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No fue una sorpresa cuando vinieron a por Verónica. Hacía días que había empezado a encontrarse mal y que las voces retumbaban en su cabeza sin cesar.

—Déjame despedirme de ella —le pedí a Evans delante del Portal.

—Claro —me dijo amablemente—, ¿también quieres que te haga la cena? Dime qué necesitas y yo te lo concedo: ¿un masaje, tal vez?

Intenté dar un paso hacia ella, pero él me lo impidió y Turko al ver la situación agachó la cabeza, erizó el lomo, tensó sus músculos y levantó los belfosbelfos Labio del caballo y de otros animales que lo tienen parecido..

—Agarra a ese chucho antes de que me haga una dentadura nueva con él.

La muerte de Patri sí nos pilló desprevenidos. Las últimas revisiones habían ido bien y todo apuntaba a que esta etapa quedaría en el pasado, pero una noche el dolor y la fiebre aparecieron y Jesús la llevó al hospital sabiendo que la lucha no había terminado todavía. Lo que no esperaba es que la sedarían a las pocas horas y que fallecería días después.

—Se acabó —me dijo mientras nos abrazábamos—. Ojalá pudiera hablar con ella una última vez.

La esperé todas las noches delante del Portal sin mucha fortuna, hasta que un día los perros salieron corriendo moviendo el rabo.

            —¡Patricia! —la llamé emocionado.

—El gran Jacinto —me respondió—. Eres famoso por aquí.

—¿Cómo estás?

—Bien. Aliviada por saber que hay vida más allá de la muerte… —hizo una pausa—. Me siento más fuerte que nunca.

—¿Seguro?

—No puedo hacer nada más, ¿no?

Le di un abrazo y le susurré:

—Hablé con Jesús el día que moriste. —Me apartó con los brazos y me miró con la mirada vidriada—. Volvería a repetirlo todo tal y como fue. Regresaría al bar de Alcalá de Henares donde te conoció. Repetiría sin dudar cada día de los que pasó contigo. Repasaría cada coma de las conversaciones que tuvisteis; de las buenas, de las malas y de las tristes. Desandaría lo andado para volver a hacerlo a tu lado. Va a echarte mucho de menos.

—Gracias —me dijo tras recomponerse—. Yo también tengo que decirte algo —continuó, invitándome a sentarme en uno de los bancos de madera de la catedral.

—Espera un segundo —le dije—. Rocco, sube; Leo, baja. —Los perros flanquearon la cola de los fallecidos que estaban a punto de cruzar el Portal volviendo a encauzar a los más dispersos, tal y como solían hacer con las ovejas cuando iban por la carretera para evitar que se comieran los cultivos que había a ambos lados—. Perdona, es que a veces se quedan hablando en grupos y dejan de avanzar.

—Ángel sabe lo que pasó con Mario y es cuestión de tiempo que encuentre las pruebas que necesita para llevarte ante la justicia—me dijo—. Empieza una nueva vida, una tranquila y sin llamar la atención lejos de aquí. —Sacó del bolsillo una llave oxidada en un llavero con una dirección escrita—. Toma, es un pajar que se encuentra en una zona muy recóndita de Asturias. Era de mi abuelo y ahora es tuyo. Está tal y como estaba hace sesenta u ochenta años. Para vivir decentemente vas a tener que hacer algunas reformas, pero tiene un potencial enorme, estoy segura de que podrás aprovecharlo mucho más de lo que yo lo habría hecho. Antes de marchar vuelve a la casa de Verónica. Ella te dejó en una cajita de latón tras el sofá todos los ahorros que le quedaban, para que pudieras rehacer tu vida cuando fueran a por ella.

Seguimos hablando durante horas hasta que nos quedamos solos.

—Tengo que marchar —me dijo.

La acompañé hasta el Portal y la seguí con la mirada hasta que se fundió con la luz que salía de este. Me quede allí, de pie, roto de dolor mirando el Portal. Acerqué la mano ¿Y si entraba? La punta de mi dedo corazón se difuminó y tras este, el dedo índice. Tuve el impulso de dar un paso y meterme de golpe, pero no fui capaz. Le di un puñetazo a la pared y solté un grito sordo que retumbó por todo el edificio.

Tras el sofá, tal y como me había dicho Patricia, se escondían dos latas metálicas grandes de Cola Cao. En ellas había cuarenta y ocho mil euros. Revisé uno a uno cada billete y el fondo de los recipientes, pero al no encontrar nada, busqué en todos y cada uno de los rincones de la casa que se me ocurrió: detrás del armario, debajo de la cama, en un doble fondo en los cajones de la mesilla de noche del dormitorio… Pero no había nada, ni una simple nota despidiéndose de mi o diciéndome «te quiero».

