de otras tierras.

—¿Y por qué puedes desaparecer cuando quieres?

Alan inventó una respuesta improvisada.

—Yo no desaparezco de ningún lugar. Me gusta caminar por las dunas cuando estoy solo y nadie me ve —sabía que no convencería a Timba y evitó el tema—. Mira, voy a darle el pasto a las cabras, que deben de estar desesperadas por comer.

Y salió hacia el corral para esquivar las insistentes preguntas de su amiga.

—Alan, ¿cómo quieres que te lo diga? Sal de una vez de la habitación y acompaña al tío Tranqui a pasear al perro —la voz autoritaria de su madre le gritaba desde el salón.

Alan dejó de alimentar a las cabras, se puso las gafas y bajó a toda velocidad hacia el jardín de su casa. Rufo se abalanzó sobre él, lo olisqueó y movió el rabo como si hubiera pasado años sin verlo.

—Alan, ¿te vienes a dar un paseo conmigo? —le preguntó el tío Tranqui, sentado en el jardín.

—Vale, vamos. ¡Rufo, coge la pelota!

Se la tiró tan lejos que Rufo corrió tras la pelota como si se le escapara un tesoro.

—Caramba, Alan, déjame mirarte… —y le tocó los músculos del brazo para bajar a la barriga y hacerle cosquillas mientras exclamaba—: ¡Pero, muchacho, qué fuerte te has puesto!

Alan, huyendo de las cosquillas, salió corriendo y lo esperó más adelante.

Cuando estuvo de nuevo a su lado, el tío Tranquilino le confesó:

—Me voy la semana que viene. ¿Te lo ha dicho tu madre? El cole empieza pronto y yo tengo responsabilidades que atender. Ya es hora de que me marche.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¡No se lo esperaba! Todas las cosas buenas que le habían pasado aquel verano habían ocurrido desde que Tranqui llegó a la casa. Temió volver a ser el chico tímido y cobarde de antes al que le llamaban AlanBrito en el recreo.

LOS MATUMA, ENEMIGOS DEL KRAAL

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LOS MATUMA, ENEMIGOS DEL KRAAL

Cuando se puso las gafas de nuevo, habían transcurrido varios días en el Kraal y la comunidad, alarmada, se había reunido para tomar medidas urgentes ante los últimos acontecimientos. A media tarde habían desaparecido dos niños de la aldea sin que nadie lo advirtiera y se habían presentado algunos voluntarios para ir en su búsqueda. Se sospechaba que habían sido los matuma, una tribu guerrera enemiga del Kraal y de otras aldeas cercanas que se llevaban a los niños para hacerlos trabajar en las minas de diamantes. Los más pequeños eran menudos y podían deslizarse fácilmente por las grietas estrechas de las minas.

Era un gran negocio. Vendían los diamantes extraídos de las minas a los joyeros o a los mafiosos extranjeros y, con el dinero ganado, compraban armas para robarles las tierras y los cultivos a las tribus de la zona. Eso, o cabía la posibilidad de que los niños hubieran salido a jugar fuera de la aldea y unos animales hambrientos se los hubieran llevado al interior del desierto para devorarlos. Aun así, el grupo de búsqueda había partido el día anterior de la aldea y, entre ellos, estaba Timba.

Al conocer lo sucedido en la comunidad, Alan no dudó en partir del Kraal para alcanzarlos lo más pronto posible y unirse a ellos. Se enfundó en una piel de cabra para resguardarse de las tormentas de arena, que eran frecuentes, y del frío de la noche; enganchó a la montura del camello una bolsa con queso, pan y un recipiente con agua; y con el cuchillo a la cintura y las gafas, las flechas y el arco a la espalda, partió hacia las despobladas y extensas dunas del desierto. Había decidido viajar de noche, guiado por las estrellas, y descansar de día para evitar el sol ardiente del arenal. Así avanzaría por la noche y, probablemente, daría con el grupo.

Anduvo kilómetros y kilómetros sin detenerse, envuelto en el silencio de la noche, que solo se veía alterado por las risas lejanas de unas hienas salvajes que parecían ir tras los pasos de su camello.

