Capítulo 4

Muchos días después de su marcha, Aneleh ascendía una loma arrastrando su pequeña maleta. Tenía los calcetines raídos y le dolían los pies, pero no podía volar porque sus alas de seda estaban húmedas por el rocío de la madrugada y necesitaba ponerlas al sol para que se secasen. Al doblar un recodo del sendero, se tropezó con una escena sorprendente. Se estaba desarrollando una feroz lucha entre un ogro y un príncipe de brillante armadura. El gigantesco ogro golpeó con fuerza al príncipe y lo dejó sin sentido, derrumbado sobre el suelo pedregoso. Cuando el monstruo se disponía a comérselo entero, Aneleh salió de detrás de un arbusto y le dio una patada en la canilla que le hizo brincar de dolor. Con una rapidez increíble, el ogro atrapó al hada con su enorme mano y la observó con sus ojos bizcos.

Ni corta ni perezosa, Aneleh le arrojó sus calcetines rojos a la nariz con la esperanza de que la soltara, pero no pareció afectarle lo más mínimo. El ogro pensó que aquella preciosa hada debía de tener un sabor exquisito y decidió zampársela de inmediato. Pero cuando le iba a dar un mordisco, se fijó en los grandes pies de Aneleh. Los miró con curiosidad y los olió con fuerza. Los ojos del ogro se colocaron repentinamente en su sitio, pero se quedó inmóvil como una estatua de piedra. Poco a poco el ogro cayó hacia atrás provocando un colosal terremoto cuando chocó contra el suelo. ¡Una vez más los pies del hada habían surtido efecto!



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