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Lo primero que hice fue quitar el tejado antiguo y guardar las vigas para leña. Luego limpié las piedras de la pared, quité aquellas que estaban sueltas y las rejunté con una mezcla de cemento blanco y arena de Valladolid para hacer un encofradoencofrado Armazón formado por un conjunto de planchas metálicas o de madera convenientemente dispuestas para recibir el hormigón que, al endurecerse, forma las paredes de los edificios construidos con este material. en la parte superior que fuera estable para colocar las nuevas vigas sobre las que apoyarían los tablones y tejas.

Un día, después de varios meses, apareció por allí Anselmo, con el que forjaría una profunda amistad durante algunos años antes de esfumarse para siempre. Anselmo era un minero retirado de la cuenca minera que tras salir de la mina se compró una casa en la zona y unas pocas vacas para «entretenerse».

—Antiguamente sí —me decía—, pero ¿ahora? Ahora ya no merez la pena. O ties un millón de praos y seiscientas vaques pa que te den una buena subvención en la PAC o na. Estos funcionarios van a echanos a pedir, ya verás tú, Jacinto, ya arruinaron a los que teníen vaques de leche y detrás iremos nosotros. Pero ¿tú te pues creer que el cordero siga valiendo lo mismo que fae ochenta años? —me preguntó cabreado, con un marcado acento asturiano.

—¿Qué me vas a decir a mí Anselmo? El problema es que queremos seguir yendo a Mercadona y llevarnos medio kilo de ternera por cinco euros, y no puede ser, no puede ser —le di la razón.

—Por cierto, mañana tráigote eso.

«Eso» era nada más y nada menos que un tractor para subir las vigas y terminar el techo.

—Gracias. Yo creo que en dos semanas o así ya te lo podré devolver.

—Bueno home, lo que necesites. Si tengo que llevarles algo de hierba o agua, lo cojo y luego déjotelo aquí.

Un año y pico después vino a verme y me dijo:

—Jacinto, ¿vas tar por aquí hoy?

—No tengo muchos más planes —le respondí.

—Vale —me dijo—. Pues ahora vengo. ¿Crees que si me llevo a uno de tus perros harame caso?

—No te lo aseguro, pero prueba con Rocco. ¿Que vas a subir más vacas?

—Bueno, ya veré como hago.

Al rato apareció con una docena de ovejas xaldas.

—¿Que vas a hacerte ovejero? —me reí.

—Son pa ti —me respondió.

—¿Cómo que para mí?

—Me las dio un amigo que me debía un par de xatos y acordeme de ti. Me llevo les vaques a otro prao y apañado —me dijo.

—Pero tendré que darlas de alta —le dije.

—Na. ¿Quién va a subir aquí?

El huerto no tardó en llegar. Allí tenía prácticamente todo lo que necesitaba. Recolectaba bayas y cogía setas del monte en otoño, cortaba madera —tanto para leña como para mobiliario del bosque con el que lindaba— en invierno, en primavera trabajaba en la huerta y en verano recolectaba la fruta y verdura que tenía plantada. De vez en cuando cazaba alguna perdiz o alguna liebre y cogía alguna trucha en el río o algún besugo en la costa. Si alguna oveja me paría, invitaba a Anselmo a cenar cordero y hacía algo de queso y yogurt.

Un día me equivoqué de seta y corté una Paxillus Involutus, creyendo que era un níscalo. Estuve tres días en el hospital pensando que me moría y cuando me dieron el alta me dijeron que mi cuerpo ya no aguantaría el mismo ritmo de antes. Lo peor fue que, al llegar a casa, las ovejas y Leo habían desaparecido. En aquel momento yo debía tener casi medio centenar, que había ido criando poco a poco. El pastor eléctrico estaba tirado en el suelo. Al principio pensé que se habrían asustado y que lo habrían empujado ellas, pero luego me di cuenta de que se había caído hacia dentro, no hacia fuera. Cogí a los perros y las busqué durante días, pensando que alguien las habría soltado para molestar, pero no tardé mucho en darme cuenta de que me habían robado, y como no las había dado de alta, no podía denunciarlo a la Guardia Civil. A partir de entonces todo fue perdiendo poco a poco su color, y me cuesta saber qué es real y qué no, pero la actitud de Anselmo y que dejara de venir a verme me hizo tener en algunos momentos la certeza de que había sido él. Pero quién sabe, igual simplemente se hartó de mi carácter agriado.

Con el paso del tiempo dejé de bajar al pueblo y me encerré en mí mismo y en los libros, con los que había comenzado una interesante relación de amistad. Compré media docena de ovejas merinas y una burra y empecé a sacarlas a pastar por el monte, lo que me dio un mayor conocimiento de la zona. Allí encontré algunas cabañas y cuevas, donde empecé a escribir este manuscritomanuscrito Texto escrito a mano, especialmente el que tiene algún valor o antigüedad. Período histórico pasado muy alejado de la actualidad. mientras vigilaba el ganado, como recomendación de Verónica.