Al alba, una llovizna inesperada le mojó los hombros y cayó sobre la arena sedienta, humedeciéndola. Al momento, como por un milagro prodigioso, surgieron de la arena miles de flores amarillas, naranjas y rojas, alfombrando la llanura hasta donde sus ojos alcanzaban a ver. Cientos de mariposas, abejas y pájaros surgieron sin saber de dónde, revoloteando sobre las flores y la hierba mojada. El paisaje se llenó de vida. El griterío de los pájaros era ensordecedor. El colorido de las mariposas, insuperable. Se detuvo a contemplar, hechizado, la hermosura del desierto. Sin embargo, continuó andando, no fuera a ser que las hienas salvajes los alcanzaran a él y a su camello al llegar el día.

Buscó un refugio seguro donde dormir y lo encontró al aproximarse a unos macizosMacizos Conjunto de montañas que forma una unidad. rocosos. Era una cueva fresca que lo protegería del calor que se avecinaba. Entró con el camello y cerró la entrada con piedras y ramas secas para impedirle el paso a las hienas. Una vez dentro, hizo una hoguera para ahuyentar la oscuridad y se comió un trozo de queso y pan junto al fuego. Luego, extendió la piel de cabra sobre aquel suelo duro e intentó dormir.

A pesar de intentarlo repetidas veces, no podía pegar ojo. Le preocupaban los matuma, unos hombres con mirada de escorpión venenoso que no le temían a nada, y menos a unos chicos con arcos y flechas que no sabían de armas de fuego, ni de nada parecido. Los matarían en un abrir y cerrar de ojos.

Estuvo largo tiempo pensando en una manera de ayudarlos. Hasta que, después de darle muchas vueltas al problema, dio con una idea genial. Se pondría las gafas y regresaría a su casa. Bajaría al garaje y, sin que nadie lo oyera, cogería los petardos de la Navidad anterior que su padre guardaba en la estantería. Los estallaría, eso los haría poderosos ante los matuma y quizás, con un poco de suerte, huyeran alarmados. Los matuma eran unos ladrones supersticiosos. Creerían que el estrépitoEstrépito Ruido muy fuerte nos despertó un gran estrépito que procedía de la calle. producido era una señal divina, que traería el caos, y abandonarían a los niños. Exacto, eso haría. Guardaría los petardos en el carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro., donde podía llevar varios objetos de un lado a otro, y regresaría de nuevo.

Se puso las gafas y, como había previsto, desapareció la cueva. La familia dormía plácidamente en sus habitaciones, así que no tuvo problemas para moverse por la casa, excepto por una cosa: la obstinaciónObstinación Actitud del que se mantiene en sus ideas, opiniones o deseos aun en contra de razones convincentes. de Rufo. Al verlo, lo persiguió por toda la casa hasta que Alan dio con lo que buscaba al fondo del garaje, en la estantería metálica. Metió los petardos en el carcaj, se puso las gafas y desapareció de nuevo ante la mirada sorprendida del perro. Entonces, Rufo entendió que Alan jugaba a esconderse y empezó a husmear buscándolo por el salón, en la cocina y los alrededores hasta el día siguiente, sin éxito.

UNA CIUDAD PERDIDA EN EL DESIERTO

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UNA CIUDAD PERDIDA EN EL DESIERTO

Después de regresar a la cueva y dormir a pierna suelta durante todo el día, Alan retomó el camino por el desierto la segunda noche con la confianza de que las hienas salvajes se hubieran aburrido de seguirle.

Había soñado que Timba le cantaba su canción. Ella le relataba en el sueño que en el Kraal cada niño tenía una canción propia que sus padres le habían compuesto antes de nacer, y que cada uno reconocería y cantaría a lo largo de toda su vida. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que Timba siempre le tarareaba una canción, la suya, cuando deseaba encontrarse con él. Si oía esa canción, aunque estuviera con sus padres, Alan se alejaba de ellos, se colocaba las gafas y aparecía ante Timba con la rapidez de un rayo. Ese día la oyó cantar en sueños. Intuyó que Timba no podía estar muy lejos.

