—Irina, ¿qué pasa? —preguntó la madre desde la cocina—. ¿Ocurre algo?
—Un bicho, mamá. Solo era un bicho.
—Vaya, gracias por lo de bicho —dijo Gara—. Toda la noche currando para la señorita y solo se le ocurre compararme con un bicho.
—Mi niña, ¡vaya susto me diste! Lo siento. Y eso de trabajando toda la noche para mí… ¿te tocó guardia o algo?
—Menos vacilones que cojo la línea del tiempo y me regreso a la cumbre. Y ahí te quedas con tu San Benito.
—Vale más que cojas la línea 1 y te vayas a Las Canteras, que hace mejor tiempo… Y, que yo sepa, no es santo mi Don Benito.
—Pues vístete y ponte los auriculares, que te voy a hablar a través de ellos. Memoriza todo porque no estoy para repetir. Y tú tampoco deberías repetir… curso, ¡ja, ja, ja! Y procura no hablarme si no quieres que te hagan un control antidrogas. Recuerda que tú eres la única que tiene el privilegio de verme. Y a ver cómo lo hacemos con Manuela… ¡No le puedes contar nada de nuestros viajes, recuerda!
—De acuerdo, eso déjamelo a mí. Pero cuén- tame cómo has conseguido la información, porfi. De noche está todo cerrado y…
—Pues tocando el timbre a la altura de Don Benito Pérez Galdós, mi niña. ¿Siglo XIX, dices? Y también
parte del XX, monada. ¿Te acuerdas de la magia de nuestros viajes? ¿O ya eres mayor para esas cosas? Bueno, Iri, ahora calladita y no me interrumpas.
»Finales de mayo de 1843. Paso por delante de la iglesia de San Francisco y veo a un montón de gente saliendo de ella. Acaban de bautizar a un niño al que le han puesto de nombre Benito María de los Dolores.
»Su madre, María de los Dolores Galdós, lo lleva en brazos, maravillosamente vestido de blanco con un faldón reluciente hecho de barbilla. Un montón de chiquillos de todas las edades viene detrás de ella. Y es que el pequeño es el más chico de diez herma- nos. Su padre, Sebastián, trata de que mantengan la calma como buen coronel del ejército que es.
»Las campanas suenan armoniosas y dulces. Y sus hermosos sonidos acallan, a ratos, las voces felices de los nueve hermanos de Benito y también las de sus primos. Ya de mayor, Don Benito dijo que dis- tinguiría el son de aquellas campanas entre cien que tocasen a un tiempo.
—Me parece que lo estoy oyendo decir eso, Gara. Seguro que la nostalgia por haber dejado atrás su ciudad, Las Palmas de Gran Canaria, no lo abandonó nunca.
—Ya veremos, Irina. Todavía no lo tengo muy claro. Pero lo que sí aprendí en el archivo histórico, por donde te podrías pasar alguna vez, es que cuando Don Benito nació, la ciudad se llamaba Las Palmas, sin lo de ‘de Gran Canaria’. Por no meter la pata, Irina, digo yo…
—Pues gracias, amiga. Pero yo sin magia también puedo aportar algo: acabó el bachiller y se examinó para obtener el certificado en Tenerife porque aquí no había instituto público. Lo hizo por Bellas Artes porque era un grandísimo dibujante.
»Sin tener veinte años ya publicaba poesías satí- ricas, ensayos y cuentos en la prensa canaria. Escri- bió cerca de cien novelas, casi treinta obras de teatro, cuentos, artículos en prensa y ensayos. Su memoria y su inteligencia eran… ¡casi como las mías!
—Sí, claro, ¿ytuestatua? Hablarécon Don Benito.
¡Bájate, Benito, que sube Irina!
—Algún día, amiga. Algún día, ¡ja, ja, ja! ¿Y cuándo abandonó la isla y por qué? ¿Sabes algo de eso?
—Pues resulta que llegó a su casa una primita llamada Sisita de quien dicen que se enamoró el joven Benito. ¿Y qué hizo su madre?, pues echarlo para Madrid para apartarlo de aquella relación.
—¡Pobre Benito! ¡Y pobre Sisita! ¡Y así acabó la relacioncita! ¡Ja, ja, ja!
—Pues sí. Y no te rías, que parece que no lo pasó muy bien. Se fue para Madrid a estudiar Derecho, pero eran más las veces que no iba que las que iba a clase a la universidad. Le gustaba echarse a las calles y observar la vida diaria, ruidosa y diligente de aquella ciudad que lo acogió. Bueno, quien lo acogió, porque estaba en la pensión cuando llegó fue su amigo Fer- nando León y Castillo, también canario.