Los meses fueron pasando y regresó la primavera. Para entonces, Simón y Simoneta ya eran una pareja de reptiles adultos que se preparaban para la reproducción. En junio, la joven hembra fue llevada a un terrario donde ella misma excavó un hueco en la tierra y puso cinco pequeñísimos huevos que llenaron de alegría a la pareja. Estaban tan deseosos de ver cómo sus retoños abrían el cascarón que cada día les parecía eterno. Y así transcurrieron sesenta jornadas de larga espera, hasta que, justo a mediados de agosto, las diminutas crías salieron de su encierro y Simón se convirtió en un feliz papá y Simoneta en una feliz mamá, orgullosos ambos de poder contribuir a que la especie no desapareciera. Todos lo celebraron, los reptiles y los humanos, porque las nuevas criaturas aumentaban el número de esta especie casi desaparecida.
Ahora Simón y Simoneta tenían que enseñar a su prole muchas cosas importantes en la vida de un reptil, como cazar insectos, y contarles historias de cuando ellos vivían libres y recorrían toda la Fuga de Gorreta buscando algo que comer.
De esta manera, el tiempo fue pasando y los pequeños iban creciendo. Cuando ya eran unos jovencitos, ocurrió algo muy extraño: los humanos que solían cuidarlos entraron en el terrario, los fueron sacando uno a uno para ponerles unos pequeños aparatitos alrededor del cuello. Simón recordó aquel día en que soltaron a su primo y a su amigo y pensó que, quizá, ahora ellos también harían ese viaje al lugar del mar en calma y las piedras escritas. No sabía qué iba a pasar, pero no le preocupaba porque fueran donde fueran, estaban todos juntos. Además de Simón y su familia, había otros catorce lagartos de camino hacia lo desconocido.
Pronto oyeron el rumor de las olas del mar y sintieron su vaivén. Simón creyó que estaba soñando cuando pudo ver que se acercaban a aquellos Roques que él solía contemplar desde el Risco, los Roques en los que habían vivido sus antepasados y que él deseaba tanto visitar. No podía creer que estuviera viéndolos de nuevo, y ahora ¡tan cerca! ¿Irían a dejarlos allí? Así fue.
Cuando los humanos lo soltaron sobre el Roque, Simón comprendió que era libre otra vez. Ahora, él y sus compañeros tenían que volver a preocuparse de buscar comida y tener cuidado con las aves, pero no les importaba porque había mucho sitio donde ocultarse, comida suficiente y estaban seguros de que hasta allí no podía llegar El Garras.
Desde su nuevo hogar, Simón podía observar, a lo lejos, los riscos del hermoso valle, la escarpada fuga donde tantas dificultades había tenido para sobrevivir, y también la extensa llanura donde vivían los humanos, sus mejores amigos. Gracias a ellos, ahora era libre y feliz.
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Las siguientes afirmaciones ¿son verdaderas o falsas?