Después de andar durante horas bajo una noche helada y por caminos polvorientos, el camello se detuvo en seco, miró al frente y berreó con insistencia. Ante la obstinaciónObstinación Actitud del que se mantiene en sus ideas, opiniones o deseos aun en contra de razones convincentes. de Alan para que continuara, emprendió de nuevo el camino. Al poco, aceleró el paso como dominado por una locura repentina y no paró hasta llegar a un río. Había olido el agua desde lejos. Hipopótamos, elefantes, gacelas, monos y una caravana de camellos sedientos bebían de la multitud de charcas formadas por el río. Con tan buena suerte que en sus orillas divisó una hoguera y ante ella, a Timba, acompañada por tres jóvenes del Kraal.

Sintió una alegría inmensa. Sonrió. Se quitó la piel de cabra de los hombros, saltó del camello y corrió hacia el grupo. Se sentó ante la hoguera discretamente. Al verlo, Timba soltó un grito y se levantó a abrazarlo. Luego le presentó a sus acompañantes: Tabata, el joven gacela, como lo llamaban en la aldea por su agilidad al correr; Eneko, astuto y silencioso como una serpiente; y Kamal, el hombre águila, por su visión prodigiosa. Los jóvenes se levantaron de inmediato a saludarlo, sorprendidos por la presencia en el río del niño navegante, del que tanto había oído hablar.

Lo invitaron a comer. Le habían quitado la piel a una serpiente que cortaron en trozos, ensartaron en un palo y asaron en la hoguera. El resto del animal lo habían puesto a secar en lo alto de una palmera porque se trataba de una carne muy valiosa para acarrearla hasta el Kraal. Le atribuían poderes curativos. Alan aceptó la invitación. Tenía curiosidad por probar la carne de una serpiente. Cogió un trozo asado, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente para descubrir con decepción que no era nada del otro mundo. Era una carne dura, desabrida y con un vago sabor a pollo quemado.

Al concluir la comida, bajo las estrellas, Alan les enseñó los petardos que guardaba en el carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro.. Les habló de su utilidad, de las precauciones que debían tener con ellos —en una mano eran muy peligrosos— y trazaron un plan para usarlos si se encontraban con los matuma. Parecía un plan arriesgado, lo sabían, pero si les salía bien recuperarían a los indefensos niños a la velocidad de un lince.

Al día siguiente, se despertaron temprano, desayunaron dátiles y leche de cabra, llenaron los recipientes con agua y emprendieron la marcha hacia la costa donde estaban situadas las minas y donde probablemente encontrarían a los niños. Alan les ofreció su camello para facilitarles el camino. Él andaría a pie.

A media mañana, Tabata se adelantó al grupo para observar si la ruta que seguían era la acertada y ver si, por casualidad, los matuma se encontraban por los alrededores. Corría veloz como una gacela. Desapareció tras unas dunas y, al rato, regresó con una sonrisa en los labios: a unos pocos kilómetros de allí había visto un poblado pequeño con una veintena de casas, una iglesia, una plaza, algunos animales sueltos y niños en la calle. Aunque le resultaba extraño ver un pueblo como aquel en una hondonada del desierto, era sorprendente, les confesó desconcertado. El descubrimiento de la aldea les llenó de confianza, por lo menos podrían descansar bajo la sombra de algún árbol frondoso, que era lo único que deseaban en esos momentos.

El primero en avistar el pueblo fue Kamal, con su visión aguda de águila, e hizo un gesto con el índice, señalándolo. A esas horas de la mañana, el sol caía feroz sobre las calles sin asfaltar de la aldea, de apariencia fantasmal. Transitaron por delante de unas casas abandonadas y devoradas por la arena, con las ventanas y las puertas desvencijadasDesvencijadas Separar las partes de una cosa de modo que ésta pierda su firmeza o su cohesión.. Luego rebasaron otras viviendas más conservadas y, en apariencia, ocupadas. Más allá, se cruzaron con un hombre que daba de beber a sus camellos en un abrevadero con la camisa empapada de sudor. Algunos hombres, la mayoría ancianos, jugaban al dominó con movimientos lentos bajo la sombra del único árbol que había en la plaza. La escasa población de aquel lugar parecía languidecerLanguidecer Padecer una persona languidez o pérdida del ánimo. atontada por el calor del día y el aburrimiento. Ni siquiera los niños que se dejaban ver jugaban entre ellos, ni con los perros ni las gallinas que corrían a su alrededor.

