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Sabía que Evans me había cubierto varias veces, pero aun así la cola era kilométrica. Dejé el Portal abierto y mientras esperaba mi turno, repasaba los últimos años de mi vida y obviamente mis hijas estaban muy presentes ¿Debía ir a verlas? ¿Serían capaces de perdonarme? ¿Habrían entendido la situación? ¿Me seguirían queriendo? ¿Estarían ya trabajando? ¿Estarían casadas? ¿Tendrían hijos? ¿Serían felices? Me dispuse a averiguarlo por mí mismo, pero al llegar a la casa de mi exmujer me encontré con una vivienda reformada por unos nuevos propietarios que la habían comprado para pasar los veranos en el pueblo y que no sabían prácticamente nada sobre ellas.

—Lo siento —susurré mientras miraba, ahora sí, solo, el Portal.

Volví hacia la nave central de la catedral para mirarlo con perspectiva, saqué la llave del Portal y entré en la grieta sin pensarlo. Sabía a lo que había venido.

A lo largo de estos años me había hecho una imagen bastante clara de lo que creía que había detrás de aquella puerta invisible que abría cada domingo, cuando me encontraba en disposición para hacerlo, claro. Pensaba que allí se encontraba una especie de mundo paralelo, no mejor necesariamente, pero lo suficientemente grande como para albergarnos a todos, quizá infinito, quizá en expansión, ¿quién sabe? Me imaginaba, que la sociedad se organizaba en aldeas, donde vivían los integrantes de una misma familia, antecesores y sucesores compartiendo experiencias y copando el tiempo con fiestas y ceremonias, donde la incorporación de un nuevo miembro sería toda una celebración

Sin embargo, la realidad fue muy diferente. Tras la luz me encontré con una habitación de cemento, sin ventanas, ni puertas, ni mobiliario, de cuatro metros de largo por dos de ancho, totalmente vacía y con un silencio ensordecedor. Estuve, al menos, una hora sentado en el suelo pensando qué podía significar aquello. Luego me levanté y busqué la abertura que se había cerrado tras de mí, aproximé la llave a la pared y esta se introdujo prácticamente sola, la giré y salí de allí.

De nuevo en la catedral me encontré a una señora de mediana edad mirándome.

—No tienes buena cara —me dijo. Yo la miré en silencio—. No hay buenas noticias, ¿verdad? —negué con la cabeza—. Bueno, no podía ser tan fácil —continuó encendiéndose un cigarro. Estuvimos un rato juntos sin decir nada, mirando la luz que provenía del Portal y cuando se acabó el pitillo dijo:

—Bueno, habrá que ir marchando.

Yo la seguí con la mirada y al ver que no iba en broma me apresuré para entrar justo detrás de ella, pero no hubo ningún cambio. Aparecí en la misma habitación, de nuevo solo. Abrí y cerré el Portal media docena de veces con igual suerte hasta que me convencí de que lo que le había esperado a Patricia y a Verónica era lo mismo que nos esperaba al resto. La soledad absoluta por el resto de la eternidad sin poder escapar, sin poder rendirte.

Recordé las palabras de Evans: «Nunca gires la llave hacia la izquierda. Nada bueno se esconde allí». ¿Qué podía haber peor que aquello? Supongo que pensé que ya no tenía nada que perder y tras cerrar el Portal, volví a introducir el metal en la piedra para ahora girarlo en sentido contrario a las agujas del reloj.

La luz azulada que emanaba de la grieta se tornó roja, el aire se espesó y empezó a oler fuertemente a azufre. La realidad allí dentro era muy diferente a la otra. Frente a mí había un camino flanqueado por setos y arbustos muy densos, del que no se veía el final. Caminé durante horas siguiendo el sendero a través de la niebla y supe que no dejaría de hacerlo hasta que llegara al final o hasta que encontrara respuestas; y eso hice durante meses, igual años, hasta que me encontré con El Caminante.

—Te estaba esperando —me dijo.

Era un paisano de mediana edad, con barba de dos días y pelo cano y desaliñado, cubierto por un sombrero de fieltro marrón, clásico de peregrino. Sobre sus hombros se apoyaba una capa negra con una flor azul bordada en su pecho. Bajo esta, asomaba parte de un bordón sobre el que se apoyaba.

—No. No te conozco —negué.

—Claro que sí, Jacinto —me dijo.