Tras la resignación, metí mis cosas, las de los perros y algunas de Verónica en tres maletas. Antes de salir de la casa, miré hacia atrás y miré la estancia sabiendo que sería la última vez que pisaría aquel suelo y siendo consciente de que jamás volvería a ser feliz.

Turko ocupó los tres asientos traseros del Renault y Rocco se sentó en el del copiloto, por lo que a Leo no le quedó más remedio que tumbarse sobre la alfombrilla que estaba detrás de mí. Conduje hasta la casa de mi exmujer y una vez allí dudé mucho sobre qué hacer. No quería irme, ni mucho menos alejarme de mis hijas, pero sabía que debía hacerlo durante un tiempo, si no quería pasar el resto de mi vida en la cárcel y, sobre todo y más importante, si quería evitar a toda costa que averiguaran que soy un asesino. No podría vivir con la repulsa en sus miradas.

Tras pensar mucho y derramar algunas lágrimas decidí que, aunque no quería enfrentarme a esa situación, tenía que despedirme de ellas porque no quería que pensaran que las había abandonado o que no eran importantes para mí. Así que fui al maletero, abrí una de las latas metálicas de Coca Cola, cogí diez mil euros, los envolví con una servilleta en la que había escrito una breve despedida, lo sujeté todo con dos elásticos y lo metí en el buzón. Luego mandé un WhatsApp a Clara diciendo que les había dejado algo allí y tan pronto como lo envié rompí el móvil y lo tiré por la ventanilla.

Conduje en silencio hasta Los Barrios de Luna. Rocco se incorporó cuando reduje la velocidad para mirar por la ventanilla. Aparqué en una zona alejada del pueblo, recliné el asiento todo lo que Turko me dejó y maldormí hasta que amaneció. Ante nosotros se abría paso, imponente, el Pantano de Luna, que nos acompañaría en nuestro paseo mañanero.

Un letrero luminoso, al final del Negrón, que ponía LLUVIA, nos dio la bienvenida al Principado de Asturias. A partir de aquí, mi viaje se complicó ligeramente al ir a ciegas por haber roto el móvil la noche anterior. Tardé aproximadamente dos horas hasta que llegué al pueblo de Espinaredo. Allí me explicaron que el pajar del que hablaba llevaba muchos años abandonando, que estaba en unas condiciones deplorables y que los últimos inquilinos que recordaban eran adolescentes que subían a beber alguna noche de verano, que Anselmo tenía vacas en un prado trasero y que guardaba algunas herramientas dentro.

El acceso era una pesadilla para cualquiera que quisiera tener una vida normal, pero para mí que estaba huyendo de la sociedad era de alguna manera un sueño hecho realidad. No se podía acceder con el coche, así que lo dejé en el pueblo y subí con los perros, pero sin las maletas. Caminamos por la carretera hasta que esta se fundió en un estrecho y pedregoso camino que poco a poco iba ascendiendo. A trescientos metros había una gran roca inclinada sobre el camino. Ahí había que salirse del sendero y prácticamente trepar por la colina atravesando el bosque de eucaliptos hasta llegar a un cortafuegos. Nosotros teníamos que cruzarlo transversalmente y seguir atravesando los árboles mediante un pequeño sendero escondido tras los helechos y seguirlo hasta llegar a un pequeño claro donde, ahora sí, nos esperaba nuestra morada por los próximos años.

El estado de la cabaña, efectivamente, era bastante lamentable. Tenía el techo medio derrumbado. Algunas tablas clavadas en las ventanas y en la puerta, que no hacían ninguna función, ya que se podía pasar perfectamente a través de ellas. Por dentro no mejoraba, el suelo era de tierra y estaba inclinado siguiendo la orientación de la ladera. Había herramientas antiguas, basura, muebles viejos y un paquetón de paja de seis cuerdas que supuse que serían del tal Anselmo, del que me habían hablado. Los restos de un fuego centraban la estancia. Tras esta había un prado grande vallado en el que moraban unas cuarenta asturianas de los valles. Frente a la casa se extendía un pequeño terreno que usaría como porche y desde donde me enamoraría profundamente de las vistas de la sierra del Sueve.

Por la tarde bajé al pueblo, cogí el coche y fui a Parque Principado, donde compré comida, materiales y herramientas para empezar a reparar el pajar, y una tienda de campaña, donde poder dormir mientras cambiaba el tejado. Aquello me pareció el paraíso, y tener el reto, de restaurar aquel lugar me dio de alguna manera ganas de seguir viviendo. Sin embargo, todavía no era consciente de lo muy diferente que terminaría siendo aquella experiencia con respecto a lo que imaginaba y lo muchísimo que me cambiaría el carácter.




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