El silencio se había hecho mayor a medida que recorrían la aldea. Los viejos dejaron de jugar al dominó, alzaron la vista y los miraron con desconfianza. Coincidiendo con los ancianos, los camellos que bebían comenzaron a berrear alterados y los niños, sucios y casi desnudos, desaparecieron al instante de las calles. Sin embargo, las ventanas se tornaron a medio abrir, en una actitud hostilHostil Que es contrario o no favorable a una persona o a una determinada acción., al circular entre las viviendas habitadas. Entonces miraron con desconsuelo la sombra del árbol de la plaza, ocupada por los ancianos. Necesitaban descansar. El calor y la sed los atormentaba. Decidieron entrar en la iglesia en busca de sombra y, si fuera posible, de un poco de agua y algo de comer. Dejaron el camello en la puerta y accedieron al interior.

EL PADRE JUSTINIANO

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EL PADRE JUSTINIANO

En el interior, un hombre de aspecto corpulento, barba y pantalón corto limpiaba el rostro de la Virgen subido a una escalera. La iglesia no era excesivamente grande. Contaba con un ventanal de colores, doce bancos de madera, una virgen empotradaEmpotrada Meter una cosa en una pared o en el suelo, asegurándola con obra de albañilería. en la pared, un altar con azucenasAzucenas Denominación que se da a diversas plantas liliáceas, apocináceas, amarilidáceas y orquídeas, de las que la más conocida es la azucena común. de plástico y una torre con un humilde campanario. El aire en la iglesia corría agradable. Olía milagrosamente a azucenas frescas.

Al oírlos entrar, el hombre giró la cabeza desde lo alto de la escalera y los miró extrañado. Descendió con agilidad, secándose el sudor de la cara con un pañuelo.

—Buenos días, hijos míos. Soy el padre Armando Justiniano, aunque en esta aldea se me conozca por don Justi. ¿En qué puedo servirles? —preguntó con las mejillas encendidas.

—Buenos días, padre. Me llamo Alan Brito y estos son mis compañeros: Timba, Tabata, Eneko y Kamal. Vamos de camino hacia la costa, pero si nos da cobijoCobijo Lugar que sirve de refugio. por unas horas y algo de comer le estaríamos muy agradecidos —respondió Alan con amabilidad.

—¿Y qué se les ha perdido por la costa, hijos míos?

Alan dudó si confesarle el motivo del viaje. Miró a sus agotados amigos y comprendió que tenía que ganarse la confianza de aquel cura para que los ayudara. Y solo se la podía ganar con la verdad.

—Buscamos a unos niños pequeños, padre. Creemos que los han raptado los matuma —confesó.

Don Justi se quedó pensativo y, tras unos segundos, dijo:

—¿Los matuma? —negó con la cabeza—. Se han topado con una gente muy mala, hijos míos. Cogen a los pequeños para sus dichosas minas, los niños se van quedando ciegos por los vertidos tóxicosVertidos tóxicos Se entiende por vertido toda emisión directa o indirecta de sustancias que pueden contaminar las aguas. y, cuando ya no sirven para nada, los abandonan en el desierto. Hemos recogidos a docenas de niños vagando por ahí, ciegos y desorientados, y la tristeza con que llegan es incurable.

Entonces entendieron por qué había tantos pequeños vagando sin rumbo por la aldea y por qué no jugaban entre ellos. Estaban ciegos.

—No queremos que les pase eso a los nuestros, padre. Por eso vamos hacia la costa, donde están las minas. Cogeremos a los matuma por sorpresa y los recuperaremos.

