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LA LLEGADA AL KRAAL
Cuando se presentó en el río, Timba y Eneko se estaban bañando. Los niños correteaban tras los pájaros. Y tanto Tabata como Kamal conversaban bajo una palmera, quizás extrañados por la ausencia de Alan. Al verlo, se acercaron rápidamente para preguntarle a dónde había ido.
—Fui a dar un paseo —dijo Alan evasivo mientras se dirigía a reavivar el fuego de la hoguera. Cogió agua del río y la puso a calentar. Ellos lo siguieron con curiosidad, preguntándose qué iba a hacer.
Alan sacó del carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. dos sobres de sopa y los preparó como había visto hacer a su padre en las excursiones. Les echó agua caliente a dos vasos, disolvió el contenido de los sobres y se los ofreció a Tabata y Kamal. Dieron un sorbo con desconfianza, se tomaron unos segundos para saborearla —Alan estaba atento, la sopa era de verduras—. Se la bebieron toda y enseguida extendieron los vasos para repetir. Alan sonrió satisfecho.
Al acercarse los niños, distribuyó una tableta de chocolate entre los dos. Cuando Timba y Eneko regresaron de bañarse, volvió a calentar agua y les ofreció la sopa. Por último, compartió la segunda tableta de chocolate entre todos. Eso les daría energía.
Recogieron lo poco que poseían y emprendieron la marcha siguiendo el curso del río. Sin embargo, a medida que avanzaban, el sol les atizaba con más fuerza. Y aquel río, que había sido caudaloso y fresco en su momento, se fue secando poco a poco hasta desaparecer sobre la tierra ante el temor de todos. Solo unos pocos árboles seguían fielmente el cauce del río, convertido ahora en un lecho lodosoLodoso Que está lleno de lodo (barro). de animales muertos y pequeñas piedras.
A veces, se veían caminando por profundas dunas en donde los caballos enterraban las patas y resultaba agotador desenterrarlas; otras, en cambio, avanzaban por caminos pedregosos y estrechas gargantas que lastimaban los pies de los chicos del Kraal. A lo lejos se observaba un mar embravecido, la Costa de los Esqueletos, que ellos trataron de evitar por no toparseToparse Encontrar una persona o cosa con un obstáculo que impide su avance o desarrollo. con los espíritus de aquellos piratas malencarados.
Tras largas horas de camino, Alan reconoció la zona: se acercaban a la cueva donde había dormido la noche en que inició su viaje. Lo mismo pareció sucederle al camello, que berreó y se asentó ante la entrada sin que nadie pudiera moverlo. Por tanto, decidieron pasar la noche allí.
Tabata y Kamal salieron a cazar con Alan, aprovechando la claridad de la luna. Silenciosos y ágiles, escudriñaronEscudriñaron Examinar una cosa cuidadosamente para conocer todos sus detalles o para descubrir algo. las madrigueras de algunos animales pequeños sin ningún interés. Hasta que dieron con la guarida de una serpiente. Se acercaron y esperaron con paciencia. Cuando por fin la serpiente salió, Kamal se apresuró y disparó una flecha que la dejó clavada a la tierra. Tabata sacó el cuchillo e hizo el resto: la lavó con agua y le quitó la piel. Regresaron a la cueva con una serpiente bien grande para cenar.
Alan comprendió esa noche que tenía mucho que aprender de los chicos del Kraal. Que no necesitaban de sus sobres de sopa ni de sus chocolates para poder sobrevivir. Eran unos supervivientes desde su nacimiento.
A la mañana siguiente, Alan se despertó con la panza aún llena. Fue a estirar las piernas y a ver cómo seguían los caballos. Pero al acercarse a los animales cayó en cuenta de que, bajo la sombra de unos peñascos cercanos, dormían dos personas y quiso averiguar quiénes eran. Pudo distinguir a dos chicos menudos, de unos trece años, con rasgos africanos y con la piel, las pestañas y el pelo totalmente blancos. Reparó en que a uno de ellos le faltaba una mano.
Al aproximarse, pateó sin querer una piedra. Esta rebotó y despertó a los chicos, que se pusieron en pie de un salto. Al instante, uno de ellos sacó un cuchillo que llevaba sujeto al cinto.
—¿Tú quién eres? ¿Qué quieres de nosotros? —preguntó, mostrándole el cuchillo.
—Tranquilo, chico. Solo vine a por mis caballos.
—¿Qué quieres de nosotros? —insistió el del cuchillo.
Alan pensó veloz y se le ocurrió que quizás con la invitación a tomar una sopa de verduras suavizaría el mal humor de aquellos chicos. Todavía le quedaban unos sobres en el carcaj.
—Pues solo invitarles a tomar algo caliente si les apetece.
Intercambiaron miradas, dudaron, parecían no haber tomado nada desde hacía días. Hasta que al final asintieron, pero sin soltar el afilado cuchillo que mostraban.
