Llegaron días inciertos y raros. Muy raros. El lunes mismo, segundo día sin clase, los profesores ya habían organizado una ofensiva de tareas que irían llegando a casa a fin de no perder el ritmo de clases y seguir como si no hubiera pasado nada durante esos pocos días que se había medio paralizado la sociedad.
—¡Qué pereza! —dijo Irina cuando su madre le leyó el mensaje del instituto.
A fin de no perder el ritmo de trabajo, comenzarán a llegarle, a través de la plataforma que ya ustedes conocen, una serie de actividades que se entregarán a la vuelta de estos quince días en los que el Gobierno ha paralizado la actividad lectiva. Rogamos a todo el alumnado que aproveche al máximo para repasar todos los contenidos…
—Bla, bla, bla. No dejan ni respirar. Se acaba el mundo y yo tengo que seguir con… ¡la tarea! ¡La tarea de la seño Ester! Pues ni tan mal. Voy a llamar a mis colegas para empezar a trabajarla. Será como un trabajo de periodista. Solo se va a tratar de contar lo que vaya pasando cada día.
Pero ese mismo sábado la cosa adquirió otro nivel. No había manera de controlar al bicho. La gente se contagiaba y moría en un número difícil de aceptar, y el presidente del Gobierno, en una comparecencia de las que hacía tiempo que este país no era testigo, declaró el ESTADO DE ALARMA.
—¡Gara, que no vamos a poder salir ni de casa! ¿No viste a los militares controlando las calles? ¡Ay, qué fuerte es todo esto! ¡Colega, esto es la guerra!
—No te escondas en las trincheras, Irina. No es momento de ponerte histérica como una niña chica. Además, tienes un montón de tareas que organizar. Es como si tuvieras insti, pero sin insti. ¡Es hasta una oportunidad si la aprovechas! Además, no está tu madre para disgustos.
—Es verdad, a mi madre le han reducido su horario. Ahora solo trabajará cuatro horas y ganará la mitad. Un ERTE o algo así se llama.
—Pues ya ves. Bastante disgusto tiene ya la pobre para que tú estés todo el día perdiendo el tiempo y enredando a su alrededor. ¡Ponte las pilas!
Irina hizo caso a su amiga del pasado y empezó a pensar en futuro. Llamó a Manuela primero y a Pepe después, y les contó su idea para la tarea de Historia. Pronto estuvieron de acuerdo.
—Compi, Irina, nos hacemos una videollamada y hablamos los tres a la vez. Hasta en la peli El mañana nunca muere, de James Bond, de ¡1997!, Pierce Brosnan, el Agente 007, ya tenía un smartphone con huella dactilar y tú todavía…
—¡Calla, que no quiero saber el final…! No tengo teléfono inteligente ni ordenador. Y ahora no es el momento de comprar nada. Ya sabes lo de mi madre, así que a buscarnos la vida. Hablé con Manuela y, si tú estás de acuerdo, te vas a encargar de la primera parte de la tarea. Se trata de la epidemia más bestia que ha vivido la humanidad. ¡Hasta ahora! O eso creo: la peste negra del siglo XIV. Manuela se va a centrar en la COVID-19 y yo he elegido un siglo en Canarias que, en asunto de enfermedades, fue bastante jugoso. ¡Je, je, je! El siglo XIX. Ya veré cómo lo hago, porque los medios que tengo son del Paleolítico medio…
—¡De acuerdo, jefa! A mandar. Me pongo a ello. Me recuerdas a Judi Dench, la jefa M en GoldenEye. Primero parecía tenerle manía a James Bond y al final…
—¡Chacho, Pepe, cállate! ¡Cambio y corto! ¡A currar!
Con Manuela fue mucho más sencillo: Irina hablaba y Manuela asentía. Y sus opiniones eran cortas y certeras. Hablaba en telegrama, como decía Irina.
—¿Y yo cómo me lo monto, Gara? —La joven cayó como un plomo en el sillón después de hablar con sus amigos—. ¿Cómo voy a hacer el trabajo sin ordenador?
—Deja de lloriquear, muchacha. Estás viviendo una auténtica pandemia global, con gente muriendo, hospitales saturados, sin medios ni conocimiento del enemigo, con gente que se ha quedado sin trabajo, y tú estás triste porque no tienes ordenador ¡con ese mueble lleno de libros que tienes delante de tus narices! ¡Venga ya!, no me lo creo.
—Pero es que encima no puedo salir de casa. Acuérdate, en la tarea anterior recorrimos museos, plazas, el archivo…
—Algo podremos hacer. ¿Te olvidas de nuestra magia? Además, tu madre sí tiene un móvil y a lo mejor un rato al día te lo…
—Calla, calla, que el móvil de mi madre tiene más cortadas que la cara de un pirata malo. Si me oye Pepe me dice la peli y hasta el final… Y esa biblioteca, Gara, es más vieja que el hilo negro. No sirve de mucho. Fíjate que nos mudamos hace tres años, la rellenamos de libros y aún quedan dos cajas con libros embalados…
—¿Sí? Pues vamos embaladas a ver si entre esos y estos de la biblioteca encontramos algo. ¿Tú no dices que tu abuelo Antonio era un loco de la historia de Canarias? Pues arranca, quítate esa modorra y empieza.
Y así fue como el equipo «Desde las trincheras», nombre que ellos eligieron, comenzó a elaborar la tarea para una vuelta que se fue retrasando hasta la exasperación para todos los habitantes del planeta.
Con días más alegres, horas de enorme decepción y tiempos desesperantes y convulsos, las personas se fueron haciendo con una situación difícil de asimilar para los que no habíamos vivido esto más que en las ya no tan exageradas pelis de ficción con las que nos atormentaba Pepe.
No se sabía nada.
Nadie podía explicar el comportamiento del virus a ciencia cierta. Todo eran posibilidades. Pocas certezas tenían los científicos, que daban palos de ciego en muchas ocasiones.
Manuela se ponía las pilas desde muy temprano, empapándose de noticias de todos los medios que fue capaz de abarcar. Empezó por los periódicos locales y terminó traduciendo informes médicos que surgían de las mentes más brillantes del planeta. ¡Porque encima sabía idiomas la muchacha! También tuvo que coger el escalpelo de cirujana para cortar y un aspirador para succionar los fakes, que surgían como surgen las flores chiquititas en una explosiva primavera. Las tesis conspiranoicas le atraían un montón, pero la realidad científica parecía ir por otro camino.
No podía salir a la calle a pasear y a oír lo que se cocía en el barrio, que es lo que más gustaba a la espigada Manuela. Pero las redes sociales le ayudaron a comprender a una sociedad que empezó con millones de risas y ocurrencias las primeras semanas, para ir aflojando a medida que el estrés se apoderaba de todos.
También hizo un estudio sociológico acerca de los aplausos de las siete de la tarde, las ocho en el resto de España. Para ella era un momento de hermandad, un alto en la monotonía y una bocanada de esperanza que, aunque duraba poco, unía un montón y recargaba las pilas más todavía.
Manuela le cogió el pulso a la sociedad confinada como si de una gran experta se tratara y dibujó un futuro basado en realidades. No cayó en Los mundos de Yupi, pero tampoco se dejó arrastrar por el cataclismo del Día del Juicio Final.
Como solía hacer, para acabar la tarea, caricaturizó a algunos científicos geniales que se fueron convirtiendo casi en su familia.
—¡Genial, Manu! Como siempre, ¡has estado genial!