Don Justi los miró fijamente y se apiadó de ellos. No era tarea fácil para unos jóvenes inexpertos. Necesitarían algo más que suerte.

—Bueno, acomódense en los bancos y descansen un poco. Ya veré yo qué puedo hacer por ustedes —guardó la escalera, se arrodilló, se persignó ante el altar y salió de allí apresuradamente.

Ellos se habían acomodado en los bancos y perdieron la noción del tiempo hasta que el cura regresó a la iglesia con un saco de arpilleraArpillera Tela muy basta de estopa usada para hacer sacos y cubiertas. al hombro. Había visitado las viviendas del pueblo casa por casa y había convencido a sus feligresesFeligreses Persona que pertenece a una parroquia. para que le dieran una pequeña aportación por caridad a unos arrepentidos que peregrinaban por el desierto. Y los aldeanos le habían creído, como si el que les pidiera limosna fuera el mismísimo Moisés.

El saco de arpillera contenía panes, quesos, frutos secos, aguacates y plátanos. Un paquete de sal, repelente de mosquitos, velas y algunas cajas de fósforos. Y, por último, les mostró lo mejor de aquel botín de bondad: dos cuchillos recién afilados, un machete, tres mantas deshilachadas y dos cepillos de dientes usados.

Alan y Timba se miraron preocupados. Temían que el cura hubiera contado más de lo debido. Por eso, Timba preguntó con el ceño fruncido:

—Don Justi, no le habrá contado a alguien el motivo de nuestro viaje, ¿verdad?

—No, hija mía, no te preocupes. Nadie sabe nada de nada, aunque uno a estas alturas tenga sus mañasMañas Habilidad para hacer una cosa bien o con facilidad. para tocar el corazón y la generosidad de la gente. Sé muy bien que en este pueblo hay familias que viven de negociar con los matuma. Intercambian armas por diamantes sin ir más lejos… —los chicos se quedaron helados—. Pero no queremos que los matuma se enteren de que en este pueblo hay unos chicos que son una amenaza para ellos, ¿verdad? No teman, que de este hijo del Señor no ha salido ni una palabra que lo ofenda.

Don Justi volvió a apoyar la escalera a la pared mientras los chicos bebían y comían, retomando el trabajo de quitarle el polvo a la Virgen con la satisfacción de haber llevado a cabo un acto de caridad inesperado. Entonces, empujado por la euforia que sentía, comenzó a contarles a gritos desde lo alto de la escalera la historia de aquella aldea que estuvo a punto de desaparecer bajo la arena del desierto.

Les contó que en otros tiempos aquel había sido un pueblo rico y opulentoOpulento Que es abundante o muy desarrollado., lleno de señores elegantes y mineros codiciososCodiciosos Que tiene ansia de riquezas. venidos de distintos países de Europa, porque bastaba con remover la arena con un cubo para llenarlo de cientos de diamantes caros y luminosos. Que tenía casino, un hospital con médicos y enfermeras, una escuela con niños saludables, cientos de viviendas señoriales y hasta un tren a vapor para trasladar la valiosa carga desde las minas.

Pero inesperadamente, como un castigo de Dios por su codicia, los diamantes se agotaron —arrugó el ceño—, lo que atrajo el odio y la pobreza entre la gente, y la población emigró hacia tierras más ricas en diamantes en apenas unos meses. Sin embargo, algunos mineros y sus familias se negaron a partir. Ahora son ancianos y no hay quien los mueva de aquí. Y a la escasa población de la aldea se le han sumado estos niños ciegos que ya no tienen a dónde ir.

—Es una pena, hijos míos, una gran pena, lo rico que fue este pueblo y lo que es ahora… —concluyó don Justiniano con la tristeza reflejada en sus ojos.

EL ENCUENTRO CON LOS MATUMA

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EL ENCUENTRO CON LOS MATUMA

Tras unas horas en la iglesia y después de ser bendecidos por don Justi, emprendieron la marcha con el saco de víveres al lomo del camello. Partieron cuando los viejos dormían la siesta y tanto los niños como las gallinas se protegían del sol bajo el techo de las casas o de los gallineros. Por las calles del caserío no se veía ni a un perro. A esas horas de la tarde solo se atrevían a salir los fantasmas de sus viejos parientes.