—Deberías escribir tu biografía, Jacinto —me dijo una vez con esa ilusión y ese brillo que tanto la caracterizaba.

—No sé, yo no, no creo que a nadie le interesara —le respondí intentando ocultar el verdadero motivo, que no era otro que el miedo que me daba a que descubriera que yo era mucho más simple de lo que ella creía y que perdiera el interés por mí.

El último día que saqué las ovejas no era consciente de lo que se venía. Al día siguiente las abrí como todas las mañanas y llamé a Rocco para que las fuera a buscar.

—¡Rocco! —Repetí varias veces sin éxito.

Normalmente estaba muy pendiente de mí y cuando sabía que íbamos a trabajar era el primero que estaba preparado para ponerse manos a la obra. Lo encontré a los pies de mi cama, donde dormía.

—Arriba, vago —le dije mientras lo empujaba suavemente con el pie, pero no se movió.

Me agaché lentamente y le puse la mano en el costado. Estaba frío. Debía llevar muerto toda la noche. Me arrodillé ante él y miré a Turko, que se tumbó a mi lado poniendo la cabeza sobre mi muslo. Enterré a Rocco en una zona que lindaba con los pastos y con el bosque e intenté sacar a las ovejas, pero sin él era imposible. Con el palo en la mano estuve media hora corriendo detrás de ellas, pero estaban asalvajadas, así que las volví a encerrar y me fui a dar un paseo con Turko.

Un día, mientras desayunaba, se presentó la Guardia Civil y me notificó que un familiar de Patricia había denunciado en la comandancia que había un okupa en el antiguo pajar y que tenía un plazo de seis meses para coger mis cosas e irme. Yo intenté explicarles que ella me la había dado antes de morir, que llevaba ocho años viviendo allí y que la había arreglado con mis propias manos, que era mi casa, pero mis esfuerzos fueron en vano.

Desde entonces la idea de tener que irme de allí me fue consumiendo poco a poco. Dejé de asearme, de arreglarme la barba, de cortarme el pelo. Empecé a comer poco y mal, y de vez en cuando se me olvidaba volver a la catedral para abrir el Portal.

Empecé a matar a las ovejas. Me gustaría decir que lo hacía para comer o para hacerme un abrigo y una cama, porque me iban a venir muy bien en los meses venideros, pero había un componente de disfrute en todo aquello. Me gustaba ver cómo se atragantaban con su propia sangre y cómo poco a poco dejaban de moverse. Ponía mi mano en su corazón para notar cómo se les escapaba la vida. Una a una pasó por el filo de mi navaja.

Dos semanas antes de que tuviera que dejar la casa, le prendí fuego y tiré los muros con ayuda de una maza y de la burra; y sembré la huerta y el prado trasero con sal. Nadie había prestado atención a aquel lugar en muchísimos años y ahora que lo había arreglado le salían herederos. No iba a dejar que nadie se quedara con el trabajo de mi esfuerzo gratuitamente, ni que violara con esa facilidad la última voluntad de Patricia.

Cargué la burra con algunos enseres y varias botellas de orujo que había destilado con Anselmo y junto con Turko marché de aquel lugar para siempre. En los cuatro años siguientes adelgacé veinte o treinta kilos. Comía bayas, hojas, raíces, insectos y carroñeaba algún animal muerto que me encontraba a la orilla de la carretera o en el monte; pero no recuerdo pasar demasiada hambre por culpa del estramonioestramonio Planta herbácea de tallos ramosos, hojas grandes y anchas, flores blancas en forma de embudo y fruto espinoso en forma de nuez. que tardó poco en unirse a nuestro viaje. Empecé haciéndome infusiones con las semillas y terminé fumándome las hojas.

Poco a poco la ropa se me fue desgastando y rompiendo. Y pasé de vestir con harapos a no llevar nada encima. La droga me había quitado la capacidad de sentir hambre, frío, vergüenza o cualquier emoción. Me había vuelto un drogadicto y las veces en las que no encontraba la planta, Turko se tumbaba conmigo para reducir mis temblores.

Durante este tiempo no abrí el Portal ni una sola vez. Al principio supongo que de alguna manera esperaba que Evans acabara con mi sufrimiento, pero nunca lo hizo. Simplemente venía y me miraba durante horas, como si disfrutara verme así. Un día mientras me retorcía por el mono se acercó a mi oído y susurró:

—Oye novato, quiero que sepas que Patricia no debería haber fallecido. Tú la mataste al traicionarme escondiendo a Verónica. Sé que ya no volverás a serme de utilidad, pero cuando mueras, y me encargaré de que sea lo más tarde posible, cuenta esto por ahí, igual así puedas salvar a alguna otra inocente.

