Pg. 20-23

Días después se produjo un gran cambio en la vida de Simón. A pesar del peligro, decidió bajar del Risco en busca de comida y de aventuras. Los lagartos suelen ser muy prudentes, pero Simón es joven y, a veces, le gusta vivir aventuras arriesgadas y olvidarse de los consejos de los mayores, así que decidió ir solo.

Era un largo camino hasta llegar al lugar donde él creía que podía encontrar alimento en abundancia. Un camino pedregoso, lleno de rocas que un volcán había escupido hacía ya mucho tiempo. Un camino difícil, pero lleno de encanto. Abajo, al final del sendero, se extendía una llanura amplia y verde, tan hermosa como peligrosa, porque en ese lugar vivían los humanos. Y hacia allí se dirigía Simón, hacia lo desconocido. En el camino, luchando por salir entre las piedras, fue encontrando algunos de sus manjares favoritos: hierbas de risco, sanjoras, cerrajones, tederas, y más abajo, llegando a la explanada, calcosas, tabaibas y verodes.

Hasta allí quería llegar Simón, más que por la necesidad de alimento, por la emoción del riesgo que corría; así que continuó andando a pesar de lo cansado que estaba.

Él no sabía que alguien lo acechaba sigilosamente. Alguien muy peligroso, alguien a quien Simón temía, su peor enemigo: ¡El Garras! El gato esperaba una buena oportunidad para atraparlo. Cuando estuvo lo bastante cerca, se abalanzó sobre él. Una de sus uñas arañó la espalda de Simón, que gritó de dolor y de miedo al ver al gato. Mientras intentaba huir de sus garras, cayó Risco abajo, como en su sueño; pero no fue a parar a las patas de un cuervo, sino a los pies de un humano, un ser enorme a los ojos de Simón. Ya no podía huir, estaba lleno de golpes por la caída y herido por El Garras, ya no tenía ánimo para correr. Vio cómo el gato se alejaba asustado por la aparición del hombre, pero esto no lo consoló, de todas maneras, ya estaba atrapado. Cuando aquella mano gigantesca lo agarró, sintió que era el final.

Los humanos nunca habían sido buenos con los lagartos, así que Simón se esperaba lo peor. Le daba miedo pensar lo que podrían hacer con él. Quizá se lo llevaran lejos y lo disecaran para ponerlo en un museo, como a su bisabuelo. Quizá los humanos comieran carne de lagarto y quisieran guisarlo para almorzar o, quizá, lo convirtieran en alimento para su gato. El pobre Simón temblaba solo de pensarlo. ¡Cómo se arrepentía de haberse alejado tanto! Ahora ya no tenía remedio. Una pareja de humanos se lo llevaba hacia algún lugar desconocido, lejos de su familia y de sus amigos. Seguramente ya nunca volvería a ser libre.

No tardó en llegar a su destino: una extraña sala donde, con mucho detenimiento, lo observaron desde la cabeza hasta la cola y curaron sus heridas.

—¿Cuánto mide? —preguntó la humana.

—Treinta centímetros.

—Es bastante para un lagarto joven.


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