Aneleh corrió hacia el príncipe, que estaba tirado junto a unas zarzas con la armadura abollada y profundamente dormido. Era muy joven y guapo, con el cabello rubio y unos pómulos altivos que le conferían dignidad. El hada le colocó un abrigo bajo la cabeza para que estuviera más cómodo y entonces el príncipe abrió los párpados y clavó sus pupilas en Aneleh. Asustada, el hada se dispuso a huir, pero el joven la detuvo:
-¡Espera! Quiero darte las gracias por salvarme.
Aneleh no dijo nada, pero permaneció allí de pie.
-Por favor, acércate, eres un hada muy bonita.
Aneleh siguió sin mover un músculo.
-¿Por qué no te acercas? -insistió el príncipe.
-Es que me huelen los pies -dijo ella muerta de vergüenza.
El príncipe comenzó a reírse a carcajadas, una risa transparente y musical que casi lo deja sin aire, pero de inmediato le explicó que no se reía de ella:
-No me importa que te huelan los pies -le dijo.
-Pero la gente se desmaya con el olor que desprenden.
-Eso no me pasará a mí. ¿No te has fijado?, ¡yo no tengo nariz!
Era cierto, la nariz del príncipe sólo era un dibujo con tinta china en su rostro. Aneleh sonrió por primera vez desde mucho tiempo atrás y ambos comenzaron a desternillarse: “jajaja”, y se miraban y volvían a reírse: “jejeje”, y siguieron llorando de risa: “jijiji”, hasta que les dolió la barriga.
El hada cuidó al príncipe hasta que se recuperó de sus heridas. Ambos se enamoraron y decidieron estar juntos para siempre.
-En tu reino nadie me aceptará por el olor de mis pies -le dijo un día Aneleh al príncipe.
-No te preocupes por eso: en mi reino nadie tiene nariz.