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EL ENCUENTRO CON LOS MATUMA
Tras unas horas en la iglesia y después de ser bendecidos por don Justi, emprendieron la marcha con el saco de víveres al lomo del camello. Partieron cuando los viejos dormían la siesta y tanto los niños como las gallinas se protegían del sol bajo el techo de las casas o de los gallineros. Por las calles del caserío no se veía ni a un perro. A esas horas de la tarde solo se atrevían a salir los fantasmas de sus viejos parientes.
Se alejaron cautelosos y llegaron al desierto. Les preocupaba que se presentara una noche fría o tormentosa y aceleraron el paso hacia la costa. A medida que se acercaban a ella, el paisaje iba cambiando: las dunas de color cobre desaparecieron ante sus ojos y un suelo de gravillaGravilla Piedra o roca machacada o triturada, cuyos elementos tienen un grosor de unos diez milímetros. fue sustituyendo a la arena rubia y brillante. Aparecieron montañas rocosas con robustos cactus y cientos de esqueletos de acacias que tuvieron que esquivar.
Alan estaba inquieto. Había oído por tercera vez la llamada lejana de su madre —audible solo para él—, que le pedía bajar a desayunar. Le tentó la idea de sacar las gafas del carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro., ponérselas sin que nadie lo viera y pegarse un gran desayuno en su casa. Imaginó un pan enorme untado con mermelada de fresa y una taza llena de chocolate espeso. El hambre le hacía dudar. Además, sus padres y el tío Tranqui estarían extrañados por su ausencia.
Dudó por segunda vez. Era tentador pensar en un trozo de pan con mermelada, pero al final, con mucho esfuerzo, rechazó esa idea tan seductora. No era oportuno desaparecer ante todos, y menos en un lugar tan apartado. Tendría que darles algunas explicaciones a Timba y a los chicos del Kraal. Nunca lo entenderían.
Cuando disminuyó la luz del día, el aire comenzó a refrescar sobre las lomas rocosas del desierto. Alan le colocó a Timba la piel de cabra sobre los hombros. Ella le sonrió agradecida.
—Ssshhh… Silencio —dijo inesperadamente Tabata con el índice sobre los labios—. ¿No oyen voces?
Todos se quedaron inmóviles, como estatuas de piedra, atentos al más mínimo ruido.
—Sí, es verdad —dijo Timba con un hilo de voz—. Se oyen voces y huele a carne quemada.
—Kamal, ¿por qué no subes allí y vas a ver? —le pidió Tabata en el mismo tono, señalándole un cerro de rocas.
Alan le ofreció a Kamal uno de los cuchillos de la bolsa de don Justiniano.
—Toma. A lo mejor te hace falta.
Kamal se colocó el cuchillo a la cintura. Con la agilidad de un mono, subió por el peñasco, roca tras roca, hasta llegar a la cima y desaparecer de la vista de todos. Transcurrieron diez, tal vez quince minutos —cada instante se les hacía eterno— hasta que Kamal descendió con el temor en la cara.
—Sí, son los matuma —afirmó con la respiración entrecortada—. Están en un desfiladero que hay más abajo, a unos pocos metros. Son tres hombres y yo diría que están borrachos. A los pequeños no los he visto por ninguna parte. Puede ser que estén dentro de una cueva que hay en el desfiladero —se sentó en una roca a descansar.
Se miraron indecisos hasta que Alan rompió el silencio que reinaba entre ellos.
—Pues, ya está. Es el momento. No vamos a tener otra oportunidad como esta —sentenció decidido.
Todos asintieron ante la determinación de Alan. Si aquellos hombres estaban borrachos, no tendrían voluntad para defenderse y sería la mejor —quizás la única—, oportunidad de rescatar a los niños. Fueron hasta el camello, atado tras unos arbustos, y sacaron de la bolsa los objetos que podían serles de utilidad.
Eneko cogió el otro cuchillo y Alan, los fósforos. Comprobó si los petardos que llevaba en el carcaj estaban en buen estado para ser estallados. Timba tensó el arco y contó las flechas que tenía. Y Tabata calentó los músculos de sus piernas, dispuesto a correr como si un enorme león lo persiguiera.
El aire comenzaba a helar. Presintieron que aquella iba a ser una noche muy larga y peligrosa.