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Simón no entendía qué querían hacer con él, por qué lo miraban tanto. Después del minucioso análisis lo llevaron a otra sala. Cuando lo pusieron en el suelo, Simón creyó que era libre. Estaba sobre un terreno conocido, con piedras y plantas familiares, como las que acostumbraba a ver en el Risco. Corrió de un lado a otro inspeccionando cada rincón y cómo sería la cara de sorpresa de Simón cuando se encontró allí con viejos conocidos suyos que habían desaparecido hacía tiempo. Entre ellos, un primo hermano y un vecino con el que había jugado en la infancia. Sus familiares creían que habían muerto y ¡estaban aquí, vivitos y coleando! Simón se alegró de volver a verlos. Le contaron que habían sido capturados por los humanos, pero que no les habían hecho daño; al contrario, estaban bien alimentados y protegidos. Ninguno entendía por qué eran tratados con tanto mimo.

—Ya verás qué bien te lo vas a pasar. Aquí no hay gatos, ni aves, ni ratas. Tenemos mucha comida y los humanos son inofensivos. Yo he engordado desde que llegué.

Esto lo había dicho el lagarto más grande y más gordo de todos los que estaban en el lagartario. Tenía más de veinte años y medía sesenta y cinco centímetros. Simón no lo conocía porque el lagarto había sido capturado antes de que Simón naciera. Además de los grandes lagartos, había allí otro tipo de reptiles y todos se acercaban para presentarse y dar la bienvenida. Conoció a Rubén el perenquén, un animal de pequeño tamaño, con una ancha cola; y a Elisa, la lisa, que tiene una cabeza pequeña y parece una serpiente. Rubén no debería estar a estas horas paseando por el terrario, porque los perenquenes salen durante la noche, no durante el día; pero Rubén es un parrandero que no quiere perderse nada y, de vez en cuando, se escapa de día para enterarse de lo que ocurre en el lagartario. En cuanto supo que había un nuevo huésped, corrió para conocerlo. Sin embargo, Simón se fijó de manera muy especial en una joven hembra de lagarto que estaba en medio del terrario, escarbando en el jable. Tenía una hermosa piel de color grisáceo casi tan suave y brillante como la de las lisas y una bonita cola, aunque, por ser hembra, no podía ser tan grande como un macho. Simón se acercó para saber su nombre y los dos se rieron cuando ella dijo que se llamaba Simoneta. Esta coincidencia en los nombres, junto con otras, hizo que pronto se hicieran buenos amigos.


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