—¡Yos, qué susto, Gara! Pensé que la estatua me hablaba. ¿Cómo diste conmigo? ¡Cuánto tiempo!
—Si te parece, te mando un wasap… ¡Te veo muy venida a menos, Irina! ¿Y confundir mi voz melo- diosa con la de ese señor…? ¡Ya te vale! Cada vez me recibes con más honores. No te pido la alfombra roja, pero…
—¡Ya empezamos con las bromitas! Pero esta vez, sabelotodo, no me vas a poder ayudar. La tarea se las trae y vaya si se las trae. Estoy que no duermo. Este hombre del siglo XIX me tiene el cerebro ocupado completamente y, encima, nadie parece creer en él… Y tú no estabas cuando él estaba… Aunque ahora estás… ¡No sé, vaya lío tengo!
—Bueno, tranquila. Yo no estaba, pero ahora estoy y te voy a acompañar en su búsqueda. Yo formo parte de la historia de esta tierra, como tú y Don Benito. Así que vamos a ponernos manos a la obra.
—¿Qué te parece la frasecita?
Y como de la noche nace el claro día, de la opresión nace la libertad.
—Pues eso. Aprecias lo positivo en función de que lo negativo existe. La comparación es lo que hace que valores las cosas. O algo así. Pero tranquila. Vamos allá. Oye, ¿has visto cómo te observa esa niña?
—Sí. Es Manuela y está en mi clase. Habla menos que el mudo de los hermanos Marx. ¡Y creo que lleva toda la tarde siguiéndome! ¡Manu!, ¿qué quieres, chacha? ¡Si pareces mi guardaespaldas!
—Perdona, pero no me atrevía a preguntarte si puedo estudiar a Galdós contigo. Hacer la tarea entre las dos…
—No sé… El cine mudo pasó a la historia y aquí hay que moverse para buscar información y no solo pasarse el día haciendo dibujitos y mirando al infi- nito y más allá… Y a veces, Manu, reconócelo, te mueves menos que los ojos de Espinete.
—Tranqui, me encanta Don Benito y te puedo ayudar. Además, toco el piano, como él, así que podemos hacer una presentación con fondo musical. Y… dibujar se me da de maravilla.
—Bueno, vamos a intentarlo. Pero yo soy un poco rarita y me gusta hablar sola. No me hagas caso si pasa y, sobre todo, ni una palabra a nadie de mis chaladu- ras. Bueno, con lo que tú hablas, mi secreto estará a salvo contigo, digo yo…
Gara escuchó la conversación. Le dio pena de Manuela. Era la típica alumna que pasa desaper- cibida para todo el mundo. Una niña transparente. Había mucha gente así. Observadora, callada, en su mundo y siempre dibujando.
No era mala estudiante, no. Alguna vez había tenido problemas por no participar como el resto o, lo que era más grave, por hacer caricaturas de sus compañeros o de los profesores. Y eso pudo ser lo que hiciera que los demás alumnos respetaran su silencio: «¡Caricaturas de profes, colega, la bomba! Manu es la bomba… pero sin sonido».
Algo le decía que Manuela era especial y no solo por su silencio. Ella apoyaría la idea de que Irina la aceptara como compañera. «Una hablando sola y otra solo callando… Interesante», pensó Gara.
Las chicas se despidieron de la estatua y cada una se fue a su casa.
Pablo Serrano fue el escultor que inmortalizó a Don Benito en la Plaza de la Feria. Este gran escul- tor quiso mostrar a un Galdós enérgico y observador a la vez que con un aire como ausente de la cotidia- neidad. Lo que para Irina era penita bien pudiera ser la serenidad de la edad o su carácter introvertido, lo mismo que la niña Manuela.
Después de un bañito y una cena espectacular que Margaret, su mamá, le había preparado, se fue a dormir y a soñar con el hombre de bronce. Manuela tocó un rato el piano y Gara se esfumó en su mundo. O tal vez en el nuestro…
Por la mañana, la indígena despertó a su amiga. Esta dio tal grito que puso a su madre tensa como el arco de Orzowei, como ella misma decía…
—¿Qué haces? ¿Cómo me asustas de ese modo, compi?