Se alejaron cautelosos y llegaron al desierto. Les preocupaba que se presentara una noche fría o tormentosa y aceleraron el paso hacia la costa. A medida que se acercaban a ella, el paisaje iba cambiando: las dunas de color cobre desaparecieron ante sus ojos y un suelo de gravillaGravilla Piedra o roca machacada o triturada, cuyos elementos tienen un grosor de unos diez milímetros. fue sustituyendo a la arena rubia y brillante. Aparecieron montañas rocosas con robustos cactus y cientos de esqueletos de acacias que tuvieron que esquivar.

Alan estaba inquieto. Había oído por tercera vez la llamada lejana de su madre —audible solo para él—, que le pedía bajar a desayunar. Le tentó la idea de sacar las gafas del carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro., ponérselas sin que nadie lo viera y pegarse un gran desayuno en su casa. Imaginó un pan enorme untado con mermelada de fresa y una taza llena de chocolate espeso. El hambre le hacía dudar. Además, sus padres y el tío Tranqui estarían extrañados por su ausencia.

Dudó por segunda vez. Era tentador pensar en un trozo de pan con mermelada, pero al final, con mucho esfuerzo, rechazó esa idea tan seductora. No era oportuno desaparecer ante todos, y menos en un lugar tan apartado. Tendría que darles algunas explicaciones a Timba y a los chicos del Kraal. Nunca lo entenderían.

Cuando disminuyó la luz del día, el aire comenzó a refrescar sobre las lomas rocosas del desierto. Alan le colocó a Timba la piel de cabra sobre los hombros. Ella le sonrió agradecida.

—Ssshhh… Silencio —dijo inesperadamente Tabata con el índice sobre los labios—. ¿No oyen voces?

Todos se quedaron inmóviles, como estatuas de piedra, atentos al más mínimo ruido.

—Sí, es verdad —dijo Timba con un hilo de voz—. Se oyen voces y huele a carne quemada.

—Kamal, ¿por qué no subes allí y vas a ver? —le pidió Tabata en el mismo tono, señalándole un cerro de rocas.

Alan le ofreció a Kamal uno de los cuchillos de la bolsa de don Justiniano.

—Toma. A lo mejor te hace falta.

Kamal se colocó el cuchillo a la cintura. Con la agilidad de un mono, subió por el peñasco, roca tras roca, hasta llegar a la cima y desaparecer de la vista de todos. Transcurrieron diez, tal vez quince minutos —cada instante se les hacía eterno— hasta que Kamal descendió con el temor en la cara.

—Sí, son los matuma —afirmó con la respiración entrecortada—. Están en un desfiladero que hay más abajo, a unos pocos metros. Son tres hombres y yo diría que están borrachos. A los pequeños no los he visto por ninguna parte. Puede ser que estén dentro de una cueva que hay en el desfiladero —se sentó en una roca a descansar.

Se miraron indecisos hasta que Alan rompió el silencio que reinaba entre ellos.

—Pues, ya está. Es el momento. No vamos a tener otra oportunidad como esta —sentenció decidido.

Todos asintieron ante la determinación de Alan. Si aquellos hombres estaban borrachos, no tendrían voluntad para defenderse y sería la mejor —quizás la única—, oportunidad de rescatar a los niños. Fueron hasta el camello, atado tras unos arbustos, y sacaron de la bolsa los objetos que podían serles de utilidad.

Eneko cogió el otro cuchillo y Alan, los fósforos. Comprobó si los petardos que llevaba en el carcaj estaban en buen estado para ser estallados. Timba tensó el arco y contó las flechas que tenía. Y Tabata calentó los músculos de sus piernas, dispuesto a correr como si un enorme león lo persiguiera.

El aire comenzaba a helar. Presintieron que aquella iba a ser una noche muy larga y peligrosa.