Preferí ser cauto y no decir nada.

—Al fin y al cabo, todos hacemos el mismo camino, ¿verdad?

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Aun no lo sé —me respondió con firmeza mientras miraba la senda por la que había venido—, pero pronto lo sabré.

—Ya veo —respondí con incredulidad.

—Espero por un peregrino que necesite mi ayuda y siento que está al llegar… —hizo una pausa—. Estarás cansado. Hay un refugio a pocos metros. Puedes quedarte allí si quieres. Es cómodo y tendrás intimidad. No hay reservas para los próximos días.

Pasé mucho tiempo allí caminando y escuchando sus historias.

            —Me da igual —solía decirle cada vez que me hacía una pregunta para iniciar su monólogo.

Prefería estar en silencio, aunque de alguna manera agradecía la compañía después de tantos años de soledad. Una mañana cogí mis pocas cosas y emprendí mi viaje de vuelta para seguir en busca de respuestas. En medio del camino me volví a encontrar con el Caminante en la misma posición en la que estaba la primera vez.

—¿Adónde vas peregrino? —me dijo.

—Marcho. Tengo cosas que hacer y aquí no he encontrado nada útil.

—Si alguien te dice que ya lo conoce todo dile: «Todavía te queda otro camino, peregrino» —me dijo.

—En serio, déjame en paz. No me importan tus frases de mierda.

—¿Crees que a Evans le sentará bien que hayas pasado tres años aquí, conmigo? —sentenció—. Igual sí te interesa lo que tengo que decirte.           

 En media hora el Caminante unió todas las piezas del puzzle que no encajaban. Me contó que, en realidad, la Muerte era él y que Evans había sido su guardián. Sin embargo, al morir y cruzar el Portal se alió con otros, le tendieron una trampa y le quitaron el puesto. Para asegurarse el control del poder y que no le hicieran a él lo que me hicieron a mí, destruyó el acceso a esa realidad, la abandonó a su suerte y creó otros dos. Uno, que es en el que estamos, en el que encerró a todo aquel que mostrara un mínimo de disidencia o de hostilidad hacia su persona y otro, individual, para evitar el contacto y la comunicación entre ellos y que se pudieran formar motines desde dentro.

—Es decir, el primero es de castigo y el segundo es preventivo.

—Ya veo —le respondí pensativo—. ¿Y por qué no meterlos a todos en el segundo? No hay mucho margen de maniobra en esa habitación de hormigón.

—Este Portal tiene más medidas de seguridad, pero la realidad es que, como dije antes, este es de castigo. La atmósfera está compuesta de una serie de elementos que modifican el alma, quitándole gota a gota todo vestigio de humanidad y convirtiéndolos en auténticos monstruos… —hizo una pausa— que deambulan sin rumbo fijo.

—Los Acutus, ¿verdad?

—Sí, así los llaman, pero yo prefiero el término de «peregrinos sin camino»… —hizo otra pausa—. Has debido caerle en gracia a Evans, porque lo normal es que Verónica hubiera acabado aquí, al no cruzar el Portal cuando se le dijo.

—No tenemos demasiada relación, ciertamente.

—Ni la volveréis a tener. Él sabe que estás aquí hablando conmigo, así que tan pronto como pongas un pie fuera te matará.

—Y no me puedo quedar, porque terminaría convirtiéndome en un Acutus.

—Ser guardián te da cierto margen, pero sí, antes o después…

—Pues habrá que matar a Evans —le dije mirándole a los ojos y sin dejar que acabara la frase.

Desandamos juntos el camino hasta llegar a la pared por la que había entrado.

—Nos están esperando —me dijo—. Abre el Portal y no salgas hasta que no haya terminado.

Introduje la llave y, tan pronto como la giré, una onda expansiva me tumbó. Cuando recuperé la consciencia me levanté y crucé el Portal. El suelo de la Catedral estaba lleno de estorninosestorninos Pájaro cantor de unos 22 cm de longitud, cabeza pequeña, alas y cola largas y plumaje negro con reflejos metálicos verdes y morados y pintas blancas; se domestica fácilmente y aprende a reproducir sonidos. muertos y a los pies del Caminante yacía el cadáver del niño que usaba Evans.

—Se acabó tu camino, peregrino —le dijo, y antes de que yo pudiera decir nada se dirigió hacia mí—: Tú también vas a tener que colgar las botas, Jacinto.




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