—Guarden ese cuchillo, por favor, que no voy a hacerles daño —dijo Alan.
Titubearon, se volvieron a mirar y el chico guardó el cuchillo. Se colocaron unos sombreros de paja en la cabeza y le siguieron en silencio. Se llamaban Alika y Abdul, afirmaron sin pronunciar más palabras. Avanzaban inseguros, apoyándose en las piedras del camino, como si no pudieran ver con claridad.
Al entrar en la cueva seguido por aquellos dos chicos blancos como la leche, vestidos con harapos hasta las cejas y sombreros de paja, se hizo un silencio de sorpresa entre los del Kraal. Alan los presentó:
—Estos son Alika y Abdul. Les he invitado a tomar un poco de sopa. Estaban durmiendo junto a los caballos —y se dirigió a calentar el agua.
—¿De dónde son ustedes? —preguntó Timba después de mirarlos largo rato.
Alika, al que le faltaba la mano, respondió con una mirada de infinita tristeza:
—Somos de Kamatuna, un pueblo que está muy lejos de aquí.
—¿Y a dónde van?
—A ningún parte. Huimos del pueblo —intervino enseguida Abdul.
—No te comprendo… —habló Timba, confusa.
—Huimos para que no nos maten. Llevamos semanas andando por el desierto y estamos muy cansados —dijo con un suspiro.
Los chicos del Kraal los miraron desconcertados. Alan dejó la sopa y los observó con más atención.
—¿Y por qué los quieren matar? ¿Qué han hecho? —volvió a preguntar Timba.
—Porque somos albinos. Unos niños muy blancos.
—Eso no es motivo para matar a nadie —contestó Eneko rotundamente.
—En Kamatuna, sí. Son muy supersticiosos. Vivos, traemos la mala suerte, somos la vergüenza de la familia, pero si estamos muertos valemos nuestro peso en oro. En nuestro pueblo somos los hijos del diablo.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Eneko.
—Por eso nos siguen, para matarnos y vender nuestras manos, pies o mechones de pelos como amuletos mágicos. ¿Ven a mi hermano? —levantó el muñón de Alika—. Le cortaron la mano y la vendieron a buen precio en el mercado.
—¡Qué horror! —intervino Timba.
—Y puede ser que ahora nos estén buscando. Por eso siempre llevo el cuchillo conmigo.
—Nuestra aldea no está muy lejos y los protegeríamos de esos carniceros —afirmó Timba—. Vénganse con nosotros.
Los albinos contemplaron a Timba con desolación mientras se tomaban la sopa caliente que Alan les había ofrecido.
—Eso tenemos que hablarlo mi hermano y yo —dijo Abdul tras beberse la sopa y despedirse con desazón.
Media hora más tarde, cuando vieron partir a los del Kraal en sus monturas, Alika y Abdul se apresuraron tras ellos hasta alcanzarlos. Se subieron a los caballos de Eneko y de Tabata, y continuaron la travesía juntos. Calculaban que les quedaría poco para llegar al Kraal. Lo estaban deseando. Sobre todo, el niño navegante.
De cuando en cuando, Kamal, con su visión de águila, se subía a una atalayaAtalaya Lugar elevado desde donde puede verse mucho terreno. para ver si los matuma o los enemigos de Alika y Abdul les seguían los pasos. Pero el horizonte era largo y solitario, sin ningún ser viviente a la vista. Solo una manada de elefantes que parecía tener el mismo rumbo que ellos, conducida por una matriarcaMatriarca Mujer que ejerce el mando de una organización social. que la dirigía hacia las fuentes de agua y los pastos verdes que la vieja hembra recordaba. Hasta que, al parecer, a la manada le entró la prisa y se alejó con la misma actitud con la que llegó: indiferente a todo lo que la rodeaba y sin separarse los unos de los otros.
Al llegar al valle, el poblado corrió a su encuentro con la satisfacción de verlos entrar en la aldea. Los padres de los dos niños no cabían en sí de felicidad por haberles devuelto a sus pequeños sanos y salvos. Enseguida avivaron la hoguera sagrada del dios Aruna para festejar la llegada de sus héroes. Cuando los adultos regresaron al Kraal con las vacas, bien alimentadas y refrescadas, comenzó la fiesta. Se pintaron la cara de colores y se adornaron el cuerpo con plumas, comieron carne de cabra y bebieron chuy del mejor hasta altas horas de la madrugada.
La alegría se había adueñado del poblado. El sonido de los tambores se extendió por todo el valle. Sin embargo, Alan estaba en otra cosa. Se sentía preocupado. Quería estar en el jardín de su casa, llegar a tiempo para la despedida del tío Tranquilino. Porque si no estaba allí enseguida, no iba a tener excusa que le valiera a su padre.
Se retiró de la vista de todos, de Timba, de Tabata, de Eneko, de Kamal. Se puso las gafas y desapareció.