Pensé muchas veces en el suicidio. En cómo lo haría y en qué habría detrás del Portal, en si valdría la pena, en qué pensaríann Verónica y Patricia cuando me vieran con este aspecto, en lo muchísimo que las había decepcionado… Todos aquellos pensamientos se materializaron el día que me quedé solo. La burra la perdí, no sé muy bien dónde, ni cuándo. No sé si me fui de algún sitio y la dejé atada a un árbol o si, en cambio, al llegar a uno nuevo se me olvidó atarla y se marchó. Y Turko, mi fiel compañero, llegó un momento en el que la vejez dejó de darle la tregua que le había prometido y, como todos, pasó a ser sustento de los buitres y cuervos.

Había pensado en comer grandes cantidades de estramonio y mezclarlas con la última botella de orujo que conservaba, pero no fui capaz. Me daba miedo el Portal, esa es la verdad. Así que, en un arrebato de ira, bajé de la peña en la que me encontraba, busqué el coche de Verónica y lo arranqué. Justo antes de quemar la casa había cambiado la batería y lo había puesto a punto para guardarlo en un lugar seguro.

—Muy bien —pensé—. Esto es como montar en bici, ¿no?

Conduje sin demasiadas complicaciones hasta llegar a la ciudad que tan buenos momentos me había dado. Sin embargo, mientras estaba en la carretera no podía parar de pensar en el Volkswagen de Mario.

—Iré a hacerle una visita —pensé—. Sí, una última visita. Igual, incluso me dé una vuelta —continué negando con la cabeza—. No creo que arranque.

Conduje hasta las afueras de la ciudad donde se encontraba el invernadero abandonado. Me bajé del coche y tuve un mini infarto. Habían arreglado aquel sitio. Supuse que la puerta estaría cerrada, que habrían puesto una plantación de tomates ecológicos y que el coche ya no estaría allí. Empujé la puerta hacia adentro y esta se abrió. Allí estaba. La lona con la que lo había tapado tenía uno o dos centímetros de tierra y polvo, pero no estaba rota. Bajo esta, el GTI parecía rugir en sueños. Era precioso.

Había dejado las llaves en el tubo de escape, lo que me permitió recuperarlas y abrir el coche. Por dentro también había cogido algo de polvo, pero seguía oliendo tal y como lo recordaba. Intenté arrancarlo varias veces, pero no hubo manera. Trasteé aquí y allí, pero nada. En ese momento escuché una voz familiar fuera del invernadero.

—(…) inmediatamente, por favor. Gracias. Buen servicio —finalizó mientras lo miraba—. Quédese donde está —me dijo—. He llamado a la Guardia Civil y viene de camino.

—Siempre fuiste un gilipollas, Ángel —le dije.

—¿Jacinto? —me reconoció—.Pero ¿qué le ha pasado? Esta usted hecho un despojo y… —hizo una pausa—, por Dios, tápese, que está usted en la época de Adán y Evan. —Me quedé quieto mirándolo sin decir nada y atisbé una sonrisa ganadora en su rostro—. Siempre supe que había sido usted el asesino de don Mario.

—¿Sí?

—E-vi-den-te-men-te, señor Jacinto. Solo un necio como usted compraría con tarjeta la lona con la que escondió el coche de don Mario. Una vez tuve los movimientos bancarios en mi poder pedí las grabaciones de algunas cámaras de la zona y con un poco de tiempo y gran sentido común y picaresca, representados evidentemente en mi persona —se señaló a sí mismo—, encontré el automóvil que usted sustrajo a don Mario, Dios lo conserve en su gloria. Y fue aquí donde construí la trampa en la que usted solito se ha metido, como una pequeña musaraña abalanzándose sobre un pedazo de queso en la ratonera.

Seguí escuchando cómo había arreglado el invernadero para poder poner el sensor que finalmente le avisó de que yo estaba por la zona. Cuando me aburrí de verlo pavonearse como si fuera un adolescente con el guapo subido, metí el brazo por la ventanilla del piloto del Renault, cogí la navaja del salpicadero, caminé hacia él y se la clavé en el cuello tal y como había hecho decenas, si no cientos, de veces con mis corderos y ovejas. Una vez en el suelo limpié la sangre de la navaja en mi pecho y pasé sobre él para subirme al coche. Sin embargo, al abrir la puerta volví sobre mis pasos, le quité la chaqueta, la camisa y el pantalón de pinza y los usé para cubrir mi cuerpo. Una vez vestido, cogí el vehículo y me dispuse a abrir el Portal, pero esta vez el que entraría iba a ser yo.



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